El renacido. Un clásico de Iñárritu, Lubezki y DiCaprio

En respuesta a la crítica publicada en este mismo medio por mi compañera Arantxa Bolaños de Miguel, escribo unas líneas a vuelapluma a propósito de El renacido, película que creo de cierta relevancia en el panorama audiovisual contemporáneo, especialmente si hablamos del mainstream «made in America». No es, ni mucho menos, un caso aislado en la historia de la apreciación creativa: sectores de la cinefilia que aplaudieron con entusiasmo desmedido producciones de falso prestigio, incluso involuntariamente autoparódicas en su pretensión de duplicar el éxito conseguido por la ópera prima del director, como 21 gramos (21 Grams, 2003) o Babel (íd., 2006), a menudo son los mismos que, hace no demasiado, atacaban Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman or (The Unexpected Virtue of Ignorance), 2014) con rancios argumentos en torno a la moral del plano secuencia. Modas van, modas vienen, los muchachos se entretienen.

No obstante, y al margen de consideraciones particulares sobre los hallazgos e imposturas en el cine del mexicano Alejandro González Iñárritu, cabe reconocerle un talento inusual para diversificarse, tanteando últimamente terrenos artísticos inexplorados, desde un ánimo sosegado, burgués a su pesar, inimaginable en aquel francotirador rabioso del DF que firmara la alucinada y visceral Amores perros (íd., 2000), aun a día de hoy el largometraje más conseguido de su carrera. Una trayectoria, por cierto, dotada de una marcada coherencia: su querencia por personajes al límite, que transitan el averno en busca de la redención; un trasfondo de marcado acento progresista, con un tufillo moralizante en los peores casos; y, desde Biutiful (íd., 2010), una inmersión progresivamente explícita, a partir de la virtualización de la imagen, en los dominios de lo onírico.

El renacido

El renacido, nominada a nada más y nada menos que doce Oscar, es la traslación a la gran pantalla de una novela de Michael Punke que recoge la gesta de aliento mítico que protagonizó el trampero Hugh Glass (Leonardo Dicaprio), allá por 1823, durante una expedición en la cuenca alta del Misuri. El filme, de aristas narrativas escasamente sofisticadas, ahonda en búsquedas presentes ya en la película precedente del realizador, la mentada Birdman. Si allí el recurso al falso plano secuencia creaba la ilusión de sumergirnos en una realidad virtual que flotaba, sin frontera aparente, entre vida y representación, en El renacido asistimos a la recreación detallista de una época y un lugar cuyos contornos digitales, paradójicamente, realzan su carácter artificioso, intangible. La marcada fisicidad del periplo de DiCaprio/Glass, realzada gracias al uso de luz natural por parte del fotógrafo Emmanul Lubezki y la plena integración del intérprete en entornos salvajes naturales, se asegura de engrasar convenientemente los engranajes del género para que el espectáculo funcione. Pero, sobre todo, crea una tensión improbable entre el simulacro que se sabe tal y la voluntad de instituir una nueva forma de naturalismo fílmico sin renunciar a las tendencias del audiovisual de hoy.

El blockbuster estadounidense más vanguardista de los últimos años ha pasado de ofrecer al espectador una experiencia vertiginosa equiparable a una montaña rusa —acaso la venidera Hardcore Henry (íd., Ilya Naishuller, 2015) suponga el canto de cisne de dicha modalidad— a la recreación, como ha señalado en diversas ocasiones el crítico Diego Salgado, de una urdimbre audiovisual capaz de suplantar lo real o, mejor dicho, orientado a recordarnos lo infructuoso de cualquier tentativa de arrojar luz sobre la Historia desde las imágenes. Y es que la absorbente El renacido se relaciona con el pretérito en el que se inscribe el relato de la misma forma que con las tradiciones fílmicas de las que bebe —el western, las aventuras de supervivencia en la naturaleza—: los viejos imaginarios renacen en el fuego de imágenes fluidas e hipnóticas llamadas a conformar un planeta digital remoto que reinventa el pasado desde la consciencia de la imposibilidad de volver a él si no es asumiendo, siquiera a regañadientes, la irrealidad del resultado.

A Iñárritu cabe echarle en cara una espiritualidad bobalicona, digna de Paulo Coelho en sus horas más bajas, amén de un indigenismo trasnochado que no está a la altura de las crudas consideraciones sobre el lugar del hombre en el orden natural de las cosas, ni del sugerente tono a lo Antiguo Testamento que modela la gesta de Glass. Flaquezas que no empañan los innumerables logros de una obra abrumadora en todos sus aspectos técnicos, desde las interpretaciones de unos entregados Leonardo DiCaprio, Tom Hardy y Domhnall Gleeson, hasta —y sobre todo— la labor fotográfica de Emmanuel Lubezki, que además de dotar de resonancias líricas y épicas el universo de El renacido, acaso sea susceptible de abrir horizontes inexplorados para la imagen cinematográfica.