De los colores y las rimas de este mundo
Sayat Nova (también conocida bajo el título de El color de la granada) es una película difícil de olvidar. Algo que resulta extensible a gran parte de la filmografía de su autor, Sergei Paradjanov, incómodo ─subversivo incluso─ director de cine en las adormecidas Ucrania y Armenia bajo el dominio soviético. Mientras volvía a verla la otra noche, en esta versión restaurada que nos presenta Capricci, que le hace toda justicia a su esplendor, recuperando de paso la versión íntegra del film fiel al montaje original, no sé por qué me he encontrado pensado una vez y otra en Eisenstein y en su entusiasmo por el kabuki japonés. Como si en él se hallase la clave secreta de no sé qué enigma. Es posible que el quid de la cuestión esté en una pregunta: ¿cómo comunicar la experiencia mística, el grado máximo de unión del alma humana a lo sagrado, a partir de la existencia terrena de un hombre? No a través de su biografía ─pienso que quiénes no estén familiarizados con la vida y obra de Sayat-Nova no sacarán demasiado en claro a este respecto viéndola, de ahí precisamente el que las autoridades soviéticas resultasen decepcionadas por una película que era justo aquello que no se esperaban ver─. El que avisa no es traidor, y, así, uno de los primeros créditos de la película anuncia al espectador que antes que un ejercicio de biografía al uso espere una evocación libre del hombre a partir de sus poemas y canciones y el eco que éstas devuelven de sus principales vivencias: su infancia, un gran amor imposible, el breve paso por la corte, su retiro monástico, su muerte… Una suerte de inmersión en el espíritu del propio artista. Por ello, como corolario de lo anterior, de ese origen lírico que alienta conceptualmente el film, tampoco es una lógica narrativa la que lo guía: la vida del trovador es descrita ─no tanto contada─ a través de una asociación libre de imágenes poéticas, de escenas/cuadros débilmente narrativos que fluyen con la dilación del andar entre sueños. El cine de Paradjanov se sitúa de la parte de la alegoría y la metáfora, de una hiper-estilización (eso que el arte estalinista dio en llamar “formalismo”) que tiene algo de surrealizante, de la emoción como principio-motor. De ahí la concepción de una puesta en escena radical como ambiciosa forma de atrapar, de expresar esa experiencia igualmente radical, la de aquel maestro itinerante de los cantares con algo de místico arrebatado. Porque un mensaje revolucionario ha de comunicarse siempre en términos nuevos, algo de lo que Eisenstein fue consciente en cuanto vio su primer kabuki.
Como el kabuki, pienso, Sayat Nova resulta un conjunto emocional, un “conjunto monístico” (ver Eisenstein, S.: Lo inesperado en Teoría y técnica cinematográficas, Rialp, Barcelona, 1989) en el que banda de sonido, movimiento, espacio y escenografía e imágenes no se acompañan unas a otras, mejor o peor ensambladas, creando una sucesión, sino que funcionan como elementos en simultaneidad. «Los japoneses ─escribe el autor de Alexánder Nevsky (Aleksandr Nevskiy, 1938)─ consideran cada elemento teatral, no como una unidad inconmensurable entre las diversas categorías de la emoción (sobre los distintos órganos sensoriales), sino como una sencilla unidad de kabuki». De igual forma, Paradjanov organiza su film como un todo, como un sistema expresivo cerrado ─un “todo en uno”, como denominaba Hugo a su Hernani─, a través de la fusión de música y canto, danza y mímica, de una composición opulenta de las imágenes que le acerca por momentos al bodegón y la naturaleza muerta y una elocuencia que tiene algo de performance (lo que, de algún modo, le aproxima al teatro posdramático contemporáneo), produciendo un deslumbramiento completo, “una gran provocación total del entendimiento humano”, por utilizar la propia expresión eisensteiniana. A esa igualdad entre los elementos expresivos, que acaba por establecer una unidad básica surgida de las asociaciones desencadenadas por las uniones simbólicas entre unos y otros, Eisenstein la denominó atracción, «todo elemento que despierta en el espectador aquellos sentidos o aquella psicología que influencia sus sensaciones», concebido para «producir ciertos choques emotivos en un orden adecuado dentro del conjunto» (Eisenstein, S. El montaje de atracciones en El sentido del cine, Siglo XXI, Madrid, 1999), un concepto sin el cual, me parece, resulta difícil entender la principal búsqueda de la película que nos ocupa. De él radica, a la vez, la molestia ─que hace que algunos espectadores, entre incómodos y exasperados, vayan abandonando poco a poco la sala─ y el placer de su propuesta: «el sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguaje que trabajan conjuntamente el texto de placer en esta Babel feliz» (Barthes, R. El placer del texto, Siglo XXI, Madrid, 1993), armoniosa.
