Cuando M. Night Shyamalan estrenó El bosque (The Village, 2004) las campañas de promoción del film, respaldadas por interés o por desconocimiento desde numerosos medios, aventuraban una historia de intriga, lindante con el terror. Desde luego el que sigue siendo su trabajo más redondo no es un título de horror por mucho que podamos encontrar códigos del género; de hecho casi se diría que es un análisis sobre el miedo que esconde una preciosa historia de amor. Más de diez años después y tras una trayectoria un tanto dubitativa, que en todo caso nos ha dejado una obra maestra: El incidente (The Happening, 2008), ha vuelto a ocurrir. La visita (The Visit, 2015), que digamoslo ya es un film extraordinario, se estrenó siguiendo el mismo planteamiento: venderlo como la historia que todo el mundo parece esperar viniendo del autor de El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999). Sería ingenuo creer que el propio Shyamalan no está a gusto con este juego e incluso participa activamente en él. En cualquier caso, resulta interesante comprobar que las expectativas generadas a partir de premisas dudosas o incorrectas, pueden derivar en equívocos y desengaños, llegando incluso a poner de relieve la simpleza y tibieza con que se aborda aquello que no se consigue aprehender. La propuesta de La visita no es especialmente novedosa, ni siquiera su formulación que en vez de sorprender en mi primera instancia podría marcar cierta distancia. Y sin embargo, el itinerario que sigue, que va alimentando la incertidumbre sobre qué está ocurriendo, va tomando cuerpo, con situaciones de puro extrañamiento (envueltas o confundidas con lo que sabemos pasa en un relato de horror) que se transmutan en momentos descacharrantes, que descolocan incluso a los propios protagonistas (los chavales, pero también los ancianos). Este es el triunfo de La visita, la renuncia a ser lo que se supone que tiene que ser, sin dejar de ser fiel a sí mismo: el giro final, los encuadres con profundidad, el sentido de humor, las cuentas del pasado, la atmósfera gélida, la sensibilidad a flor de piel… la necesidad de narrar, la inquietud de vivir.