Al otro lado del arco iris
Wall Street States
Así son los Estados unidos de América. Hillary Clinton perdió las elecciones pese a haber ganado ampliamente a Donald Trump en muchos estados; pero la pequeña diferencia (pequeña a nivel electoral) de votos a favor de Trump en otros muchos estados le otorgó la victoria a éste. Los demócratas quedaron destrozados y la opinión mundial (la europea, de hecho) quedó descolocada. Trump ganador, ¿cómo podía ser?
En la brillante charla inaugural de l’Alternativa, Festival de Cinema Independent de Barcelona, el geógrafo y sociólogo David Harvey dijo no estar sorprendido por esta victoria. Harvey argumentaba diversos aspectos que explicaban el fenómeno. Por una parte, una serie de estados del país de la oportunidad adolecían de una situación de desempleo y pobreza considerables, iniciadas hacía décadas y no paliadas durante el periodo de la administración de Obama. A estos americanos la reforma sanitaria, lejos de ser la panacea necesaria para los males físicos, resultaba ser una imposición legal que no les solucionaba los achaques pero les gravaba con nuevos impuestos. El paro, resultado de la crisis, pero también de la deslocalización de las grandes empresas, no parecía revertir manteniendo sin ingresos a muchas familias que habían dependido de la industrialización de su condado o su estado. Por otra parte, explicó Harvey, también influyó mucho la imagen de Hillary Clinton como una millonaria, heredera de dinastía política. Una afortunada que no había trabajado nunca y con fama de recaudar decenas de miles de dólares simplemente mediante charlas y conferencias. Ello la situaba, a ojos de gran parte del electorado, por debajo de Trump, un personaje económicamente a años luz de los cientos de miles de parados pero que seguía el utópico patrón USA, un self made man que triunfaba a base de esfuerzo en la tierra de las oportunidades. Cualquiera podía ser presidente. Finalmente, no lo ignoremos, había un tercer factor no menos importante. Todos los presidentes de Estados Unidos están supeditados a Wall Street, incluso Clinton y Obama. Y no es sólo que Wall Street pudiera ser más afín a Trump (y viceversa) sino que su política financiera sobre fondos de pensiones debía ser preservada por sus propios intereses y también por los intereses de los votantes de mayor edad, pendientes de asegurarse, de acuerdo con sus bancos, una jubilación tranquila.
Hell or high water, entre la espada y la pared
Razones de sobra que explicarían, pues, la victoria (un tanto ajustada pero victoria al fin y al cabo) de un personaje reaccionario, xenófobo, machista, hortera y basto frente a la preparada, impoluta y potencial primera presidenta de los EE.UU. Pero la sorpresa de los medios de comunicación americanos favorables a Hillary Clinton y sus seguidores europeos no habría sido tal si hubieran prestado atención a determinadas llamadas de alerta. No habría sido tanta si en lugar de consumir comedias desarrolladas en Hollywood o Manhattan, luchas de superhéroes u otros blockbuster, hubiesen observado lo que otro cine ya delataba, la fractura de la sociedad americana. Películas que tal vez no destacan los medios de comunicación el día de su estreno y que, pese a su calidad, pasan con más pena que gloria por nuestras carteleras.
Habría que empezar por La gran apuesta (The Big Short, Adam McKay, 2015), la cinta que puso sobre aviso de que podías ganar en Wall Street sólo si utilizabas sus propias normas. Complicada de seguir porque las reglas del mundo de las finanzas lo son, pero más clarificadora que la formal Margin Call (íd., J.C. Chandor, 2011). Infravalorada por su mezcla de documental y ficción, por su mezcla de comedia y drama, La gran apuesta es la más lúcida y más amarga denuncia de la auténtica conspiración americana. Si bien sus protagonistas, de perfiles suavizados para encajar en sus roles de antihéroes, triunfaban, McKay dejaba claro que Wall Street nunca pierde y que después de un monumental fiasco financiero que dejó en bancarrota a medio mundo, sus responsables eran amnistiados, recolocados en puestos de responsabilidad política y los bancos rescatados. ¡Viva el dólar!
A partir de aquí, una América del Norte progresivamente fracturada fue mostrándose en pantalla en diversas ocasiones durante 2016.
