Expediente Warren: El caso Enfield, de James Wan

1. La forma

¿Qué es un autor? Un criterio para medir tal condición podría ser la capacidad de hacer una aportación significativa al zeitgeist del tiempo que a uno le ha tocado vivir. Si nos referimos al terror contemporáneo, no hay ningún otro director que haya hecho tanto por conformar dicho zeitgeist como James Wan: Oculus (2013) y Hush (2015) de Mike Flanagan, La bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015), It Follows (David Robert Mitchell, 2014), The Babadook (Jennifer Kent, 2014); además de innumerables títulos de repercusión festivalera como The House on Pine Street (Aaron & Austin Keeling, 2015), We Are Still Here (Ted Geoghegan, 2015), The Drownsman (Chad Archibald, 2014)… todas ellas, con mejor o peor fortuna, participan del proceso de estilización formal en el género abierto por Insidious (2010) y Expediente Warren: The Conjuring (The Conjuring, 2013).

Estas películas de Wan privilegiaban lo sensorial sobre lo narrativo, la abstracción sobre la representación: el terror está en la forma, nos decían sus encuadres con gran angular; su concepción teatral a la par que pictórica de los decorados; sus travellings vertiginosos; su montaje armónico, puntuado por imágenes tan perturbadoras como precisas. En The Conjuring el director llevó estos principios hasta sus últimas consecuencias liberando de las convenciones de su guion una macabra sinfonía visual, tan intensa que generó un spin-off (Annabelle, John R. Leonetti, 2014) obedeciendo, además de la lógica comercial, la propia demanda de una ficción expansiva.

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Ante la crisis del relato literario que, nos dicen, está solventando la televisión, estas obras exhiben músculo cinematográfico como relatos de sensaciones, independientes de una narrativa que las conecte a nuestro mundo. Cuando el horror se hace imágenes, el público enmudece; cuando las imágenes se hacen horror, grita. The Conjuring hizo gritar a miles de espectadores en todo el mundo.

2. La materia

¿Y si autor fuera aquel que no destaca por nadar a favor del consenso de su época, sino por contrariarlo, abriendo surcos con su obra en el tejido de percepciones colectivas de nuestro mundo? Paradójicamente, James Wan también encajaría en esta definición. Porque mientras los demás se afanan en depurar la estética a partir de las bases asentadas por él, Expediente Warren: El caso Enfield (The Conjuring 2, 2016) introduce un giro copernicano en su discurso: las formas son (siempre han sido) materia.

Dicha materia se fundamenta en la violencia que la primera escena imprime al resto de la cinta. Wan narra los asesinatos que la abren a través de su recreación subjetiva por otro personaje, lo que le permite hurtar toda espectacularidad —no hay cabezas explotando ni cuerpos que se derrumben desmadejados— y mostrarnos únicamente sus consecuencias: personas que en un solo frame devienen masas inertes de cualquier archivo policial. A diferencia de los protagonistas de Insidious, Lorraine Warren no se ve golpeada por espectros de otra dimensión, sino por una corrupción inextricable de la nuestra cuya revelación no es capaz de asimilar. Esta contradicción entre la experiencia humana y una realidad envilecida que subyace a la misma, clave de esta entrega y ausente en la anterior The Conjuring —donde la estética Wan de lo sobrenatural desbordaba un escenario dramáticamente endeble—, va a resolverse igualmente en el plano formal.

La escena de apertura no es el prólogo de un baño de sangre, sino su sinécdoque: en el metraje subsiguiente la violencia salta del enunciado a la puesta en escena. Pese a los rasgos continuistas respecto a su predecesora, en El caso Enfield nos encontramos un uso aún más agresivo del travelling, con recorridos injustificados narrativa o siquiera escénicamente, al no subordinarse siempre a golpes de efecto; falsas transiciones que dislocan el tempo interno, prolongando secuencias que el espectador daba por concluidas; o encuadres trémulos que, antes que el dinamismo de cámara flotante del cine de Abrams o las series de TV actuales, connotan precariedad en los espacios que habitan los personajes. Estos parecen aislados por una profundidad de campo que relativiza su importancia en el plano, representativa de un entorno que no controlan.

¿Qué aporta esta abstracción y manipulación de la imagen al borde de lo caprichoso? ¿Acaso no seguimos en el sempiterno esquema de asedio de lo sobrenatural a una normalidad encarnada por los personajes? Antes de seguir veamos qué parece entender James Wan por normalidad.

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La película introduce el Londres de los 70 con un recorrido rápido por sus tópicos: Camden Town, las protestas sindicales, el Big Ben, el Tower Bridge, las cabinas telefónicas, la emergencia del punk, The Queen… Es obvio que Wan solo utiliza la ciudad como marco, sin pretensión de indagar seriamente en la idiosincrasia londinense. No le corresponde a él, ni a nosotros, vivir ese tiempo ni ese lugar. Sí a Janet (Madison Wolfe), y con gran intensidad. La cámara de Wan enlaza bellamente un grupo de chicas a su salida del instituto, cruzándose a la carrera con compañeros y viandantes curiosos o molestos por su ímpetu infantil, con una conversación serena de Janet y su amiga, más madura dentro del contexto adolescente, acerca de tabúes desafiados o por desafiar —cómo no, abortada por la ridícula intervención de un adulto. Los movimientos y los cambios de tono dentro de la misma secuencia, todos relacionados con vidas en exultante desarrollo, galvanizan lo que era un imaginario turístico de estampas de found footage en un espacio vital tan legítimo y complejo como el nuestro.

