Hay películas que crecen, otras que se estacan, algunas que dan un salto más alto y otras que se hunden en las fosas abisales de la memoria personal o colectiva. Hay películas que crecen cuando se terminan. Se quedan a vivir en el sofá y te vacían la nevera y el corazón. Se duchan antes que tú y se quedan con toda el agua caliente. Películas de corazón frío y efecto boomerang, retardado y violento. Foxcatcher (íd., 2014) es la tercera obra de Bennett Miller (después de Moneyball, 2011, y Truman Capote, 2005) y la confirmación palmaria de un talento oscuro y malsano para el retrato contenido de personajes desbocados (o viceversa) dentro del marco histórico de un país perdido dentro de su propia zona de confort. Y es una película de esas. El deporte como sublimación de unos rasgos definitorios, como expiación de las culpas y los sueños, como acicate, hándicap o enfermedad terminal de toda una nación. Como clavo ardiendo, como almohada blandita. Como opio del pueblo, como vida paralela. John Du Pont (Steve Carell) lo tiene todo y no tiene nada. Mark Schultz (Channing Tatum) más o menos lo mismo, pero menos. Son las dos caras y la nariz, las dos frentes y la musculatura, de la derrota cotidiana de los hombres hechos a sí mismos o por sus familias: el rico que se pensaba inmortal y el pobre que se creyó lo de la cultura del esfuerzo. Miller pone el foco apagado sobre este claroscuro americano, sobre esta dicotomía moral pérfida e hipercapitalista que hace brotar por debajo y a la derecha del plano la niebla en la esperanza humana, de una manera tan sutil, como devastadora y tremendamente bella.