Nada es verdad
Uno de los aspectos más definitorios del tiempo que nos ha tocado vivir es la puesta en entredicho, definitiva a fuerza de sistemática, del concepto de realidad. Nada nuevo, por otra parte, pues es uno de los postulados que la Filosofía, en su empeño por ampliar los estrechos márgenes a que nos aboca, como individuos poseedores de raciocinio, una interpretación reduccionista de la Física, ha venido considerando fundamental desde los albores de esta rama del saber. Concluyamos entonces que si lo Real no es lo que Es, sino como lo Percibimos/Procesamos, la era del simulacro tecnológico, esa en la que nos encontramos plenamente insertos sin ser del todo conscientes del cambio de paradigma que supone, y las consecuencias que ello tiene, nos lleva a redefinir la manera de relacionarnos con el mundo que nos rodea, encontrar nuestro lugar ante un entorno cada vez más caótico, mestizo, virtual. Ni que decir tiene que las diversas manifestaciones del audiovisual, en una época en la que la imagen ha devenido medida de todas las cosas, se antojan fundamentales para aprehender la complejidad inherente al siglo XXI.
No conviene desdeñar entonces la aportación del videojuego, a mi entender fundamental, a este magma primordial; con la llegada del nuevo milenio y la implementación de los sucesivos avances tecnológicos ligados al negocio del entretenimiento —el más relevante, visto todo lo que ha traído aparejado, la generación de entornos tridimensionales progresivamente más complejos, y realistas— el sector ha vivido su particular fiebre del oro, que más allá de auparle al podio de la(s) industria(s) del ocio ha posibilitado un nivel de penetrancia en la sociedad impensable hace tan sólo unos años, cuando el estigma de «jueguecitos» para chavales parecía insoslayable. Lo cierto es que, recién estrenado el 2017, la entente creatividad-sentido de la maravilla sigue insuflando vida propia a un buen número de producciones las cuales, ya sean triple A o de perfil más independiente, están sabiendo llegar a diferentes perfiles de consumidor. Este hecho ha modificado, inevitablemente, el statu quo que venía caracterizando la relación entre los videojuegos y otros soportes que hacían valer su posición preeminente: de ser receptor neto de influencias provenientes de cine y televisión, novelas y cómics ha pasado a ser, en irresistible progresión geométrica, suministrador.
Lo cual resulta sumamente ilustrativo desde un punto de vista económico, inclusive sociocultural, del estado de la cuestión, pero apelando a la relevancia —artística, si se quiere— del producto resultante no queda más remedio que lamentar una aportación, hasta la fecha, más bien decepcionante. Centrándonos en las producciones cinematográficas que beben de originales lúdicos, los responsables creativos de aquellas más logradas han sabido entender que la experiencia jugable —concepto central de la narrativa de los videojuegos— resulta imposible de trasladar, per se, al ámbito fílmico, viéndose obligados a hacer de la necesidad virtud; esto es, implementar iconos susceptibles de ser asimilados por el propio lenguaje cinematográfico, estableciendo vasos comunicantes con la obra original a través del audiovisual puro, y/o bien importar directamente elementos conceptuales y/o narrativos a partir de los cuales se erigen ficciones propias, en ocasiones saludablemente alejadas del material preexistente. Sea como fuere, el exitoso desarrollo de diversas epopeyas modelo Final Fantasy, que fructifican primero para luego evolucionar por espacio de sucesivos títulos, con el lógico desarrollo de sus parámetros más identificables, ha favorecido su migración a la gran pantalla.
Y si de sagas emblemáticas hablamos, pocas atesoran tantos elementos digamos exportables como Assassin’s Creed, surgida a partir del lanzamiento de la obra original de Ubisoft allá por el otoño de 2007 y que cuenta, transcurrida casi una década desde su aparición, con decenas de secuelas/expansiones. Pese a ser legión los que cargan, y no sin (cierta) razón, contra la sobreexplotación a la que ha sometido la firma francesa el que constituye, a día de hoy, su principal emblema comercial, lo cierto es que los diversos vectores temáticos que, a semejanza de las capas de una cebolla, se superponen al gran tema central —que a un servidor no le duelen prendas en considerar fascinante— sustentan modélicamente la replicabilidad del modelo, título a título, época tras época. Vástago aventajado de su tiempo, el Assassin’s Creed fundacional hace suya la paradoja filosófica que planteábamos al inicio del texto, tomando partido por una versión hard del mito platoniano: ya no es que la realidad, tal cual la percibimos, se pliegue a los arcanos del progreso tecnológico; es que nada de lo que creemos conocer es verdad.