Dog Eat Dog (Pual Schrader, 2016) es un hiperbólico noir que, lejos de ser estilizado, carga las tintas y los colores en personajes histéricos e histriónicos que se mueven (torpemente) en los bajos fondos. Basada en la novela de un convicto, Schrader deja claro en la cinta y también en sus declaraciones que en Estados Unidos no hay ascensor social y que determinados individuos están predestinados a ser carne de cañón, por acción (como los delincuentes protagonistas) u por omisión (sus víctimas, drogadictos, obesos y conservadores religiosos).
Shotgun Stories (2007), Take Shelter (2011), Mud (2012) y, en menor medida, Midnight Special (2016) demuestran como una filmografía puede retratar un mundo, una sociedad. Y el retrato que hace Jeff Nichols de su país, al sureste de los EE.UU., no es nada halagüeño. Obreros mal pagados, paro, rencillas por un palmo más de tierra, falta de cobertura sanitaria, enfrentamientos familiares, sectas religiosas y niños maltratados. Todo ello en una suerte de sociedad que vive una, varias capas, por debajo del estrato que las cintas de Hollywood suelen contemplar.
El cine negro siempre ha sido un retrato fiel de los desheredados. Si la obra de Schrader se fijaba en un grupo muy específico, Comanchería (horrible título para Hell or High Water, David McKenzie, 2016) es otra afilada mirada a la situación de pobreza de la América profunda, mucho más serena y mucho más amarga. Una obra nada complaciente que enfrenta a dos hermanos empobrecidos con una pareja de rangers antitéticos. Yin y yan, un hermano opuesto a otro, yin y yan, un ranger racista frente a otro comanche, yin y yan, los cuatro pretendiendo, cada uno a su modo, hacer justicia. Una obra de reminiscencias clásicas que se remontarían a El último refugio (High Sierra, Raoul Walsh, 1941) y que, como aquella, tiene tanto interés en su vertiente de thriller como en los interludios entre tiroteos. McKenzie muestra en todas ellas una América rural, un Texas al que cada vez da más miedo acercarse, emparentada con la que aparecía en algunas obras de los cuarenta o cincuenta, con personajes sin encanto, desheredados de la fortuna, camareras que buscan ligue, empleados de banca a años luz de los tiburones que aparecen en La gran apuesta, héroes en bancarrota que tratan de pagar una pensión y una hipoteca y émulos de Robin Hood que son tiroteados por sus pares. Entre la espada y la pared, a los protagonistas de esta cinta ni Clinton ni Obama les han beneficiado en absoluto. Y entre asalto y asalto bien se puede votar a Trump, a ver si sacude el sistema… aunque el final de Comanchería parece dar a entender que todo puede seguir igual.
American Honey: El fin de la inocencia
No hay sin embargo una obra que refleje el estado moral, emocional y social de los Estados Unidos actuales como American Honey (Andrea Arnold, 2016). Emotiva, lúcida, poética y agria, esta crónica de un rito de paso de adolescencia a edad adulta es tanto una historia particular como una crónica colectiva. American Honey se inicia, muy significativamente, en la basura, con su protagonista hurgando junto a dos niños en un contenedor de desperdicios en busca de comida. Con el botín conseguido en la bolsa, un pollo congelado, la joven protagonista, Star, conocerá a Jake y su peculiar troupe. Adolescente abusada a todos los niveles, responsable de dos hermanastros, conviviendo con un toxicómano, Star no duda en añadirse al peculiar grupo para escapar y ver mundo, en una fuga romántica, llena de ilusión. Pese a la distancia geográfica y temporal, Star no está alejada en absoluto de las otras heroínas de Arnold, la Mia de Fish Tank (íd., 2009) o la Cathy de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights, 2011). Ello ha facilitado sin duda el hecho que sea una directora británica la que ha diseccionado de modo certero las capas ocultas de los Estados Unidos. Por su parte, Star, a diferencia de las otras heroínas de Arnold, proviene de un ámbito tan infeliz que le permite conservar la ilusión de que hay una América mejor al otro extremo del arco iris y se embarca en un itinerario tan iniciático como esperanzado.
