La paradoja de Hollywood
Se las prometía felices Will Smith cuando decidió participar en La verdad duele (Concussion; Peter Landesman, 2015), una historia de denuncia basada en hechos reales (el descubrimiento de los efectos secundarios de la práctica del fútbol americano en muchos jugadores) y un protagonista que lucha por descubrir la verdad y se enfrenta al sistema. Uno de esos papeles que como mínimo le meten a uno en la carrera de los Óscar. Pero hete aquí que cuando la Academia de Hollywood anunció sus nominaciones, Will Smith no estaba entre los candidatos al mejor actor y decidió poner el grito en el cielo, acusando a la Academia de ser racista por no nominar a ningún actor de raza negra. Da que pensar qué habría dicho si él hubiera estado presente entre los escogidos, si entonces le hubieran parecido los Óscar 2016 tan blancos y tan dignos de ser boicoteados como ha expresado después. Y es que este año se ha hablado mucho de la ranciedad de los Óscar, de su falta de interés por la diversidad racial o por la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, sumado a la vieja crítica de que siempre premian a determinado tipo de películas e ignoran muchas cinematografías del mundo. En la gala del pasado domingo, el presentador Chris Rock ironizó sobre el tema y dijo que también era injusto que Will Smith cobrara 20 millones de dólares por hacer películas como Wild Wild West (íd.; Barry Sonnenfeld, 1999) y se hizo un llamamiento a la colaboración entre todos para evitar este tipo de brechas, de que los artistas blancos que se dicen demócratas los demuestren colaborando con otros que no pertenecen a su esfera.
Polémicas aparte, los Óscar de este año han estado muy repartidos, como los premios de la lotería. La más galardonada ha sido Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road; George Miller, 2015), aunque sus 6 estatuillas (mejor montaje, mejor diseño de vestuario, mejor montaje de sonido, mejor sonido, mejor dirección artística y mejor maquillaje) remiten sobre todo a aspectos técnicos. De este modo, la ganadora a mejor película, Spotlight (íd.; Tom McCarthy, 2015), solamente acompañó el premio con el del mejor guion original y ha traído a colación un debate algo manoseado. Cómo se puede considerar al filme sobre la investigación de abusos de eclesiásticos de Boston a menores como el mejor del año, habiendo otras propuestas mejores. Esto es algo que se ha dicho en años anteriores con un montón de películas y que manifiesta la curiosa relevancia de los Óscar en aquellos que dudan de su validez, otorgándoles una importancia excesiva. Porque si atendiéramos a las cifras absolutas, las mejores películas de la historia serían Titanic (íd.; James Cameron, 1997), Ben-Hur (íd.; William Wyler, 1959) y El señor de los anillos: El retorno del rey (The Lord of the Rings: The Return of the King; Peter Jackson, 2003), lo cual demuestra que tampoco es cuestión de tomar estos galardones como palabra de Dios. A pesar de todo, la cinta de Tom McCarthy es un brillante ejercicio de cómo debería ser el periodismo si se liberara de las ataduras de intereses variados para meter las narices donde fuera necesario sin temor a represalias. Una de esas películas de las que se hablará en las facultades de comunicación y que despertará nuevas vocaciones y quizá anime algunas maltrechas por una realidad que hoy día es mucho menos amable, al menos en nuestro país. Una cara B de Spotlight podría hablar de periodistas mal pagados o que trabajan por amor al arte, jornadas de trabajo leoninas, jefes que miran para otro lado, compañeros pelotilleros y trepas, becarios eternos, periodistas que dejaron la facultad hace tiempo y que no tienen otra que hacer cursos para firmar contratos de prácticas si quieren trabajar, ofertas de trabajo con centenares de solicitudes, contenidos guiados por intereses publicitarios, contenidos a granel para rellenar espacio con el menor número posible de trabajadores, hechos deprisa y corriendo con textos sin revisar, redactores incapaces de escribir sin dar patadas al diccionario y un largo etcétera que daría lugar a una propuesta de indudable interés.
Por otro lado, dos mexicanos están de enhorabuena. El director de fotografía Emmanuel Lubezki, que con El renacido (The Revenant; Alejandro González Iñárritu, 2015) ha logrado su tercer óscar consecutivo, tras Gravity (íd.; Alfonso Cuarón, 2015) y Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (Birdman or The Unexpected Virtue of Ignorance; Alejandro González Iñárritu, 2015). Y el director de esta última, Alejandro González Iñárritu, que ha vuelto a ser coronado como mejor director por su plasmación de la dolorosa travesía, vital y espiritual, para lograr la redención (el gran tema en la filmografía del director azteca, ya lo disfrace de denuncia social, melodrama o cine de aventuras), de su protagonista, que también le ha valido un ansiado premio a Leonardo DiCaprio. En otro caso típico de estos premios, DiCaprio ha vencido por el reto físico de su papel (no hay nada como los personajes que superan una gran tara) y casi por cansancio y acumulación de méritos anteriores a la quinta nominación ha sido la vencida, como le pasara en su día a Al Pacino, que ganó por su personaje ciego en Esencia de mujer (Scent of a Woman; Martin Brest, 1992) después de siete nominaciones fallidas por papeles como los realizados en El Padrino (The Godfather; Francis Ford Coppola, 1972), Serpico (íd.; Sidney Lumet, 1973) o Tarde de perros (Dog Day Afternoon; Sidney Lumet, 1975). O como a Ennio Morricone, al que se le ha dado el óscar a la mejor banda sonora por Los odiosos ocho (The Hateful Eight; Quentin Tarantino, 2015), después de más de 50 años de carrera y después del óscar honorífico del año 2007.