Wan observa a la familia de Janet con la distancia justa, spielbergiana, entre el respeto y el sentido de la maravilla con el que pocos saben aproximarse a lo mundano. Una breve escena le basta para presentar el drama de una madre divorciada de la working class de los suburbios tratando de sacar adelante a sus cuatro hijos, quienes alborotan el cuadro con su entrada en la casa a la vuelta de las clases —imposible mantener un sencillo plano/contraplano entre Janet y su madre— sin necesidad de intervención fantasmal. No se trata de carnaza a punto de ser victimizada para regocijo de los fans del género, sino de vidas autónomas de las que emanan imágenes propias, capaces de sostener su relato sin los Warren durante la mitad del metraje.

La normalidad, por tanto, no es un frágil statu quo sometido al dictado de lo real, sino una categoría de la existencia susceptible de generar un rico caudal expresivo por sí misma. Los demonios de James Wan —significativa la distinción que hace respecto de los fantasmas, a fin de cuentas almas dignas de compasión— no vienen a ponerla en cuestión en sus términos dramáticos, o a prueba en los morales; son parte inmanente e innegociable de la misma realidad. Desde la perspectiva del ser humano, una fatalidad que se cierne al margen sus cuitas, superficiales o trascendentales: una fuga de agua en una lavadora es una pequeña miseria del día a día; si la precede un plano cenital, un signo ominoso.

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La inconsecuencia de la puesta en escena respecto de la cotidianidad de los Hodgson de este fragmento aleja la idea de choque entre lo mundano y lo oculto —trasladable a tropos visuales inteligibles— y sugiere su coexistencia en un único plano material, sin dicotomías cuerpo-espíritu. Mientras que en The Conjuring las formas Wan eran finalistas —subordinadas al propósito, cumplido con éxito, de aterrorizar al respetable—, en El caso Enfield parecen derivar de un orden cosmogónico indescifrable.

¿Nos hallamos, pues, ante una concepción nihilista, lovecraftiana, del universo? ¿Es el ser humano un mero accidente de la materia del cosmos, ajeno este a sus valores y deseos? Quizá. Pero aun suponiendo que la vida sea una representación, James Wan parece interesado en aquello que distingue el proscenio frente a la oscuridad que se extiende más allá.

3. La luz

Una de las escenas de El caso Enfield que quedarán para la historia del género atañe a Ed Warren, nítidamente enfocado en primer plano, conversando con un ente cuya manifestación se muestra, por el contrario, en un desenfoque sostenido al fondo del encuadre. Wan funde así lo humano y lo sobrenatural en esa única realidad material a la que aludíamos, y los relaciona a través de un concepto central: la conciencia.

¿Y si el articulado formal de la película, esa diégesis de la violencia autónoma e indomable, fuera algo más que un artefacto del director? ¿Y si representara una manera de percibir el mundo al alcance de unos pocos? Tal es la carga que soporta el matrimonio Warren, apreciable incluso en las escenas en apariencia más inocuas. Por ejemplo, en un diálogo mientras desayunan —hablan, irónicamente, de la conveniencia de retirarse o no como investigadores de lo paranormal—, la luz soleada de la mañana inunda sus rostros, en contraste con el umbral sombrío de una puerta a la izquierda del plano. De la penumbra surge una figura inquietante… que resulta ser su hija, la cual besa a sus padres y les da los buenos días. La irrupción de formas amenazantes en una escena familiar refleja una hiperconciencia de los personajes más allá de lo fenomenológico. Cada anomalía en el encuadre, cada giro de cámara inesperado revela que el campo de batalla de los Warren no se limita a seres de ultratumba: continuamente perciben una realidad compleja, con potencialidades imposibles de racionalizar o de ignorar, de estratos interconectados y contradictorios con los anhelos de cotidianidad de una familia normal.

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Wan renuncia al impacto de The Conjuring, un desembarco a los sentidos sin apenas intermediación, para elevar el nivel de drama por encima del manido enfrentamiento del Bien contra el Mal y abordar así el verdadero tema de El caso Enfield: la agencialidad del ser humano frente al sufrimiento. Para Janet y los Warren su percepción profunda de la realidad acarrea el deber de ayudar a soportar sus embates a aquellos que no son capaces de asimilarla; las referencias al credo católico, más afines a la catequizadora Líbranos del mal (Deliver Us From Evil, Scott Derrickson, 2014) que a la subversiva El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), trascienden de esta manera el apunte biográfico sobre los individuos reales en que se basa el guion de los hermanos Chad y Carey Hayes.

