Si en el comentario sobre El porvenir, la película de Mia Hansen-Love, destaco, cayendo en lo elemental pero inevitable, la aportación de la protagonista absoluta Isabelle Huppert, sin dejar de alabar sus habilidades como actriz, en esta delicada historia de amor protagonizada por dos mujeres, uno no puede menos que rendirse otra vez a lo obvio: Cate Blanchett también tiene poderes y no parecen de este mundo. Quizá lo tiene más fácil porque comparte el relato con una espléndida y sorprendente Rooney Mara. Quizá Todd Haynes, el que filma, tenga mucho que decir al respecto con una trayectoria corta pero sobrada de logros, donde la dirección de actores siempre ha brillado con intensidad: desde sus dos primeras películas (Poison, 1991, Safe, 1995), hasta la fascinante (pero un tanto cargante) representación de los diferentes Bob Dylan ( I’m not There, 2007) y la adaptación de James M. Cain (Mildred Pierce, 2011, la mini-serie que realizó para la HBO), y pasando naturalmente por la excesiva y magnífica Velvet Goldmine (1999) y por aquel drama sirkiano Lejos del cielo (2002), un antecedente en maneras e ideas de esta cinta. Quizá la magia también la sustente el músico habitual de los hermanos Coen, Cartel Burwell (que colaboró ya con Haynes en Velvet Goldmine y lo hará en la siguiente: Wonderstruck), que compone una partitura memorable (con temas de duración diminuta pero sensibilidad inmensa), contribuyendo a formular el melodrama con toda su carga emocional. Quizá, por supuesto, la clave esté detrás del talento inagotable de, otra mujer, Patricia Higsmith, que escribió la novela adaptada, inspirándose en sus propios deseos y vivencias, y perfiló con detalle y esmero a Carol. Quizá en realidad Cate Blanchett, mágica, deslumbrante y sensual, solamente hizo su trabajo con la misma fiabilidad de siempre, con la ayuda de todas las personas citadas antes y de seguramente algunas otras. Sin embargo dudo que sea así solamente. Y me remito al plano final de esta película deliciosa y optimista (a pesar de todo): el gesto que Blanchett dibuja en su rostro no viene del mundo de las películas, ni el de las fantasías, proviene de un lugar tan íntimo como auténtico, y solo puede aparecer como por arte de magia, no para crearnos una ilusión, sino para hacernos creer en la vida y en el arte como un todo.