Para el amigo Seidl la raza aria, y más en concreto la austríaco-teutona, ha forzado tanto la máquina de la decadencia que se encuentra a un paso del abismo. No future. Que vengan otros con la sangre menos aguada a ocupar nuestro lugar porque esto no da para más. Como el cine del propio Seidl, que sí que podría dar para más pero se da de cabezazos una y otra vez contra su mal entendida misantropía.
En Import Export (íd., Ulrich Seidl, 2007) contraponía lozanas jóvenes del Este a decrépitos ancianos del Oeste abandonados a su muerte en el asilo. Buena declaración de intenciones a la que le aplicó el zoom de diez aumentos para su trilogía Paraíso: campamentos para niños cebados de estupidez actual, mujeres maduras que le chupan la sangre y algo más a camareros/esclavos tanzanos en resorts de lujo, o beatas que tratan de matar su aburrimiento vital a base de autoflagelación y cilicios. La vieja Europa boquea como un pez fuera del agua y Seidl captura el momento. Y disfruta haciéndolo. Disfruta como un enano. Si sus paisanos apuran el último cigarrillo antes de que vuelvan las guillotinas, él pisa a fondo el pedal del escándalo y casi siempre se pasa de frenada. Escandalizar es un arte muy noble, muy necesario; epatar es un arte menor, una imitación tosca y asustaviejas de lo primero. Por desgracia, Seidl no siempre tiene clara o no siempre quiere tener clara la diferencia. Puede que haya aprendido que en algunos círculos tan modernos que son viejísimos el shock por el shock, el exabrupto poco elaborado, cotiza siempre al alza. Malas noticias para los que preferiríamos que enfocara su chorro de ácido hacia sus personajes y no hacia la bancada de misa de once.
En el sótano (Im Keller, Ulrich Seidl, 2014) es un documental premeditado y milimetrado que no quiere saber nada de conceptos como realismo o análisis. Es un documental que se ha gestado antes de empezar a rodar. Es tramposo, sí, aunque hay trampas y trampas. Sólo un minusválido mental concluiría que lo que Seidl muestra es la norma, que Austria está infestada de tarados que utilizan sus sótanos para desfogar obsesiones y parafilias varias. Lo capital aquí es trazar una línea entre los tarados que puedan reflejar esas actitudes bien reconocibles que aún campan por las venas prusianas, bajo la piel, “en el sótano”, y las que no son representativas más que de ellas mismas. Las primeras embisten con ferocidad y mala baba, son bienvenidas; las segundas sólo existen para que Curri Valenzuela se persigne y arroje agua bendita a la pantalla. Pero en ese caso lo divertido de verdad sería filmar a Curri viendo En el sótano.
¿Qué hay del verdadero ADN centroeuropeo en los sótanos de Ulrich? Fifty-fifty. Un señor que toca la tuba en su santuario personal dedicado al Tercer Reich, un cazador que exuda colesterol y exhibe trofeos africanos abatidos a cien metros aunque tenga que detener el discurso cada diez segundos para respirar, o el club de amigos del rifle y enemigos de los musulmanes que admiten, sin darse cuenta, que sus pistolones no son tan duros como una buena polla turca, y es esto lo que les asusta, es por esto por lo que practican el tiro al blanco y brindan por la xenofobia. Hasta aquí, el Seidl que escupe tanto veneno como la víbora de Isabel San Sebastián —como su serpiente, quiero decir— se lo pasa bomba y nos contagia. Al patetismo por el absurdo. Comparte la filosofía y la escenografía del cementerio viviente de Roy Andersson y su trilogía existencial. Planos estáticos, pocas palabras y la descolorida estampa de un lento pero inexorable proceso de derrumbe.
Pero el niño terrible, el provocador de trazo grueso, pelea por salir y hacerse con el control. Y vaya si lo consigue. Al carajo con la alegoría decadente, al carajo con las vampiras austríacas de vacaciones en Tanzania, al carajo con los niños a punto de reventar de lípidos 2.0. Que entre la dama del silicio y el látigo. Suya es la media hora final del En el sótano. Porno sadomaso, spanking, señores gordos andando a gatas —tiene Ulrich una cierta fijación con los gordos, qué le vamos a hacer—, escrotos estirados hasta la dentera. “Trabajo como voluntaria en Caritas ayudando a mujeres maltratadas”, comenta la versión mundana de aquella Erika Kohut de La pianista (La pianiste, Michael Haneke, 2001), toda encordada ella. John Waters habría soñado con un personaje así. Almodóvar también. La hubieran convertido en su musa… hace 40 años. En 2015 alguien lo entenderá como un navajazo a la corrección política, pero para quienes no comulgamos ni con la corrección ni con la política la cosa se queda en un insulto a la inteligencia. Sin más.
Quizá Seidl se barrunte que nuestras tragaderas necesitan una puesta a punto, y se ofrece, complaciente, a dilatarlas. Se le agradece el esfuerzo. Pero quizá sea él quien tenga que hacerse mirar el carburador. Ese chiclé deja pasar demasiado plomo.