A long time ago, we used to be friends
But I haven’t thought of you lately at all…
Allá por 2004, si había dos géneros de ficción serial que triunfaban en la televisión generalista estadounidense, eran los policíacos procedurales con fuerte tendencia a lo episódico (es decir, CSI: Las Vegas [CSI: Crime Scene Investigation, Anthony Zuicker, 2000-2015. CBS], sus retoños dispersos por USA y toda la caterva de imitadores —con honrosas excepciones— posterior) y los dramas teen, parientes lejanos de Sensación de Vivir (Beverly Hills, 90210, Darren Star, 1990-200. Fox) que solían convertir la experiencia adolescente en una hiperbólica sucesión de tramas truculentas entre el melodrama de toda la vida y el teenage angst pre-Facebook; de entre estos últimos, The O.C. (íd., Josh Schwartz, 2003-2007. Fox) y One Tree Hill (íd., Mark Schwahn, 2003-2012. The WB / The CW) resuenan aún con fuerza no tanto por su novedad como por su importancia a la hora de fijar un modelo que tanto éxito cosechó entre los sectores púberes.
El guionista Rob Thomas supo entender todo esto cuando creó Veronica Mars (íd., 2004-2007. UPN / The CB), feliz y terriblemente eficaz unión entre policíaco episódico y drama adolescente de instituto de clase alta en el centro de cuyo universo se situaba la protagonista de mismo nombre, una Kristen Bell capaz de gestionar de día las miserias de la adolescencia (pensemos en todo el pack: grupo de chicas malísimas, chico guapísimo pero perjudicado, amiga nerd con gran capacidad informática…) y de noche investigar los casos que a su padre, en un principio sheriff de la población de Neptune, se le escapaban. El interés estaba, claro, en la intersección entre ambas esferas, en el momento en el que los pasillos del instituto se convertían en remedos posmodernos de los callejones del noir clásico y la trepidación de detener a un asesino empalidecía frente al momento del primer beso con el chico más guay del instituto. Pero, y como sucedía con las series adolescentes antes comentadas, uno de los grandes méritos de la ficción fue arrastrar con ella una fuerte base de fans que, ahora si, vio ampliada con respecto a las anteriores su rango de edad: además del público adolescente (muy influyente a nivel ecónomico pero escasamente a nivel crítico), se sumaban treintañeros, críticos de mediana edad, gente como Stephen King o Joss Whedon, que contribuyeron a darle a la serie una pátina de culto movidos por ese pastiche llamado teen noir que Thomas nos propuso, y que ahora vive su última reencarnación en forma de libro.
Pues los heterogéneos fans de Veronica y sus andanzas lo pueden todo, o eso han venido demostrando: tras la cancelación, después de tres temporadas, de la serie, Thomas decidió que a su heroína aún le quedaban crímenes que resolver y pidió ayuda a través de crowdfunding, junto a la misma Bell y el elenco de la serie, para intentar filmar una película que acabase con los cabos sueltos y nos mostrase a la Mars años después de su salida del instituto. La campaña fue un éxito y Thomas decidió repetir la jugada llevando, finalmente, las aventuras de Veronica al papel escrito, aquel del que surgió hace décadas ese noir del que bebe una protagonista con la determinación y la dureza de un Marlowe aliñadas con una empatía y unos valores de servicio a la comunidad que brillaban por su ausencia en aquellos referentes.
El resultado, publicado por Nocturna bajo el título de El concurso de los mil dólares y coescrito con Jennifer Graham, es, en fin, un caramelo repleto de referencias y moldeado para los fans de la detective capaz de cautivar también a los que, como este que escribe, no le habían prestado demasiada atención a la mitología creada por Thomas. Basando su eficacia en el traslado al papel del modelo comentado anteriormente (pues Veronica quizás no esté ya en el instituto, pero su forma de relacionarse con el mundo, con sus aliados y sus enemigos, además del entorno que la rodea, remiten constantemente a sus años televisivos), la novela se inicia con la desaparición de una universitaria durante el spring break de Neptune, punto de partida de una clásica trama noir de lealtades confundidas, giros inesperados y fantasmas del pasado que, esencialmente, funciona como estudio de la personalidad de una Veronica ya enfrentada de lleno al umbral de la edad adulta, en la que la nostalgia por la juventud perdida la da la contraposición entre la fiesta perpetua (y potencialmente mortal) a la que se entrega un pueblo tomado por universitarios entre los cuales se mueve una Veronica convertida por momentos en vigilante adusto y directo y por otros en parodia de lo que algún dia fue, obligada a infiltrarse entre los universitarios para llegar al fondo del asunto.
Eso sí, la traslación a palabras de lo que hasta ahora era imagen da vía libre a Thomas y Graham para desarrollar un acercamiento formalmente novedoso a las vicisitudes de Mars, cuyos pasajes descriptivos, alambicados pero por lo general directos, le deben mucho a un cierto tipo de noir sucio y cuyos diálogos sustituyen el habitual intercambio de amenazas sutiles y dobles sentidos del género por un aluvión de referencias a la cultura pop que convierten el día a día de los personajes en una verdadera oda (como ya hacían la serie y el filme) a la sensibilidad posmoderna, y que depreda las últimas tendencias del audiovisual centrado en el retrato de la experiencia adolescente extrema y su sujeción a las dinámicas del capitalismo (juego de muñecas rusas que cristaliza cuando, en una de sus pesquisas, Veronica entra en una decadente mansión repleta de jóvenes en la que algunos se dedican a ver Spring Breakers [íd., Harmony Korine, 2012] mientras se meten de todo). Veronica, en fin, sigue viva y más en forma que nunca, como demuestra su última reencarnación, adaptándose a los nuevos gustos de la industria del entretenimiento a la que sirve a la vez que mantiene esa chispa inimitable que la ha acabado por convertir en uno de los principales personajes de la cultura pop televisiva de principios de siglo.