El evangelio del sueño americano
Bienvenidos a América, la tierra de las oportunidades. Todo es posible aquí. Un negro puede llevar algo de groove a la Casa Blanca, un presunto filonazi construye a partir del bosquejo de un ratón muy majete el ministerio de propaganda animada con el que no soñaron ni los propios amigos de Goebbels, o Joy (íd., David O. Russell, 2015), criada en uno de esos pueblos de saloon reconvertido y embarazo no deseado en el asiento trasero del Chevy, devuelve las cartas perdedoras para coronarse como reina de la teletienda e inventora de prodigios domésticos varios. América, América, ya lo tarareaba el traidorcillo Elia Kazan. Por eso quería defenderla a toda costa de los comunistas. Y que Dios nos bendiga a todos.
Bienvenidos también a Hollywood, donde Joy se hace más guapa, más esbelta; donde sus patas de gallo resisten inmutables las embestidas de los 40 disgustos al día. Donde Joy es más Escarlata O’Hara y menos Joy. Donde lo que no existe en la historia real se inventa, porque el show debe continuar y la mística del sueño americano no puede someterse ni a la realidad, ni a las leyes de la física, ni a nada.
Joy es la Erin Brockovich (íd., Steven Soderbergh, 2000) de la temporada, orquestada con mano diestra por David O. Russell, maestro obrador de ese espectáculo que no debe terminar, especialista en darle lustre y esplendor al American dream tomando siempre lo mejor de cada casa. Tiene a Tinseltown a sus pies, sabe lo que el público espera recibir —que nunca es realismo sino idealización— y se lo pone por delante. Así de sencillo. Si quiere que rías, te hará reír; si quiere que llores, prepara los kleenex; si quiere que creas que una vida mejor es posible, ve y reserva cita con el interventor del banco mañana mismo. Todos somos marionetas a merced de esas manos tan diestras. O. Russell no se anda con tonterías, deja la experimentación para los científicos. ¿Para qué complicarse? Él ya ha encontrado su lugar en el mundo. Cuando David dice ven, Jennifer Lawrence va. Y De Niro, y Bradley Cooper, y hasta Isabella Rossellini. En el barrio a eso le llaman “el puto amo”. Von Trier, después de vomitar, tiene que envainársela y llamarle “el jefe de todo esto”.
Pero no sólo de superestrellas vive Joy, aunque la Lawrence haya picado piedra suficiente para fabricar su segundo Oscar. O’Russell es un control freak de mucho cuidado, y la sensación que transmite su obra es la de que en sus rodajes no se improvisa ni la camiseta del eléctrico. Lo esencial queda atado y bien atado. Si alguna vez vienen mal dadas, que no vendrán, será el perfecto profesor de la Escuela de Cine. De nuevo, lo de innovar no va con él, pero su puesta en escena es tan impoluta que da… Iba a decir que da asco, pero lo que a algunos les dará será envidia. Envidia cochina. No es de esperar que se cuelgue la cámara al hombro, prefiere la simetría, la equidistancia, y esa canción tremebunda —por buena— que entra cuando tiene que entrar. Eficacia probada, como el matacucarachas aquel de los 80. Y todavía no hemos hablado del guion.
En Joy toca drama, por si no ha quedado claro, drama con válvula de escape al final, sobra decirlo. Cuando Spielberg se pone intenso es puro Bergman al lado de David. ¿El secreto? Un juego muy antiguo, el del gato y el ratón. Poner el caramelo en la boca de su nueva musa —y en la nuestra— tantas veces como haga falta y quitárselo otras tantas, así hasta rellenar los cien minutos de rigor. El personaje de Lawrence es como Sísifo, cuando haya subido y bajado, en pos de su caramelo, todas las montañas que le ponen por delante, entonces será el momento de dárselo. Entonces O. Russell ha cumplido de sobras, nos ha clavado el anzuelo hasta el paladar y tira del sedal, orgulloso, satisfecho. ¡Te atrapó! Prefieres pensar que no, que es un conformista, a veces un tahúr del Mississippi, un demagogo que se movería con idéntica soltura en cualquier agencia de publicidad, pero la cruda verdad asoma… Te atrapó. Jefazo, David. Jefazo.
Sólo queda aplaudir con vehemencia, asintiendo, como en ese gif animado de Ciudadano Kane. Al César lo que es del César, a Sundance lo que sea de Sundance. Importa muy poco, porque esto es lo que tu vecino quiere ver, y lo que tú volverás a ver cuando la pasen por Cuatro. Dirás que estabas zapeando y te topaste con ella, sin más, casualidades de la vida. Pero la collector’s edition de Tarr se quedará en la estantería y te tragarás de nuevo las cuitas de la sufrida Joy. Con anuncios. ¿Casualidades de la vida? Todos somos libres de mentirnos a nosotros mismos.