Los cuentos tradicionales, a pesar de ir dirigidos a un público infantil, nunca han sido demasiado complacientes y están lejos de la corrección política. Perrault o los hermanos Grimm no pensaron en publicar unas historias que no molestaran a nadie, sino que el aprendizaje debía obtenerse a través de un relato de horrores y penurias que fuera ejemplar. Que después de haberse contado, los más jóvenes e inexpertos fueran conscientes de los peligros que les acechaban en el mundo y de que éste, más allá de príncipes y princesas que vivieron felices y comieron perdices, está también poblado de seres malvados. El espíritu de esos cuentos parece haber sido la inspiración de buena parte del cine del mexicano Guillermo del Toro, en cintas como Cronos (íd., 1993), El espinazo del diablo (2001) o El laberinto del fauno (2006) y también está presente en La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015).
La cumbre escarlata comienza con un libro vetusto abriéndose ante el espectador y una voz que se dispone a narrarnos una historia. La voz en off se corresponde a la protagonista, Edith Cushing (Mia Wasikowska), que al principio del filme aparece como una escritora en ciernes, que quiere volcar en las páginas sus visiones fantasmales. Será la narradora la que navegue por los meandros de una historia de amores imposibles, bajas pasiones de dos hermanos (Tom Hiddleston y Jessica Chastain) con los que convivirá en una siniestra mansión que esconde el mal, aunque este no provenga necesariamente de fuentes sobrenaturales. Al principio podemos pensar que las apariciones de espíritus nos situarán ante una temática de aires fantásticos, pero Guillermo del Toro se sirve de esa envoltura para hablarnos de aspectos muy humanos, porque nosotros mismos, como la historia ha demostrado, podemos ser la mayor fuente de terror.
En La cumbre escarlata hay ecos muy claros de la literatura gótica decimonónica, del Edgar Allan Poe de La caída de la casa Usher, del Henry James de Otra vuelta de tuerca, de la Emily Brontë de Cumbres borrascosas o de la Charlotte Brontë de Jane Eyre con esa casa sin techo que respira a través del viento que se cuela por las rendijas, ubicada en un desolado páramo donde la tierra es del color de la sangre. Una casa en consonancia con los seres que la habitan, dos hermanos de una saga familiar venida a menos y cargados de secretos oscuros. Con estos mimbres, Guillermo del Toro da rienda suelta a su barroquismo visual y homenajea a las malsanas atmósferas de películas como Rebeca (Rebecca; Alfred Hitchcock, 1940), El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck; Joseph L. Mankiewicz, 1946), La casa encantada (The Haunting; Robert Wise, 1963) y el cine de Mario Bava y la Hammer. El despliegue formal del realizador azteca ha sido criticado en otras ocasiones por imponerse al fondo y ahogar sus guiones, pero en cintas como esta uno no puede dejar de disfrutar con su puesta en escena, colorista y siniestra. Especialmente para hacer el contraste del luminoso nuevo mundo de los Estados Unidos del que proviene la protagonista y el viejo mundo británico de los dos hermanos, gris y decadente.
La cumbre escarlata funciona bastante mejor cuando se sirve de los lugares comunes del folletín, para explorar los sentimientos más turbios de sus personajes, que cuando quiere dar miedo a través de los tópicos sustos del gato (esas apariciones repentinas subrayadas por la música, afortunadamente menos frecuentes de lo que amenazaba el inicio del filme), pero sin duda es un destacable rescate de ese carácter primigenio de los cuentos, llenos de aspectos que pueden resultar crueles y mórbidos para los espíritus sensibles, pero de los que deberíamos ser conscientes. Porque como nos muestra el final, Edith puede haber vivido todo lo que nos ha expuesto o quizá toda la peripecia es fruto de la imaginación. De una imaginación que nos advierte de que los fantasmas existen y están vivos en nuestro interior. Y de que todo eso es posible porque ya ha sido contado.