Un monstruo líquido
El canon del psycho-killer cinematográfico lo asentaron, desde los dos lados del Atlántico, Alfred Hitchcock con Psicosis (Psycho, 1960) y Michael Powell con su El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960). En una época en la que la influencia del psicoanálisis permeó la cinematografía occidental, estos cineastas se preguntaron por un asesino cuyo juicio se había desviado debido a traumas de infancia. El Mal podía ser, pues, explicado, se podía encerrar en la prisión para siempre, se podía viviseccionar. En los ochenta, cuando el público ya estaba acostumbrado a males mucho más truculentos, John Carpenter dirigió La noche de Halloween (Halloween, 1978), filme que inauguró el slasher norteamericano tal y como lo conocemos, y en el cual el asesino implacable empieza a tender hacia la abstracción, proponiéndose su relación con un horror inmortal como punto clave: Michael Myers siempre acaba por regresar de la muerte, a causa de algún extraño pacto con el Mal, y el rostro desencajado de Anthony Perkins es sustituido por una máscara estoica que impide la identificación personal con la amenaza. Lamentablemente, interminables años de sagas slasher apostaron por lo comercial y se olvidaron de lo sublime: innumerables entregas de las tropelías de Jason Vorhees o Freddy Krueger que ya no apuntaban hacia el terror abstracto, sino hacia la diversión adolescente. Wes Craven inauguró con su Scream: vigila quién llama (Scream, 1996) una etapa posmoderna que dura hasta el día de hoy, y en la cual los lugares comunes del género se utilizan en un juego lúdico cómico, los protagonistas saben cómo morirán, y, en fin, la mirada al abismo se sustituye por el baile metalinguístico (hablar de las notables excepciones que ha aportado la cinematografía francesa necesitaría otro artículo).
David Robert Mitchell, el responsable de It Follows (íd.; 2014), conoce bien esta tradición y ha conseguido que su filme acerca de adolescentes que huyen de una amenaza inexplicable (un monstruo multiforma que te persigue, como enfermedad venérea, después de haberte acostado con un desconocido) lleve el slasher a un terreno tanteado pero no habitualmente explorado: el de la pura abstracción. Michael Myers todavía era humano, o algo parecido, pero el monstruo atávico del filme que nos ocupa lo es todo y nada a la vez: no tiene ni historia de origen al uso (pecado tranquilizador en el que incurren numerosos filmes de terror), ni justificación de su actuación, ni siquiera intercambio verbal. Esta cosa simplemente camina tras de ti, y si te pilla, te mata. Es llevar a sus últimas consecuencias el slasher, simplificar el trauma sexual propio de todos ellos y la huida de los adolescentes para llevarlos a un terreno minimalista de pesadilla, un mundo de terror en el cual el exterior brilla por su ausencia: ni adultos, ni policía, ni escapatoria. Correr, y correr. Se trata de una simplificación que podemos comparar, salvando las distancias, con lo que hizo Jacques Tourneur por lo que a cine clásico de monstruos respecta: elidir el espectáculo para recrearse en la espera, en el cuadro vacío que sabemos que se llenará con la amenaza en cualquier momento, en una sensación de temporalidad angustiante y cíclica que aterroriza más que la peor visión monstruosa. Es, en fin, una toma de posición estimulante que consigue traer a primera línea las exploraciones contemporáneas e innovadoras que alrededor del género se han ido produciendo en los últimos años, y un punto de partida para la renovación de una de las parcelas más fascinantes y vastas del hecho cinematográfico.