Nuestro tiempo no vale gran cosa
No resulta fácil valorar correctamente una película como Trumbo: La lista negra de Hollywood (Trumbo; Jay Roach, 2015). Y no lo es, ciertamente, porque requiera de algún tipo de herramientas de análisis precisas, o porque proponga algún tipo de reto hermenéutico de altos vuelos. Antes bien, la paradoja que nos plantea es precisamente la contraria.
Imagínense sentados en uno de esos restaurantes de los polígonos empresariales de la periferia, quizá cerca de uno de esos edificios de cristal lleno de oficinistas que tienen dos horas obligatorias para comer y que se arremolinan a su alrededor. Le sirven el menú del día por un precio módico. Los platos no son brillantes, el pollo está ligeramente soso, las patatas son precocinadas y la tarta de queso no se ha terminado de descongelar. Pero no importa: usted tiene hambre, acaba saciado, cierra los ojos con un gesto de culpable satisfacción y puede seguir produciendo. Dos minutos después, al encender de nuevo el ordenador, ya ha olvidado la experiencia misma de haber comido. Trumbo es, sin duda, ese menú cinematográfico.
Ideológicamente, la película resulta insostenible prácticamente para cualquier espectador. El progresista se enfurecerá contra la simplificación de los dogmas y los axiomas que decoran su quehacer y sus conversaciones de carajillo. El conservador, al contrario, no comprenderá cómo se defiende con semejante desvergüenza a un enemigo del estado del bienestar. Los primeros diez minutos, hilvanados como un cursillo acelerado de comunismo light para dummies, funcionan como una estetización barata, casi adolescente, de lo que en esencia no deja de ser una fundamentación política totalitaria. Ese aspecto, hurtado al espectador sibilinamente, no paga peaje en la acidez desesperada que habíamos visto en las reuniones descabelladas de la última película de los Coen, con los sándwiches rancios de Marcuse y los submarinos épicos de la Madre Rusia. Trumbo quiere jugar en esa misma liga con la diferencia de que se toma en serio cada una de sus imágenes, o quizá finge hacerlo, o quizá las maquilla con el cuidado de aquel que decide fingirse emocionado ante la belleza de la libertad de expresión democrática.
Esta primera sombra tiene, a su vez, dos puntos ciegos en el discurso. El primero de ellos es que elide con una sospechosa y coqueta sonrisa la problemática de la seguridad nacional y de los mecanismos de autodefensa de cualquier sistema político frente a sus rivales más brutales. Sería interesante, por ejemplo, ver cómo trataríamos hoy la historia de diez cineastas que decidieran comenzar a hacer propaganda yihadista en los grandes estudios. Lo que me lleva al segundo punto ciego de Trumbo. La película entera está rodada como si las víctimas del comunismo mundial no hubieran existido nunca, como si lo realmente relevante fuera la lucha de un hombre que fue encarcelado, arruinado y finalmente reivindicado pese a sus veleidades ideológicas. Se pone tanto empeño en demostrar que su discurso es justo que, finalmente —me permitirán la carcajada godardiana—, se nos olvida que es justo un discurso. Como ocurre siempre con el arte cinematográfico, lo realmente relevante es la gestión del punto de vista: la fascinación ante una cierta lucha, una cierta resistencia.
De ahí que debamos volver al menú del restaurante de la periferia: Su mayor problema es, paradójicamente, su mayor virtud. Todo su aparataje formal es tan conservador y tan convencional que, simplemente, funciona. O funciona, al menos, para aquellos espectadores bienintencionados que se limitan a entrar a la sala sin pedir ningún tipo de explicaciones, sin esperar nada, sin creer en lo que van a contemplar. Trumbo expulsa rápidamente a los creyentes —cosa, por lo demás, normal en una película que no cree en sí misma en ningún momento—. En principio, resulta contradictorio que para reivindicar la figura de un pensador revolucionario se utilice una colección de recursos estéticos que hace ya décadas que huelen a puro rancio. Ustedes, por decirlo rápidamente, ya han visto esta película. Conocen cada una de las escenas, las curvas de transformación, los diálogos, los encuadres de cámara. Conocen la fotografía y la manera en la que se retratan lagos, oficinas, dormitorios. Conocen los gestos emocionados de los actores, saben lo que dirán en sus parlamentos. Por no faltar, no falta ni el carrusel final de títulos de crédito explicativos y fotografías reales de los protagonistas. Esta cinta podría ser perfectamente un nuevo Al encuentro de Mr. Banks (Saving Mr. Banks; John Lee Hancock; 2013), con la diferencia de que aquí Jay Roach ha decidido —lo que casi es de agradecer—, que tenga una estructuración narrativa estrictamente lineal. Por no haber, no hay ni flashbacks. Ni falta que hacen.
El menú del restaurante es el mismo que usted lleva comiendo desde hace décadas. Sus manos han envejecido sosteniendo esas mismas cucharas, esos tenedores, esa servilleta. Nuestros ojos, a su vez, han envejecido viendo —quizá sería mejor decir mirando— los eternos biopics hollywoodienses que compiten hacia los Oscar inculcándonos sólidas ideas sobre la superación personal, los mecanismos de auge-y-caída, los brillantes próceres del coaching antes del coaching. Y no podemos culparles: después de todo, nosotros hemos pagado esas entradas y hemos invertido voluntariamente todas esas horas en tragarnos kilómetros de celuloide prácticamente igual. Nuestro tiempo, ay, quizá no vale tanto. Trumbo lo sabe y, por lo menos, no aburre. No se hace urgente mirar el móvil en la sala, o tuitear 140 caracteres contra la cinta de Roach. Hace cómoda la butaca, digeribles las palomitas, se hace a sí misma olvidable sin el menor de los apuros. Es casi como si en cada secuencia, la película pidiera perdón por existir, por molestarnos con su engañifa torpe, con esa huchita del Domund con forma de Caza de Brujas que nos pone frente a las narices.
Nadie puede culpar a Trumbo por ser una mala película. Muy al contrario, se le puede culpar por no-ser, por no-ser nada en absoluto. Sería tan absurdo como culpar al periódico de todas las noticias vacías, a la pareja de todos los polvos pegados sin demasiada inspiración en la hora muerta del fin de semana, a Zara por vender toda esa ropa sin personalidad, todos esos trajes de caballero iguales bostezando en sus perchas.
Trumbo es el zara de los biopics, y la culpa no es suya. La culpa, en todo caso, es nuestra. En ningún otra película que haya visto últimamente se me ha repetido, fotograma a fotograma, que mi tiempo no valía gran cosa.