Un puñado de sucesos luctuosos del año quedarían condensados en esta imagen del fotógrafo ruso Sergei Ilnitsky. Una casa cualquier en Donetsk (Ucrania), instantes después de ser alcanzada por fuego de artillería. Quizás también hubiese una montonera bastante impresionante con los cascotes de la fachada. O incluso algún cadáver tendido en la acera, a la espera de ser reconocido y llorado.
Y sin embargo, Sergei se quedó con la naturaleza muerta. Una tetera, un frutero salpicado de cristales, un par de cuchillos que parecen dispuestos para ser pintados por Zurbarán o Meléndez y… y una cortina ensangrentada. Por mucho que se pueda captar todo, por mucho que siempre vayan a haber decenas de cámaras en el centro de cualquier desgracia, lo más terrible es patrimonio exclusivo del fuera de campo, un recurso que no sólo demuestra recato —no hablemos ya de un “posicionamiento moral”— sino que es capaz de algo totalmente desconocido en el reinado de lo explícito: potenciar hasta el infinito nuestros miedos. Imaginarse así en un vuelo fatal pilotado por un tipo que ha decidido matarse junto a un centenar y medio de desconocidos. O yendo a un concierto de música interrumpido bruscamente por quienes nunca escuchan.
Pero me engaño a mí mismo. No, no tenemos tanta imaginación como presumimos. Por eso lo lírico se impone tan pocas veces a lo mórbido. Por eso, entre soñarles una vida mejor a un millón de refugiados recién llegados a la viejísima Europa y acallar mil palabras con una mera sacudida emocional… pues eso.
El niño muerto en la playa. Siempre.