Todo está permitido
Sea para mantener la revelación fundacional en la zona de sombra, sea para iluminarla en aras del libre albedrío, Templarios y Asesinos han venido perpetuando su pugna, razón de ser última de su existencia como orden —y hermandad—, de las cruzadas en Tierra Santa hasta la era victoriana, a la espera de que próximos capítulos contextualicen este antagonismo primordial en nuevos periodos históricos, anteriores o posteriores. En la concepción original de Patrice Désilets, cabeza visible de las dos primeras entregas de la franquicia —que abandonó, dicho sea de paso, por las consabidas diferencias creativas con los mandamases de Ubisoft— confluyen armónicamente la evocación de un tiempo pretérito, que se reconstruye con meticulosa verosimilitud, con el conflicto de identidad derivado de descubrir ser parte primordial de un plan maestro que antecede a la propia aparición de la humanidad, con todo lo que psicológicamente ello supone; sin olvidar, por descontado, hitos relacionados con la propia experiencia de juego tales como la posibilidad de desplazarnos a nuestro antojo por entornos exquisitamente recreados, interactuando con figuras protagonistas —no siempre de manera pacífica— del evento histórico en cuestión. Todos los elementos mencionados, ya sean temáticos, narrativos o propiamente audiovisuales, tienen en común su enorme potencial cinematográfico, motivo por el cual dedicamos estas líneas a Assassin’s Creed (íd., Justin Kurzel, 2016).
Aludíamos con anterioridad a la disyuntiva planteada a la hora de trasladar un videojuego al cine, siempre y cuando en el interés de sus artífices tenga cabida conferir al filme resultante entidad propia. De manera sorprendente —por no decir temeraria— en Assassin’s Creed se ha apostado por reducir el bagaje preexistente a la mínima expresión, relegándolo a una liviana concatenación de conceptos inconexos que amalgaman, más que estructuran, la proteica sucesión de imágenes icónicas y frenéticos combates, visualizados con escrupulosa fidelidad al original y sentido del espectáculo. Si bien todo apunta a que la motivación del conglomerado de productoras generado en torno a 20th Century Fox —entre ellas la propia Ubisoft— pasa por guardarse unos cuantos conejos en la chistera para las proverbiales secuelas, el cálculo económico genera en esta ocasión una afortunada derivada creativa: el marasmo sincopado al que se ve arrastrado el espectador se equipara al padecido por Callum Lynch (Michael Fassbender), atrapado en un limbo perceptivo de contornos imprecisos donde realidad y representación se confunden para finalmente superponerse, vía efecto sangrado. El encargado de dar cuerpo fílmico a tales filigranas es uno de los cineastas del momento, recién regresado, al menos en apariencia, de las estepas escocesas.
Director especialmente dotado para conferir a sus obras una poderosa, deslumbrante imaginería visual, Justin Kurzel no ha podido —o querido— dejar atrás las nieblas que nublaban la razón del atribulado Macbeth, que opacan por igual esa sinécdoque de ciudades andaluzas —sospechosamente parecida a La Valeta— por la que corretea Aguilar que la ribera del Manzanares, donde su descendiente allende los siglos experimentará, en sus propias carnes, una sucesión de dolorosas revelaciones… pues hay sufrimiento, y paroxismo, en el primer contacto de Callum con el Animus, secuencia de espléndida resolución formal que resume a la perfección las intenciones del cineasta australiano: allá donde en sus precedentes lúdicos se imponía la línea clara aquí encontramos violencia, suciedad, hipertrofia; Assassin’s Creed fía su apuesta de cara al gran público a algo tan complejo de lograr hoy día como suspender la incredulidad del espectador (mayormente resabiado) lo suficiente para que no se apee del visceral simulacro desplegado ante sus ojos. En la medida en que este difícil objetivo se consiga la inevitable ponderación tirará para arriba de la valoración global, porque deméritos hay, y considerables, en la película de Kurzel, resultado de primar la experiencia audiovisual pura y dura en detrimento de la progresión narrativa.
Quede claro que seguir considerando este axioma, al menos en su vertiente digamos tradicional, un hito irrenunciable del hecho cinematográfico —como, resulta evidente, sigue sucediendo— niega en primer término el valor sustantivo del audiovisual, el poder explicativo que atesoran las propias imágenes; pero lamentablemente los guionistas del asunto no han sabido hilvanar un discurso coherente a partir de ellas, relegando a un segundísimo plano el trasfondo de la confrontación entre Asesinos y Templarios, que debiendo funcionar como argamasa argumental se diluye en una sucesión de explicaciones de relleno y mensajes crípticos, carentes del más elemental atractivo visual. Tampoco ayuda la interpretación, entre átona y desganada, de Michael Fassbender, que en ninguna de sus dos caracterizaciones trasmite el carisma heroico deseable, perdido a medio camino entre sus tribulaciones solipsistas y ocasionales arrebatos vigoréxicos. Enfrente suyo, Marion Cotillard vuelve a poner en valor la ambigüedad calculada de su profunda mirada, recordándonos el acierto de Cristopher Nolan al descubrírnosla, por partida doble, como perturbadora villana. La mentora que encarna deviene depositaria de la relatividad inherente a una contienda milenaria en la que, más que buenos y malos, coexisten dos visiones antagónicas acerca del hecho mismo de existir; idéntico relativismo, perceptivo en este caso, que Justin Kurzel insufla, en los mejores pasajes de Assassin’s Creed, a su puesta en escena, dando como resultado un título tan estimulante como desequilibrado, digna derivación del videojuego original. Si los esquivos designios de la taquilla lo permiten, ojalá tenga continuidad.