El cromosoma coreano y otras identidades
Para algunos habrá sido el año de las lesbianas coreanas, para otros el de la peli de la chica caníbal, para muchos el del tren de los zombis y para los menos el de las pelis premiadas, la de los pedos y la chunga de las modelos. Pero para todos habrá sido otro gran festival de Sitges, con sus más y sus menos. Sus (pocas) decepciones, sus (muchas) sorpresas y los encuentros con amigos y conocidos, algunos de carne y hueso y los más al otro lado de la pantalla. Para mi ha sido todo lo que sigue.
El cromosoma coreano
No ha sido, ni mucho menos, el primer año en el que han destacado producciones coreanas. Sin embargo este año el desembarco ha sido mayúsculo, con diversas obras que prueban sobradamente la capacidad cinematográfica, técnica y industrial. de aquel país. Obras vibrantes que comparten una suerte de genoma común, un genoma que determina el largo metraje, la mezcla de comedia y terror, o de melodrama y comedia, la probabilidad de que el héroe (o antihéroe) muera en el último plano y la certeza de que se va a verter sangre y se va a beber mucha cerveza.
Siempre siguiendo tales normas cromosómicas destacaron, a nivel de popularidad, la vibrante Train to Busan (Busanhaeng, Sang-ho Yeon, 2016) y la artificiosa The Handmaiden (Ah-ga-ssi, Park Chan-Wook, 2016). La primera, una cinta de zombis en la que un grupo de viajeros huye en un tren bala, recurre a diversos tópicos del género, desde las confrontaciones entre supervivientes a los pasajes más arriesgados entre los infectados, de la incertidumbre respecto a lo que nos espera al doblar la esquina (o cambiar de vagón) y al destino final. Train to Busan es enérgica y luce un par de secuencias memorables: el rescate de unos compañeros aislados en el otro extremo del tren (viaje que requiere fuerza, pericia e ingenio) y la persecución en masa por un grupo de zombis que se alían para formar un puente con el que alcanzar la plataforma del tren en marcha. Hay, sin embargo, una sensación de deja vu y exceso de melodramatismo en el tramo final, (¡ay, el cromosoma coreano!) que evitan redondear la propuesta. The Handmaiden, por su parte, es la brillantísima propuesta de Park Chan Wook, un duelo entre dos mujeres en un contexto físico ostentoso (la mansión a dos estilos de un nuevo rico coreano que pretende estar a bien con los invasores japoneses) y en un contexto emocional de alto voltaje erótico. Chan Wook elabora un thriller sofisticado y con una factura artística impecable. En su caso, sin embargo, falta sentir la chispa y el fuego de una relación ardiente. Si bien las lecturas de Sade tienen contenido sexual explicito, la cámara, los decorados y el vestuario nos acercan más al goce estético que al erótico. Como si el director nos acercara más a las emociones por la vía del dolor que la del placer, antes de alcanzar la conclusión, introduce una inesperada secuencia de tortura (el genoma, de nuevo) que rompe con la línea de goce corporal.
Algo semejante sucedería con The Tiger, an Old Hunter’s Tale (Daeho, Hoon-jung Park, 2016). Cinta espectacular, rodada brillantemente en escenarios naturales, narra la historia de un viejo cazador del Monte Jirisan que se niega a colaborar en el plan del ejército invasor japonés para exterminar los tigres, símbolo de la resistencia coreana. The Tiger es plásticamente admirable, emocionante y luce una potencia visual envidiable. Tanto narra con claridad la historia del cazador (un pariente de Dersu Uzala, al que su ropa y porte recuerdan claramente) en diversos tiempos del relato, como las escenas de caza y las matanzas que causa la inmensa fiera, más que un tiburón, una suerte de Moby Dick, bestia y reflejo de la animalidad humana. Sin embargo, este tigre también padece las consecuencias de su genotipo y, en el último tercio de su larga duración, se acumula el exceso de melo, tragedia y sangre que traicionan la previa serenidad y la hacen excesivamente efectista. Una bella fábula que pasó inadecuadamente inadvertida.