Ahora bien, la religión en El Caso Enfield no actúa de correa de transmisión entre el creyente y el mandato divino —Dios sigue tan ausente que Ed Warren ha de hablar en su nombre—, ni tampoco predica aquella resignación cristiana que encendía a Nietzsche. Su papel es el de legitimación moral de actos libres de amor y resistencia nacidos de una conciencia superior del mundo. Un amor que tampoco brota de la convicción religiosa o de una filosofía existencial articulada, ya que para Wan tiene la misma naturaleza que el que profesamos a nuestros seres queridos. De ahí que integre la tremenda química entre Vera Farmiga y Patrick Wilson en las composiciones incluso cuando no están solos, como si las imágenes solipsistas, exclusivas, de las parejas de Todd Haynes o Wong Kar-Wai se abrieran a una humanidad necesitada de ellas. Escenas como en la que Ed interpreta una canción de Elvis ante Lorraine y la familia Hodgson —otra cima de la película— despliegan por breves instantes este lenguaje empático, sustanciado en planos estáticos, elegantes desplazamientos y tempo pausado, frente al de la hiperrealidad que predomina en el resto de la cinta, de formas violentas y cercanas a la abstracción, a ese vacío existencial que alumbra toda clase de espantos.

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El reto de los Warren es conciliar su felicidad conyugal con una práctica ética que la da sentido al tiempo que la amenaza. En una escena que remite a El incidente (The Happening, M. Night Shyamalan, 2008) la pareja habla a través de una puerta que les separa, aislamiento acentuado por planos alternos de sus rostros en los que el muro que se interpone entre ellos ocupa la mitad de cada encuadre. Afuera, Lorraine. Adentro, Ed y el vórtice del horror que han traído de Connecticut, asolando una vida que merece ser amada. No hay nada que decidir.

4. «Shall I stay?»

La cámara, o quizá un ente al acecho, recorre la solitaria cocina y espía a través de un cristal el patio trasero de los Hodgson. Sentadas en los columpios que la pasada noche se balanceaban solos, Lorraine trata de confortar a Janet, acosada por espíritus y demonios. Poco antes de transmitir la amenaza de estos a la médium, la joven le confiesa su desesperación porque “intentan hacerme sentir que no soy normal”. En un diálogo paralelo de la misma secuencia, la familia de Janet se lamenta a Ed de que su problema “no es justo”.

A lo largo de su carrera James Wan siempre ha tenido claro que el terror no es un mero conflicto a resolver por los personajes, sino un asalto sensorial a los límites del ser humano. En contraste con el ideal estadounidense del self-made man, en sus películas la comprensión y superación de dichos límites solo está al alcance de unos pocos, desde el Lawrence Gordon capaz de serrarse una pierna para escapar de Jigsaw en Saw  (2001) a la demonóloga aguerrida ¡en la vida y en la muerte! Elise Reiner de la serie Insidious, pasando por el Nick Hume a la caza de los criminales que han matado a su hijo en Sentencia de Muerte (Death Sentence, 2007). Por primera vez en su filmografía, El caso Enfield sublima esta singularidad en un modelo de héroe que ha aparecido en contadas ocasiones en el cine de las últimas décadas.

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Hablamos de la Nausicaä de Hayao Miyazaki (Nausicaä del Valle del Viento  [Kaze no tani no Naushika, 1984]), la Story de M. Night Shyamalan (La joven del agua  [Lady in the Water, 2006]) o el Lincoln de Steven Spielberg (Lincoln, 2012). Personajes que integran su conciencia privilegiada de la realidad (ecológica, mágica, histórica) y una profunda empatía por el ser humano en un imperativo categórico, el cual guía tanto sus actos como las imágenes que los expresan: estéticas tan bellas como la ética que secundan, tan audaces como el amor sin fronteras, extramuros de la mezquindad que confina nuestro presente e incluso del cinismo agustiniano que lo reservaba a Dios.

Uno de los últimos diálogos de la cinta nos muestra a Janet entre Ed y Lorraine, alegre y fuerte después de superar la ordalía demoníaca. Su centralidad y el juego de miradas entre los tres —reforzado por la alternancia de travellings laterales en sentidos opuestos, como si el afecto se definiera por la necesidad permanente de reencuadre hacia el otro— la postulan como relevo generacional de una ética de comprensión y alivio del sufrimiento, a cifrar por la colección de expedientes y objetos encantados que deje atrás.

El dolor que hermana a la humanidad llama asimismo a un amor universal cuya expresión es indistinguible del que se profesa el matrimonio Warren. James Wan así lo entiende, y lo celebra con nosotros con un baile de Ed y Lorraine. Bañados en pálida luz de invierno, sin más sombras que las que esculpen la sonrisa en sus rostros, la cámara acompasa sus movimientos al son, nuevamente, del Can’t Help Falling In Love de Elvis, y registra en sus miradas una felicidad inapelable: ellos quieren quedarse, y por eso El caso Enfield no es otra cosa que una historia de amor.