De entre los muertos
Emily Dickinson, cumbre de la lírica mórbida, se dedicó en vida —eso que ella definiría como “la innecesaria antesala antes del eterno descansar”— a disponer todo lo necesario para cuando lo inevitable aconteciese. Sus instrucciones están ahí, en su poesía: hacia dónde había que orientar sus despojos, el olor que le gustaría que desprendiese la madreselva, la calidad de la piedra que conformaría una losa llamada a deshacerse sobre sus huesos; en definitiva: el obsceno modo como todo seguiría su acontecer, sin que su paso por el mundo hubiese significado otra cosa que una guirnalda de flores secas, un desgastado grupo escultórico y, quizás, un sarcástico epitafio (el suyo fue “me llaman”, bella prolongación de sus cuitas existenciales).
Terence Davies, cronista sutil del desespero silente, nos cuenta en Historia de una pasión su creciente aislamiento, ese tenebrismo en el que escribía, esa lucidez sin amargura que se infiltraba hasta en sus contados juicios morales. Emily y su familia aguardan con impaciencia el final y por el camino se flagelan a sí mismos, proselitistas ad nauseam del valle de lágrimas, el rostro contrito y la dicha inmerecida. El desapasionado circular de las agujas del reloj no tiene aquí nada de derroche épico, de cántico espiritual al estilo Malick. El espacio-tiempo queda constreñido en cuatro o cinco estancias, en un sendero que circunda el hogar, en media docena de visitas y varias tentativas de hacer felices a los demás. Labor infructuosa: la Dickinson no está aquí para echarle leña a la hoguera de las vanidades ajenas. Por eso la veréis día tras día levantarse antes de la salida del sol y escribir todavía rodeada de tinieblas lo que le ocurrirá —a su cuerpo y a su espíritu— cuando ya no esté, cuando pase a peor vida el último testigo de su existencia (no contó con la literatura y su querencia por los genios agónicos, casi espectrales).