Y el peso del cromosoma, duración, sadismo y tragedia desbordada incluidas, también afectaba dos propuestas más modestas pero de alta calidad. Tunnel (Teo-neol, Kim Seong-hun, 2016) es una cinta semejante a El gran carnaval (Ace in the Hole, Billy Wilder, 1951), con un hombre atrapado en su vehículo por el colapso de un túnel mal construido, en lugar del minero. No se centra tanto como Wilder lo hacía en la denuncia de la falta de escrúpulos de periodistas y políticos pero si se permite varias andanadas cómicas contra el gobierno y los media (la masiva búsqueda con drones que chocan entre sí, la forzada fotografía de la mujer de la víctima con la primer ministro, la declaración final). Mantiene el interés durante todo el metraje (recuerden, el prota puede morir en el último plano) y elabora una relación de amistad a distancia entre la víctima y el responsable del rescate, de manera creíble e incluso cálida. Una calidez que se extiende progresivamente a lo largo del metraje de Karaoke Crazies (íd., Kim Sang–chan, 2016), una cinta que oscila del drama a la comedia y viceversa, que se toma su tiempo para observar a un grupo de tristes que (literalmente) habita en un karaoke de varias salas y que es un refugio de todos ellos. Una obra que luce la increíble capacidad de los directores coreanos de mezclar en una misma escena drama y humor, terror y calidez, cotidiano y absurdo. Una obra alegre y triste, tímida y embravecida, como sus personajes, como la vida misma.
He dejado para el final las que para mi fueron las mejores propuestas, de estilo bien diferente pero que cumplen perfectamente con las características del cromosoma coreano.
El extraño (The Wailing/Goksung, Na Hong-jin, 2016) es una fascinante incursión en el fantástico a partir del thriller. Arranca como una variante de Crónica de un asesino en serie (Memories of Murder, Joon-ho B, 2003) con una serie de asesinatos salvajes en una pequeña ciudad rural. En este caso los autores, encontrados junto a los cadáveres de sus víctimas, son amigos o familia de las mismas y aparentan no recordar lo sucedido. El policía que sigue el caso se verá arrastrado de modo imperceptible al principio, inevitable después, hacia una situación de locura y terror que culmina abiertamente en el terreno de lo sobrenatural. El choque entre lo racional y lo fantástico constituye el eje del film y su mayor mérito. El conflicto se expresa claramente en la oposición entre el policía desbordado por la situación, que trata de hacer justicia (legal o ilegamente) y la opción de la abuela que opta por organizar una sesión de exorcismo con un chamán. El final de la cinta, vapuleado por algunos medios en Cannes y también aquí, es a mi modo de ver absolutamente coherente y el montaje, deslavazado, incluso un punto contradictorio, cuadra a la perfección con la aparición de lo Sobrenatural.
Ambientada en la Corea de entreguerras, ocupada por los japoneses, como The Tiger o The Handmaiden, The Age of Shadows (Kim Jee-won, 2016) no es menos atractiva aunque sus primeras secuencias parezcan primar la grandiosidad, a nivel de producción (hay una exagerada voluntad de lucir decorados) y a nivel épico (hay una exagerada voluntad de lucir patriotismo, como sucedía en The Tiger). No obstante, una vez se define quién es el auténtico protagonista de la cinta se desarrolla una narración densa, rica en matices en lo que respecta al personaje principal (un arribista que deja de ser patriota para pasar a traidor y, posteriormente, un doble agente de la resistencia antijaponesa) y a la trama de espionaje. Elegante como The Handmaiden, muy medida en su larga duración y en los vaivenes dramáticos, luce dos secuencias hitchcockianas. Una, el sabotaje en la fiesta japonesa (lleno de travellings, picados, panorámicas y montado al ritmo del Bolero de Ravel) con un punto Malditos bastardos (Inglorious Basterds, Quentin Tarantino, 2009). Otra, la secuencia del tren, en la que la habilidad del director alcanza un punto álgido, con las idas y venidas entre los vagones de primera y tercera de policías y resistentes, jugando al gato y al ratón, hasta el clímax en el vagón restaurante. Una obra ejemplar de la que se puede admirar la capacidad de integrar los fastos formales en la acción y el placer de narrar que exuda en cada secuencia.
La identidad persa
Y si Corea tiene su código genético, Irán no le va a la zaga. Más allá de las obras poéticas y severas de Kiarostami, la saga Makhmalbaf o Panahi, Sitges nos permitió ver un par de joyas del fantástico en ediciones previas, Cat and Fish (Mahi ma gorbeh, Shahram Mokri, 2013) y Una chica vuelve sola a casa de noche (A Girl Walks Home Alone at Night, Ana Lily Amirpour, 2014), obras que parten de la cotidianeidad (o del noir, en el segundo caso) para sumergirse en el fantástico y que recurren a la estructura narrativa de Scherezade para introducir una trama dentro de otra. Ahora Irán nos ha traído dos de las mejores cintas del festival.
