Aun hoy en día hacen falta explicar cosas que deberían ser nociones básicas para cualquier aficionado del cine. Por ejemplo, que la imagen (mostrar) debe primar sobre el diálogo (explicar). También que la animación no es en nada un género menor, infantil o cualquier otro adjetivo que pretenda restarle valor, que, como en el caso de los live action, cada película tiene tanto su público como sus intenciones. Que una película puede ser inteligente, tierna, graciosa y brillante en su exposición visual sin necesitar ni diálogos ni actores de carne y hueso. Incluso que el protagonista de esa película puede ser una oveja hecha de plastilina con más expresividad que muchos actores de Hollywood de caché inconcebible. De ahí que el hecho de que La oveja Shaun: La película (Shaun The Sheep Movie, Mark Burton y Richard Goleszowski, 2015) es una genialidad, una pieza de orfebrería preñada de maravilla, es algo que no se le escapará a nadie que no tenga amordazado a su niño interior, ese capaz de ilusionarse viendo como todas las piezas encajan más allá de los prejuicios heredados por un paso traumático a la edad adulta.
¿Por qué razón es brillante La oveja Shaun? Porque es una película muda perfecta, capaz de hacernos ver a Buster Keaton en los actos de una oveja descarada, pero también porque desarrolla una preciosa historia sobre cómo no podemos valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos. Y que, incluso entonces, no podemos considerarlo perdido hasta que nos resignamos a no hacer nada por recuperarlo. Y si bien hemos podido perder la ilusión infantil, las ansias de aprender o hasta la curiosidad por permitirnos ver si un «género menor» como la animación puede hacer una obra mayor, nunca es tarde para descubrir que podemos recuperar todas esas partes de nosotros mismos que hasta ahora habíamos ahogado con nuestro cinismo.