Nocturna 2016. Volumen 1

Sin identidad

30 de mayo de 2015. En el acto de cierre de la III edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Madrid, Nocturna, su creador José Luis Alemán anunció sorpresas para el próximo año. La primera de ellas, sin embargo, llegaría antes de lo previsto: treinta minutos después de su discurso un corte dio al traste con la proyección de Big Game (Jalmari Helander, 2014), encargada de clausurar el festival. Ante la imposibilidad técnica de reanudar la sesión, la organización pidió disculpas y, como compensación, invitó al público a asistir a un pase extraordinario de la película ganadora de aquella edición, Liza, the Fox-Fairy (Liza, a rókätundér, Károly Ujj Mészarós, 2015).

Un año después el festival ha vuelto a sufrir otro corte, no tan escandaloso, pero más dañino: el de su presupuesto. Sin duda, uno de los motivos por los cuales las sorpresas anunciadas han cedido el paso a sacrificios que atañen al formato del evento: menos sesiones de tarde, desaparición de secciones —incluido el calentamiento del Prenocturna— y reducción del número de invitados. Ahora bien, como en aquella proyección abortada, la organización ha sacado pecho y nos ha traído un mito del cine popular como John Landis (a propósito, cómo no, de Un hombre lobo americano en Londres [An American Werewolf in London, 1981]); ha mantenido las secciones medulares del festival —Oficial Fantástico, Dark Visions y Madness— así como el imponente marco del cine Palafox; y ha vuelto a dar la campanada con una clausura del nivel de las primeras ediciones: nada menos que la premiere mundial de Expediente Warren: El Caso de Enfield (The Conjuring 2, 2016), un rotundo éxito si tenemos en cuenta el solapamiento con una final de Champions entre dos equipos madrileños, la cual paralizó la ciudad pero no a unos aficionados ansiosos por ver el regreso de James Wan al terror.

Estos bandazos entre precariedad y grandeza dibujan la idiosincrasia del aún joven festival, aquejado de problemas e inconsistencias que no cabe achacar exclusivamente a la financiación. Aun pasando por alto los fallos de comunicación y de atención a la prensa —a fin de cuentas secundaria en un evento cuyo protagonista es y debe ser el público general—, un vistazo a la programación de cualquiera de las ediciones basta para apreciar la cohabitación de modelos contradictorios en su seno.

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Por un lado, una postración ante hitos del género que reserva a los reestrenos de clásicos las mejores sesiones, desvía buena parte del presupuesto a homenajes e invitados de postín —un mal generalizado en el circuito de festivales— e incita al lustre ceremonial vía actividades como la inauguración de la figura de Paul Naschy en el Museo de Cera. Por otro, la búsqueda de una identidad propia que pasa por todo lo contrario, es decir, por la superación de tales referentes y la asunción de riesgos en la selección de trabajos. En este último aspecto no cabe achacar conservadurismo a los programadores de Nocturna, a diferencia de su público, que parece contentarse con dignas pero limitadas recuperaciones del sello Filmax como Summer Camp (Alberto Marini, 2015) o inofensivas comedias de terror de sesión golfa; o de sus jurados, que en los años recientes han ignorado la mayoría de las propuestas de la sección oficial para colmar de premios a producciones afines al canon de respetabilidad que manda la coyuntura.

Dicho esto, que el festival no haya podido concitar actitudes más entusiastas hacia sus aventuras programáticas retrata determinado estado de la cinefilia, sí, pero también un atrevimiento sin rumbo que, atendiendo a la calidad de los títulos presentados, cuesta diferenciar de la mera desidia o falta de criterio. La excesiva confianza en indicadores superficiales (premios, parrillas de otros festivales, nombres conocidos delante o detrás de las cámaras, etc.) frente a una reflexión profunda sobre el estado del género ha revelado, paradójicamente, un cuadro sintomático de éste cuya fase más aguda —una preocupante falta de oficio en las realizaciones, muchas de ellas adscritas a entornos de producción indie— analizaremos en la próxima entrega. Por ahora recorreremos una de las posibles rutas de libertad e irrelevancia que ofreció Nocturna 2016.