Under the Shadow (Babak Anvari, 2016) fue alabada y comparada con The Babadook (íd., Jennifer Kent, 2014). La peripecia de madre e hija, aisladas en un edificio de apartamentos de Teherán durante los bombardeos irakíes y la irrupción del fantástico en la escalera de vecinos sacudió los ánimos de los espectadores más valientes. La sutil combinación de elementos propios del cine de guerra (las sirenas, el sonido de los misiles, los cortes de luz, la reclusión a oscuras en refugios antiaéreos) con los propios del género de terror (las frases pronunciadas por un niño aparentemente mudo, la desaparición inexplicable de la muñeca, las llamadas telefónicas amenazantes, la grieta en el techo que da paso a otra dimensión…) da lugar a una combinación potente. Si a ello añadimos las amenazas locales (la sharia que impone el velo, el bloqueo a la carrera universitaria de una mujer, los controles de los guardianes de la revolución, los prejuicios machistas), el resultado es el aislamiento absoluto de la protagonista en un entorno hostil. Por ello Under the Shadow, con sus djinn y fantasmas, se revela además como un alegato metafórico contra una sociedad opresiva.
Y si The Wailing sufría críticas por deslavazada y confusa algo así podía suceder con A Dragon Arrives! (Mani Haghighi, 2016), otra de las cintas más destacables del festival. La originalidad en este caso se basa en el montaje, combinando una trama que se desarrolla en tres tiempos distintos y que obliga al espectador a seguir las pistas que el director facilita… o esconde. En este caso la historia se nos presenta, inicialmente, desde el punto de vista de un policía que investiga un asesinato, tal vez político, en una isla del Pérsico, en una zona desierta en la que un enorme barco reposa, en medio de la arena, frente a un cementerio. Alertado por un terremoto, el policía huye pero regresa con un geólogo y un sonidista para investigar el suceso aunque, como era de esperar lo que descubren será otra cosa. Mezclado con esta trama el director combina las escenas de interrogación a las que los tres personajes son sometidos por la policía política y diversas entrevistas del (supuesto) equipo de rodaje (con el director de la película a la cabeza) a testimonios y familiares para completar el rompecabezas. A Dragon Arrives! brilla en la oscuridad de la trama narrada, una trama en la que (como en Under the Shadow) tradición y machismo se dan la mano, junto a opresión política y corrupción, dónde un dragón o un diablo ruge desde las profundidades y dónde un camello encarna al mal, dónde la policía secreta está infiltrada por una célula más secreta aún y dónde nadie está a salvo. Un juego maquiavélico de narraciones que nuevamente remite a las mil y una noches.
Pérdida de identidad
Sitges tiene sus clásicos. Pero no me refiero ahora a la sección que recupera obras de culto, sino a un grupo de directores que llevan, año si, año también, sus obras al Festival. Acudieron a la cita este año; pero su identidad apareció algo desdibujada.
Takashi Miike subió al escenario para decir que iba a empezar rodaje en Sitges y arrebató el alma del público. Un público entregado que, sin embargo, dejaría de serlo una hora más tarde cuando la evolución de su última obra Terra Formars (íd., 2016), revelaba que no habría más variaciones sobre un guion que se agota antes de los cuarenta minutos de película. Basada en un manga, la historia de la cinta es la de un grupo de terrestres enviados a Marte para acabar con las cucarachas que siglos atrás se mandaron para modificar la atmósfera. Solo llegar a Marte, los astronautas descubren, funestamente, que las criaturas han crecido en tamaño, fuerza e inteligencia. Y, pese a los toques de humor y pese a los primeros combates, la cinta se encalla en un sinfín de luchas entre unos y otros y evoluciona hacia un tedio inaceptable.
Tampoco Johnny To se luce en exceso. Three (San ren xing, 2016) sigue a tres personajes, un psicópata criminal herido e ingresado en semiintensivos, un policía corrupto que le sigue de cerca y la doctora que cuida al primero en sus ofensivas verbales y tomas de posición. La cinta se alarga innecesariamente hasta llegar al tiroteo, aparente única razón de ser de la película, danza contemporánea al ralentí, que constituye una espectacular secuencia coreografiada que no justifica el resto del metraje.
Kiyoshi Kurosawa aportaba Creepy (Kurîpî: Itsuwari no rinjin) y El secreto de la cámara oscura (Le secret de la chambre noire, 2016). Esta última es su primera obra producida en Francia y el resultado es tan interesante como desconcertante. Jean, joven sin estudios ni muchos recursos, es contratado por un fotógrafo que recurre a técnicas primitivas para obtener fotografías de tamaño natural, tratando de mantener eternamente en ellas la sensación de la vida. Pronto se revela que el artista está asediado por el fantasma de su mujer que se quitó la vida pero Kurosawa parece estar más interesado en la carrera arribista de Jean que en desarrollar la atmósfera malsana que habita la casa. Será en la última parte de la película cuando el director trastoque los planes de Jean introduciendo el destino y el fantástico en su vida. Le secret de la chambre noire es sin duda una obra que podría haber gozado de mayor identidad.