A propósito de Hitchcock, Truffaut diferenciaba entre cineastas que ruedan “a su modo” ─Jerry Lewis, Fuller, Pasolini, Rivette, son muchos los ejemplos que podríamos citar, que cada uno elija los que prefiera─, sin pensar si los espectadores entrarán después o no “en su juego”, y aquellos otros que hacen sus películas con la complicidad a crédito del público: Chaplin, Renoir, Lubitsch, Hawks, Chabrol, la mayor parte de los cineastas norteamericanos. Paradjanov pertenece a aquellos que, con Cocteau, consideran que la única técnica que merece la pena dominar es la que uno mismo inventa. Esto me plantea si ese camino solitario e ineludible no es precisamente el que conduce a aquello a lo que se refería José Francisco Montero ─entre otros─ cuando hablaba de “cine kamikaze”. Una doble condición punzante, una resiliencia tenaz ante dificultades, amenazas y presiones externas y una concepción inflexible y exigentísima con la obra propia. Paradjanov, el más crítico de sus exégetas, abominó públicamente su obra anterior a Sombras de los ancestros olvidados (Tini zabutij predkiv, 1964) ─también conocida como Corceles de fuego o Caballos salvajes de fuego; los títulos varían a merced de la distribución internacional─, que, al contrario que Sayat Nova, fue bastante bien recibida por las autoridades soviéticas. Y lo cierto es que tras su abandono del canon de realismo más o menos oficial (que produjo academicismo, retórica vacía y la indiferencia de un cine lánguido) es fácil sentir que algo cambia en su obra. No es una cuestión de personalidad, creo, pues su obra anterior cuenta con elementos reconocibles aunque sea en estado embrionario, tanto como de la necesidad por sacar adelante proyectos ─le tomo la palabra a José Francisco─ «que debía realizar sí o sí». Algo especialmente relevante en un caso como el de Paradjanov, que tan acosado se vio por carencias de medios, intromisiones autoritarias, persecuciones y censuras. Su cabalgar es solitario. El suyo es un cine concebido como quien planea un gran incendio y se queda a contemplar cómo todo arde.
Sensibilidad y colorido prescindiendo del additurus, emoción desbordante, epifanía ─nunca mejor dicho─, hermetismo, ya que no en vano místico viene de lo arcano, lo misterioso. Y una paleta de tonos puros de restallante intensidad, ya que Paradjanov reverdece el cine soviético a partir de la misma imagen, permitiéndose el lujo de vencer con ella a una ideología adocenante y adocenada. En Sayat Nova el color se impone, domina, subyuga. Quizás por ello la censura soviética decidió rebautizarla (alterando y simplificando su montaje, de paso) como El color de la granada, título con el que se hizo famosa internacionalmente. Aunque esto sea poco, algo le debe el film a unos gobernantes que, como escribió uno de los primeros exégetas de la cinematografía rusa, «apagaron su cine como quien apaga una bombilla» (MacDonald, Dwight: El cine soviético, una historia y una elegía. Editorial Sur, 1956, Buenos Aires). Y es que la cromática no es la menos importante de las múltiples dialécticas que enardecen la película. Paseando por el Bois d’Amour, Gauguin incitaba al nabis Sérusier a pintar la evocación libre de un paisaje: unos árboles reflejados en el agua. «¿De qué color ve este árbol?», le pregunta al alumno improvisado. «Es verde. Pues ponga verde, el más bello de la paleta. ¿Y esta sombra? Más bien azul. Pues no tema pintarla tan azul como le sea posible». Una lección que Paradjanov tiene bien aprendida. Sayat Nova es inimaginable en blanco y negro (mientras que muchos filmes soviéticos de aquel momento, aún filmados en color, parecen hoy en blanco y negro). Ya no sería rojo el color de la granada.