Fantasías virtuales, realidades huecas

La clausura con el matrimonio Warren (de la que daremos cuenta en texto aparte) hizo perder de vista una inauguración acaso no tan contundente, pero sí diáfana como declaración de intenciones del festival. The Hollow Point (2016) ya se había proyectado en la apertura del FANT Bilbao menos de un mes antes, y tampoco es la película de Gonzalo López-Gallego que más provecho saca a los esquemas de género —tal honor corresponde a la reivindicable Apolo 18 (Apollo 18, 2011); sin embargo, es la más impredecible y menos prestigiable de su filmografía de arreglo a modas cinéfilas. Al contrario, el madrileño juega a su antojo con los tropos del neowestern de frontera en que ha cristalizado la realidad criminal del tráfico de todo tipo entre EE.UU. y México, sin preocuparse de dejar marca en un subgénero acaso evanescente con los años. En su alternancia de registros cómicos y dramáticos su montaje se acerca a la prosa libre, provocando un ritmo irregular que aboca a la lectura de cada escena como microrrelato, en perjuicio de una expresión de conjunto de la negrura moral que las preside. Las rocosas y caricaturescas interpretaciones de Ian McShane y Patrick Wilson ahuyentan la indiferencia que planea sobre toda fiesta, y junto a la generosa violencia en pantalla hacen preguntarse qué hubiera ocurrido de haberlas llevado  López-Gallego a parajes más ominosos como los de su El rey de la montaña (2007). Como apuntábamos arriba, una duda extensible al festival que nos esperaba.

En la misma línea de experimentación bajo radar (artístico, comercial, de género), Cold Moon (Griff Furst, 2016) podría devenir retrato de Dorian Gray de Nocturna en un futuro próximo: publicitada por su relación indirecta con un hito comercial del fantástico a falta de otras credenciales —se basa en la novela Cold Moon Over Babylon (1980) de Michael McDowell, el guionista de Bitelchús (Beetlejuice, Tim Burton, 1988)—, exhibida en calidad de premiere mundial con más pompa de la aconsejable por sus méritos, es una alocada trasposición del bagaje en productos SyFy de Furst a un continente en apariencia más respetable, pero al borde de colapsar en cualquier momento entre sonrisas y aplausos. Lo que a priori pasaría por un relato criminal con fantasmas acaba, giros de guion y desaparición de protagonistas mediante, en relato fantasmal con criminales. No hablamos de hibridación, sino de verdadero desplazamiento en el que personajes y abultados segmentos de la trama pierden peso en favor de otros que un libreto convencional relegaría a un rol secundario. Técnicamente superior a lo esperable, su fotografía y diseño de producción hacen del pueblo de Florida donde transcurre la acción un campo de pruebas, en el cual espectros y psicópatas miden fuerzas según una lógica interna ajena a las premisas narrativas de partida. Con esos mimbres Furst podría haber jugado a David Lynch arriesgando más en la puesta en escena; su gran logro es comprender que lo importante, a veces, es simplemente jugar.

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Para asumir riesgos ya se presentó Polder (Julian M. Grünthal y Samuel Schwarz, 2015), que a falta del respaldo de crítica y público se tuvo que conformar con ganar todos los premios de la sección oficial. ¿Merecidos? Uno no esperaría encontrarse detrás de su fachada experimental tamaña confusión en lo referido a la ontología de la imagen. Sus autores parecen convencidos de que la justificación literaria de los distintos niveles de realidad (física y virtual) presentes en la historia les exime del rigor en lo cinematográfico. Un tratamiento de la imagen tan histérico como vacilante, cuyo montaje ahoga bellas composiciones entre otras menos inspiradas a modo de collage conceptual, camufla un discurso reaccionario sobre la tecnología, la cultura pop y las autoficciones que generan los entornos virtuales. Esta visión, legítima en cualquier caso, no halla refrendo hasta la media hora final, en la que la violencia desatada urge a la puesta en escena a zafarse de sus hechuras posmodernas; compárese con la progresión inversa, de lo violento a lo abstracto, del nítido discurso de Sion Sono sobre la virtualidad en Tag (2015). El perturbador plano final llega tarde para las deserciones del público, mentales o de la sala, pero apunta en una dirección a perseverar, tanto para sus directores como para un Nocturna que solo necesita sumar el acierto a su valentía a la hora de programar.

