Eden, de Mia Hansen-Løve

Aunque la cuarta película de Mia Hansen-Løve se estrenó en salas españolas en septiembre de 2015, se presentó un año durante el 62 festival de San Sebastián, donde pude verla, y desde entonces me acompaña mucho en mi cabeza no solo porque pase a todas horas escuchando en bucle la playlist de su banda sonora. Hay algo más que entonces tenía relación directa con mi atolondrado estado de ánimo (que como escribe y canta Adrián Boba era/es un estado proviosional) que me hacia sentir muy sensible a cualquier historia que hablase de fracasos, de miedos, de pérdidas, y de la maldita sensación de no saber donde está tu sitio… como si precisamente de repente tuviéramos la necesidad imperiosa de encontrar un edén particular en el que antes creíamos vivir permanentemente. Mi estado general ahora mismo es bien distinto pero mis sensaciones respecto a Eden son similares porque lo que transmite este vertiginoso recorrido por buena parte de la vida del protagonista, un DJ de música electrónica que es un trasunto del hermano de la directora que colabora en el guión, es una melancolía cargada de energía, a pesar de las inneludibles decepciones vitales y profesionales que lleguen a trocear nuestro ánimo. La genialidad de un propuesta de estas caracterísitcas se encuentra en una metodología casi se diría que contraria al melodrama tradicional (porque Eden es un auténtico melo, hijo de su tiempo), si bien ya estaba trabajada con brillantez en las películas anteriores de Hansen-Løve, consistente en potenciar el uso de la elipsis, que aquí progresivamente se hacen más grandes en sintonía con el devenir de la historia, incluso en aquellos instantes más tendentes a lo abiertamente dramático. Este rasgo, ya analizado por Óscar Brox con su habitual perspicacia y excelente literatura crítica, es una parte muy importante de la personalidad del film, pero tiene su sentido solamente junto a la impronta musical, que aún siendo el fondo o la premisa si se quiere, sirve de catalizador y de puntueado a veces maliciosamente irónico: no solo me refiero a la selección de temas, que en ocasiones no deja de ser tan certera como evidente (véase / escúchese la deliciosa Within, de Daft Punk), también a la parafernalia que la acompaña, su lucha entre lo colectivo y lo personal, y especialmente la euforia (más o menos efímera) que transfiere… Y sin embargo, aún hoy, solo recordándola a través de sus fotogramas (me resultan intrigantes y embriagadores) y canciones, lo que más me perturba (y me llena) de Eden son los instantes en el que el protagonista, creo, se derrumba por dentro (pero aguanta estoico) ante una realidad (ese paso del tiempo) que parece apuñalarle por la espalda: en Nueva York cuando se reencuentra con su ex, ya casada y embarazada; o cuando se disculpa ante la mujer más importante de su vida, argumentando que decir «te quiero» tampoco le ha funcionado en otras ocasiones… Si es que la dichosa película parece que habla de mí. Qué ganas de llorar.

Eden, de Mia Hansen-Løve