Si hablaba antes de lotería, otros premios entregados al estilo pedrea, a modo de reconocimiento para toda la película, fueron los otorgados a Brie Larson como mejor actriz por La Habitación (Room; Lenny Abrahamson, 2015)a Alicia Vikander como mejor actriz de reparto por La chica danesa (The Danish Girl; Tom Hooper, 2015) (ella es lo mejor de una mediocre cinta), a Mark Rylance como mejor actor de reparto por El puente de los espías (Bridge of Spies; Steven Spielberg, 2015) y a La gran apuesta (The Big Short; Adam McKay, 2015) (una de las mejores propuestas de 2015, de un cinismo que se siente tan real como aterrador) como guion adaptado. Brie Larson es una actriz que muchos habrán descubierto ahora, ya sea por su juventud o su participación anterior en proyectos “estilo Sundance”, destinados a un consumo minoritario, pero es una profesional muy interesante y que ya ha brindado trabajos destacables en Don Jon (íd.; Joseph Gordon-Levitt, 2013) o Las vidas de Grace (Short Term 12; Destin Daniel Cretton, 2013). Está por ver si seguirá por ese camino independiente, al estilo Parker Posey, o si se dejará seducir por las mieles de Hollywood y la veremos en comedias románticas de poco calado o como integrante de grupos de superhéroes. Y por su parte, Rylance, espléndido como ese estoico espía ruso en la cinta de Spielberg, le “birló” el premio a un Sylvester Stallone que se quedó con un palmo de narices, sin ver como se repetía con Creed: La leyenda de Rocky (Creed; Ryan Coogler, 2015) el curioso hecho de hace cuatro décadas, cuando Rocky (íd.; John G. Avildsen, 1976) fue nombrada mejor película, por encima de Todos los hombres del presidente (All the President´s Men; Alan J. Pakula, 1976), Network, un mundo implacable (Network; Sidney Lumet, 1976) o Taxi Driver (íd.; Martin Scorsese, 1976).
De cualquier modo estamos hablando de un arte, el séptimo, que como tal es subjetivo y susceptible de diversas interpretaciones, porque a cada uno nos afecta de forma diferente. Así que querer calificarlo con premios no deja de tener un componente de juego y entretenimiento que no debería ser tomado demasiado en serio (el número de artistas ignorados en estos premios en favor de otros con menos méritos da para más de un libro). El problema es cuando eso se quiere ver como una maniobra orquestada para sembrar el pensamiento único, como un malvado plan de uniformización, cuando lo que realmente parece es existir una gran contradicción. La paradoja del llamado por algunos Hollywood machista y racista es que tiene una mujer negra en la presidencia de su Academia y es un gran estudio el que ha producido Mad Max: Furia en la carretera, una cinta estimada por la relevante participación de su elenco femenino, aunque el estudio quizá haya disfrutado un poco más los beneficios económicos de su explotación comercial. Contradicciones de un país en el que mucha gente ha votado a un presidente negro y en el que siguen teniendo lugar episodios racistas, no tan fácil de etiquetar como algunos quieren ver.
Creo que hablando de arte, debería analizarse la obra en lugar de quedarse con lo exterior, no hacer una criba de “esto está bien” y “esto está mal”, una lucha que viene desde hace siglos con tantas formas de expresión y el deseo de controlarlas. Fijarse en lo que quiere contar y en su capacidad para reflejar problemáticas y complejidades humanas, aunque me resulten desagradables a mi sistema de valores. Evitar la censura de aquellos que nos dicen lo que debemos pensar y forjarnos nuestra propia opinión. Es bueno tratar de mejorar las cosas y de progresar en igualdad, pero es necio ir juzgando a todo y a todos con el integrismo de tener la única verdad, habida cuenta de que ninguno nos escapamos a errores y contradicciones. Una necedad de la que ya se rieron a base de bien los Monty Python en La vida de Brian (Life of Brian; Terry Jones, 1979), con sus ironías sobre la religión y la política y gags como el del Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular. Porque ellos eran conscientes de que este tipo de discusiones suceden desde el principio de los tiempos y de que parecen condenadas a repetirse. Disidentes.