Era llamativo que el elegido para dirigir la secuela de Blade Runner (íd., Ridley Scott, 1982), película de culto de la ciencia-ficción donde las haya, aún no hubiese realizado ninguna incursión en el género. La llegada es su primera aportación, inmediatamente anterior a la que sin duda es una de las películas más esperadas de este año recién comenzado. Y aunque en realidad no tiene mucho que ver con el universo ni la atmósfera de aquella, ni falta que hace, claro está, algunas de las ideas que se desarrollan en el film protagonizado por Amy Adams sí podrían haber surgido de la mente de Philip K. Dick, autor en el que se basó el film de Scott. Un autor que muchas veces podríamos pensar que vino del futuro, pues sus novelas han anticipado muchos avances tecnológicos impensables en la época en que fueron escritas. Algo parecido a lo que intenta hacer Charlie Brooker en Black Mirror (no dudemos que acertará en algunas cosas en breve), pero con muchos más años de anticipación y con menos pistas en el ambiente de la época. En el film existen las paradojas que acompañan a toda película que habla sobre el tema de los viajes en el tiempo aunque en este caso se trate más de una forma de conocer esta cuarta dimensión a lo largo de toda su extensión, pero sin una quinta (como si vinieses del futuro y lo supieses todo, como si fueses Philip K. Dick), es decir, sin que existan necesariamente universos paralelos, aunque se insinúe esa posibilidad en la pregunta que le plantea Louise (Amy Adams) a Ian (Jeremy Renner) cerca del final del film. La llegada, título que hace referencia a una presencia alienígena que por una vez no habla inglés (ni ningún idioma conocido), deslumbra en el diseño tanto de las naves como de los extraterrestres (los heptápodos Abbott y Costello), que, por una vez también, no son todo lo antropomorfos que cabría esperar de cualquier producción media de Hollywood, o lo que es lo mismo, se trata de plantear de un modo más realista de lo habitual como abordaría nuestro planeta una situación para la que no está preparado, para la que no tiene la más mínima idea de como debe afrontarse. También nos habla de la incomunicación a un nivel global (algo cada vez más evidente, recién comenzada la era Trump), y aunque está todo demasiado masticado (y no hablemos del aprendizaje del idioma alienígena por parte de la protagonista, porque si me reía de como aprendía Antonio Banderas el lenguaje de los nórdicos en El guerrero número 13, ¡qué no podría decir en esta ocasión!…), el giro final no deja de estar brillantemente resuelto, incluso aunque el truco narrativo ya nos hubiese reventado la sesera en el desenlace de cierta temporada de cierta serie de J.J. Abrams.