Adaptar a Thomas Pynchon (Vicio propio es el título de la novela publicada en 2012) es imposible, rezaba la leyenda. Pues va a ser que no. Sobre todo si el tipo que está detrás de la cámara se llama Paul Thomas Anderson y es capaz de trasladar a imágenes y sonidos la abrumadora verborrea literaria del más esquivo de los novelistas posmodernos. Las pesquisas del protagonista de Puro vicio (Inherent Vice, 2014), el detective Doc Sportello, en un caso tan enrevesado como el de El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946) conjuran los fantasmas de un tiempo y un lugar con fecha de caducidad: la California de 1970. Marihuana, luces de neón, saxofonistas heroinómanos, policías corruptos y mujeres fatales se cruzan en el camino de Doc, siempre esclavo de su pasado, de esa Shasta Fay Hepworth que es la suma y reencarnación de todas las femmes fatales del cine negro. El laberinto irresoluble de la trama es lo de menos: lo que importa es la textura, casi palpable, de una atmósfera densa y melancólica. No se trata de desentrañar un misterio (buena suerte a quien lo intente), sino de acompañar a unos personajes perdidos en el fin de la inocencia, envueltos en un romanticismo que ya no es moneda corriente en Hollywood. El dominio del encuadre de Anderson, con travellings y planos-contraplanos que quitan el aliento, no es noticia sino costumbre. Su deuda con diálogos, personajes y situaciones propias del universo de los hermanos Coen es indudable, pero Puro vicio trasciende la comedia, sirviéndose del complejo entramado ideado por Pynchon para destilar un preparado que puede generar estados alterados de conciencia. Una colección de estrafalarios secundarios (inolvidables los nombres de Sauncho Smilax, Japonica Fenway y Christian Bjornsen) y una banda sonora para escuchar en bucle completan una propuesta imperfecta y a ratos indescifrable, pero fascinante de principio a fin. Puro cine, sea lo que sea que signifique eso.