Sion Sono es, de los cuatro directores, el que salió mejor parado de Sitges. Pese a que Antiporno se reveló reiterativa hasta la saciedad, un tanto ambigua en su crítica a la pornografía y a la hipocresía de la sociedad japonesas, no se puede ignorar la calidad estética en composiciones referidas a la fotografía o al propio porno, imágenes que remiten, inevitablemente, a The Neon Demon (íd., Nicolas Winding Refn, 2016). Por otra parte, tras el visionado de The Sion Sono (Jônetsu tairiku Presents Sono Shion to iu ikimono, Shin Ohshima, 2016), un documental de entrevistas sobre su figura, se pudo ver The Whispering Star (Hiso hiso boshi, Sion Sono, 2016), una cinta más tranquila de lo que suelen ser las obras de Sono. Esta crónica de viajes de un androide cartero que lleva paquetería a los escasos humanos que sobreviven en puntos alejados del universo peca de morosa. Contiene, sin embargo, algunos de los pasajes (en blanco y negro) más bellos de los contemplados en el festival. Rodada en exteriores en la zona abandonada junto a Fukushima, arrasada por el tsunami, The Whispering Star nos muestra una Tierra acabada, desolada, que encarna, de hecho, un grupo de planetas solitarios y en la que el androide entrega material en una serie de secuencias de humor lacónico. Al final alcanza el punto más remoto de vida humana y Sono lo muestra mediante transparencias y sombras chinas. Un bello contrapunto a la histeria de Antiporno.
Hombres, mujeres y otras bestias
Ya se sabe, el hombre es un lobo para el hombre y también para otros seres. De ello nos hablaron dos cintas radicalmente distintas en las que el hombre explotaba a las sirenas. En la china The Mermaid (Mei ren yu, Stephen Chow, 2016) diversos gerentes de estilo mafioso pugnan por exterminar una colonia de sirenas que habita una costa, ahora deteriorada por sus vertidos pero que puede llegar a ser un resort de lujo. El cuento clásico se retoma con el estilo oriental, mediante una sirena con ansias de modernilla (skate incluido) que en lugar de eliminar al enemigo se enamora de él. The Mermaid, éxito del año en China, resulta extraña tanto por la estética colorista y barroca del refugio de los fugitivos, como por la mezcla de humor blanco y violencia sádica que se da en el clímax. Una película infantil llena de mutilaciones, una narración para adultos que quieren recuperar el aire de la infancia sin que se les note su debilidad.
La polaca The Lure (Çörki dancingu, Agnieszka Smoczynska, 2015), por contrario, muestra una lucha entre depredadores, entre humanos (que explotan a las sirenas utilizándolas como parte de un espectáculo de cabaret) y sirenas atraídas sexualmente por ellos. Aquí no hay casi inocencia posible y las sirenas recurren a su capacidad de devoradoras de hombres cuando es necesario. Sólo el amor puede enternecerlas; pero ya se sabe que las historias de amor entre sirenas y humanos no acaban bien… a ritmo de musical, entre techno y punk, con una fotografía sugerente, una secuencia inicial impagablemente coreografiada y un transplante de piernas al viejo estilo, The Lure fue una de las más fascinantes rarezas de Sitges.
Pero las sirenas no fueran las únicas monstruosidades que se codearon con humanos. En La región salvaje (Amat Escalante, 2016) hombres y mujeres se dejaban envolver, penetrar, follar por una especie de pulpo extraterrestre, para obtener los orgasmos y el mayor placer posibles. Lejos de ser una obra erótica, sin embargo, la película toma como pretexto esta necesidad de amor y de placer para poner en relieve la dureza de la vida en determinadas familias de Méjico. La región salvaje puede ser el espacio geográfico bajo el influjo del alien, en el que todos los seres, hombres y animales, ven desarrollado su deseo sexual. Pero es, sin duda, la sociedad mejicana. Una sociedad que se presenta hipócrita e intolerante, machista y violenta. Una sociedad que marca a los más débiles y en la que los medianamente poderosos pueden ejercer la fuerza con impunidad, compensando un corazón vacío o un sexo insatisfactorio.
Y entre las bestias observadas, las hubo de plenamente humanas. Como la pareja protagonista de Are We Not Cats (Xander Robin, 2016), desvalidos, aislados y, finalmente, refugiados en su singularidad. Una pareja que compensa sus carencias devorando el pelo, propio o ajeno, una cinta que mira con cariño a una peculiar pareja de outsiders, feos, sucios… y buenos. O como el humanoide en el que se ha convertido Gerard Depardieu, obeso mórbido, que sufre y hace sufrir al espectador con su errancia pesadillesca por un inocente bosque del que no consigue salir. The End (Guillaume Nicloux, 2016) es una cinta de terror que no precisa monstruos ni fantasmas sino que se basta con una fotografía naturalista para seguir a un personaje indefenso que se da cuenta de su decrepitud, de una decadencia que le condena a un fin muy próximo.