De hecho, si un cineasta ha demostrado que ese Nocturna es posible es Scott Schirmer. El festival apostó por él proyectando en 2014 la espléndida Found, una armonización de las constantes del slasher de los 80 con la corriente contemporánea de películas sobre el coming of age y las contradicciones que comporta el salto a la madurez. Schirmer entiende el horror como una apertura imprevisible de las posibilidades de un relato, algo que vuelve a demostrar en una Harvest Lake (2016) tan inclasificable que despistadamente la organización la ha ubicado en la sección Madness, al lado de las comedias de terror y otros títulos festivos sin pretensiones. Pero hubo pocos autores tan serios como Schirmer en esta edición. En un primer acercamiento el film establece un vínculo entre pulsiones sexuales y aberraciones biológicas que remite al Cronenberg temprano, explicitadas en engendros de látex y fluidos diversos. Pero no hay nada enfermizo en Harvest Lake. Su desarrollo rehúye tanto la intelectualización como las lecturas morales, entroncando, más bien, con la liberación de códigos expresivos a la que aspiran trabajos coetáneos como Spring (Justin Benson y Aaron Moorhead, 2014) o Demon (Marcin Wrona, 2015). Schirmer deja sin resolver notables escenas de tensión porque su fin no es entretener al espectador, sino usar la puesta en escena para crear un espacio fantastique que conjugue la vulnerabilidad de los personajes en el entorno natural con una sexualidad explicitada sin complejos. Si la ruptura del orden consensuado, la caída de máscaras psicológicas o el sexo como gozoso extrañamiento de nuestros constructos racionales son cuestiones para tomarse a broma, quizá Schirmer tenga que buscarse otras audiencias más receptivas a la heterodoxia… o, como debiera ser, que Nocturna lo haga por él.

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Más allá de los buenos deseos, quien tenga memoria de ediciones previas más que asociar el festival a heroicos mecenazgos lo hará a los subproductos direct-to-DVD y VOD que proliferaron en los 2000, caracterizados por una pobre factura y, en ocasiones, extravagantes variaciones de clichés genéricos a las que artesanos de la chatarra como Steven C. Miller o David Morlet conseguían dotar de alma o, al menos, de dignidad. Wind Walkers (Russell Friedenberg, 2015) no tiene ni la una ni la otra, y solo cuando somos conscientes de ello su visionado se puede vadear. Sería cruel a la par que esclarecedor comparar su aproximación a los mitos algonquinos con la de Wendigo (Larry Fessenden, 2001), atmosférica proyección lovecraftiana de una descomposición familiar. Porque en esta nueva era en que lo alimenticio se disfraza con formas respetables, culteranas, la virtud de Wind Walkers no pasa por guardarlas, sino por hacerlas pedazos vía realización rayana en lo amateur, efectos visuales demodé propios de los 90 y un guion que a mitad de metraje abandona la pose antropológica para abrazar un sentido lúdico, el único con cabida en sus pobres hechuras. Próxima en modestia, por suerte no en resultados, es The Dead Room (Jason Stutter, 2015), una (esta sí) digna pieza de cámara ambientada en un único escenario. Las peripecias de unos investigadores de lo paranormal en una casa encantada entroncan con la reciente tendencia manierista del género, donde se dejan de lado las connotaciones dramáticas a favor de un uso efectivo y efectista de sus tropos. Acaso sabedor de sus limitaciones, Stutter renuncia a la sofisticación de títulos mayores como Insidious (James Wan, 2010) para acercarse a las metas de entretenimiento de Poltergeist (Gil Kenan, 2015) con pinceladas propias de imaginería macabra. La película sale beneficiada de una corta duración que evita que su sugestiva premisa —una singular habitación a prueba de fantasmas— derive hacia aguas solo aptas para navegantes con la ironía y la desvergüenza de un Marcus Nispel (Exeter, 2015).

Y si estos dos films de la sección Panorama son representativos de la corriente underground que atraviesa Nocturna desde sus inicios, Estirpe (Adrian López, 2016) lo es de la superficie del audiovisual patrio. Se trata de una propuesta low cost con una interesante reflexión en su seno en torno a las esencias e imposturas de la creación y el consumo cultural. El relato se estructura en tres niveles de narración alrededor de un enigmático personaje central (que no protagonista), opacado por su autoría de un cómic de culto y las reacciones culturales e intereses económicos que suscita, representados estos por el continuo desfile de figuras de la primera línea de la alternativa cultural de este país, con el cineasta Nacho Vigalondo al frente. En su sencillez formal Estirpe gana cuando se acerca a Juan Cavestany —la cumbre, una gloriosa escena protagonizada por Sergio Peris-Mencheta— y pierde con cada guiño cómplice a amigos y celebrities de red social, los cuales, irónicamente, acaban por sumir a la película en un ruido similar al que soporta el autor del tebeo en la ficción. López impone a su trabajo la misma fecha de caducidad que la actual escena cool de la cultura patria, la cual más temprano que tarde será barrida por la que venga, o por esa implacable realidad de cuya negación solo puede salir mal cine y peor fantástico.