La peculiar mirada de Arnold combina poesía y denuncia a partes iguales. El grupo, que se representa inicialmente a los ojos de Star como una troupe circense, se dedica, de hecho, a la venta puerta a puerta de suscripciones a revistas. Y no tardaremos en ver que tras la armonía aparente se oculta un puñado de desarraigados que han roto con sus orígenes pero que son ahora explotados por Krystel. Esta joven poco mayor que el resto del grupo ha tenido la oportunidad de subir un pequeño peldaño por encima de los demás, peldaño que le permite controlarlos y vivir de su trabajo… Algunos le llamarían visión de negocio. Sin embargo, Krystel se asemeja a la raposa de Pinocchio que recoge a los niños rebeldes para llevarlos al más puro esclavismo, con la ayuda de los encantos de Jake, su brillante capataz y gigolo a tiempo parcial. American Honey no está en este ámbito nada alejada de En un mundo libre (It’s a Free World, Ken Loach, 2007) uno de los mejores y más ignorados trabajos del campeón británico de la lucha social. Pero, por fortuna (habida cuenta de la evolución de Loach), Arnold milita en otra liga, se confirma como uno de las mejores directores actuales y American Honey no se limita a una denuncia plana de la explotación de los iguales.
Es una historia compleja que nos lleva del deslumbramiento de Star por Jake y su pandilla, de la auténtica miseria, a un chasco mucho mayor cuando ve como el exitoso Jake consigue sus ventas, mintiendo y adulando. Será durante un intento de venta, en una suburbia lujosa, cuándo Star comprende el funcionamiento del negocio y dónde, por primera vez, se opone a su ídolo, secuencia que al mismo tiempo permite con sutileza averiguar parte del doloroso pasado de la joven. Progresivamente vemos que el grupo de jóvenes felices y sus dos líderes no son tan distintos al mundo en el que se mueven, salvo en los ingresos económicos. El capitalismo mueve al mundo y ellos están en él, capitaneados por un Robin Hood y un Fray Tuck que no sólo tratan de engañar a los ricos sino a todo quisque. El mensaje inicial que indica “aquí hay dinero, vamos a conseguirlo”, acaba mutando por “conseguir lo que sea”. Arnold llevará al grupo de una zona urbanizada, adinerada, a otra más pobre para, finalmente, zambullirse en el campo de trabajo de la petrolera, un lugar con pocas posibilidades de venta y mucho riesgo para las jóvenes.
Andrea Arnold contrapone simultáneamente el contexto social con la intimidad de la mirada de Star. Una mirada rica en observaciones y basada tanto en la puesta en escena como en el guion. No hay arquetipos. Los integrantes del grupo se definen suficientemente bien, pero también se perfilan adecuadamente la madre y la hija pijas a las que Jake trata de vender sus revistas, enfrentadas por el conservadurismo religioso y los bailes sensuales que practican las niñas; el obrero de petrolera al que Star se ofrece para conseguir no mejores ingresos sino una fuga romántica y definitiva: el mismo Jake (excelente Shia Labeouf), arribista vendible al mejor postor. Por otro lado, Arnold elabora y nos hace partícipes de la subjetividad y las emociones de Star. La repetitiva presencia de insectos, abejas, mariposas y otros bichos, que la chica contempla en diferentes momentos hace que la sintamos, nos sintamos, empequeñecidos y prisioneros de un orden de cosas superior. Utilizando un encuadre cuadrado y abundantes planos cerrados, la directora nos acerca a la definitiva pérdida de inocencia de la protagonista. Para Star, fugitiva de un origen trágico, el grupo parece ser el paraíso. Pero, tras el progresivo descenso a los infiernos que representa ver las mentiras de Jake, la dureza de Krystal, el abuso que sufre por parte de aquel de quien se enamora y el reconocimiento final de que éste no es sino un peón que la mueve al grupo a su antojo (y al de la dominatrix, por supuesto), toda inocencia se desvanece. Esta es la América que recibe a Trump. Con la herencia de las décadas anteriores, de Reagan, los Bush y los Clinton. Tal vez Obama sólo fue un espejismo. Como el que Star ve al inicio, con un grupo desenfadado y feliz bailando y riendo en el supermercado. Al final, con la incorporación de un nuevo personaje, la historia parece repetirse, en un círculo interminable. La historia de Star y de los Estados Unidos, llenos de miseria y abusos de poder. Un sistema que cuenta con la complicidad de los más afectados, más ocupados situarse por encima de los demás que en luchar por cambiarlo. Ahora llega Trump para asegurar que el sistema siga girando en el mismo círculo.