El cuento de la princesa Kaguya, de Isao Takahata

Ghibli resiste al invasor

Hace tanto tiempo que Disney renunció al cuento de verdad, al de los abuelos, el que te leían antes de dormir y luego soñabas, que a veces cae uno en la tentación de creer que esos cuentos han desaparecido de la faz de las pantallas. Disney te lo da, Disney te lo quita. O Dreamworks. Tanto monta. De Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs; Varios directores, 1937), La bella durmiente (Sleeping Beauty; Clyde Geronimi, 1959), La Cenicienta (Cinderella; Varios directores, 1950), a los 200 millones de dólares de Del revés (Inside Out; Pete Docter y Ronnie del Carmen, 2015). Del sueño a la realidad cotidiana de una pre-adolescente. Pero Del revés no es un cuento. Tampoco Big Hero 6 (íd.; Don Hall y Chris Williams, 2014), la cinta que arrebató a El cuento de la princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari; Isao Takahata, 2013) el Oscar a Mejor Película de Animación. Y necesitamos cuentos, esto ya lo advirtió Michael Ende en La historia interminable, advirtió de las penosas consecuencias de olvidar la fantasía.

Los estudios Ghibli, siempre en el alambre, ya por siempre amenazados de muerte por la ausencia del maestro Miyazaki, nunca dejarán en la cuneta, aunque su supervivencia dependiera de ello, las sombras de antepasados olvidados, o el texto japonés más antiguo que se recuerda y que ahora rescata y remoza Takahata. Apenas alguna concesión, alguna modificación en los roles tradicionales, y a tirar millas. Esta princesa Kaguya, a pesar de su rango y su sexo, no espera al príncipe azul. Todo lo contrario. Los príncipes azules se pelean por ella, su padre se frota las manos, y probablemente ese, el vivir felices y comer perdices, fuera el destino que el amigo Walt le hubiera imaginado de haberse cruzado en su camino, pero el veteranísimo Isao Takahata introduce algunos conceptos bien aprendidos de su socio Miyazaki: la libertad por encima de todas las cosas, los placeres sencillos —menos es más—, y la comunión con la naturaleza versus los supuestos parabienes de la civilización y el progreso (incluso en el Japón feudal).

princesa Kaguya

La pureza a la que apela El cuento de la princesa Kaguya desde sus deliciosos trazos a carboncillo es aquella fantasía de Ende. Nada de realidades utópicas, fantasía como recurso para llenar el hueco de lo inexplicable y corregir los errores de los humanos. Esa es la esencia del cuento con mayúsculas, del cuento que nos enseña valores que deberían ser y no son; parábolas artesanas —artesana de “arte”— y exquisitas a años luz del robot hinchable y achuchable que fue más del gusto de la Academia. Aunque lo canónico hasta antes de ayer fuera el “érase una vez”, no el “será uno de estos días”, a medida que esta sociedad pisa a fondo el acelerador tecnológico y cognitivo los cánones pierden vigencia a la misma velocidad. No, no pretendo enredarme en loas a épocas pasadas que fueron mejor, pero sí conviene incidir en que no todo lo pasado es mejorable, desechable, sustituible. A base de modernizarlo todo se unifican criterios, se fabrican replicantes como churros, y si los churros se venden… ¿por qué dar marcha atrás y ofrecer productos como El cuento de la princesa Kaguya? ¿Acaso les gustaría a los chiquillos? ¿Lo entenderían? ¿Sabrían apreciar esos fotogramas de museo acostumbrados como están al chute digital de colores? Por supuesto que les gustaría. Por supuesto que lo entenderían. Por supuesto que apreciarían la belleza del dibujo a mano. La pregunta pertinente sería, entonces: ¿Lo entienden los productores? Son ellos los que deciden, y son ellos los que carecen de la capacidad de asombro de los niños. La capacidad para asombrarse con todo. Con todo. Por eso la animación se homogeniza, por eso se imprimen copias de copias. Muy caras, a veces brillantes; pero copias al fin y al cabo.

El cuento de la princesa Kaguya navega contracorriente, llega para demostrarnos que aún se pueden hacer las cosas de otra forma. Deslumbrar sin abrumar con despliegues técnicos propios de la Quinta Flota, fascinar sin recurrir a entelequias y elementos futuristas que, en cualquier caso, terminarán también por sucumbir al presente. A otro presente. Un presente en el que la película de Takahata permanecerá intacta porque su factura la inmuniza contra la edad. Ha nacido vieja, dirán algunos. En realidad ha nacido inmortal. Kaguya nunca será pasto de lo kitsch, el robot hinchable y achuchable sí lo será. En la batalla creativa del pincel contra la máquina sigue ganando el pincel, afortunadamente. Puede que Pixar o Dreamworks sean el futuro del cine, pero Ghibli representa su esencia: lápiz, papel en blanco y una pequeña historia que contar.