La joven, todavía adolescente, Jesse llega a Los Angeles para convertirse en modelo. Comienza su andadura angelina en un motel de Pasadena, de esos donde siempre matan gente en las películas (y que además está regentado por Keanu Reeves), y rápidamente desatará la fascinación, pero también la envidia, de las modelos veteranas que verán peligrar su status. Nicolas Winding Refn se apodera de esta premisa para construir su propia Suspiria (íd., Dario Argento, 1977), su Cisne Negro (Black Swan, Darren Aronofsky, 2010), su Showgirls (íd., Paul Verhoeven, 1995), su Mulholland Drive (Mulholland Dr., David Lynch, 2001), su Blow-Up (Deseo de una mañana de verano) (Blow-up, Michelangelo Antonioni, 1966). Ya se trate del cine, la moda, el ballet (clásico o putanesco), lo que está claro, y eso el propio Hollywood nos lo ha enseñado con anterioridad, es que nadie consigue destacar sin esfuerzo (y sangre, sudor y lágrimas —y lo de sangre no suele ser una licencia poética—). Y si alguien lo logra, siempre habrá otro alguien dispuesto a lo que sea para frenar ese ascenso, y acelerar el propio. El film de Refn bebe de todas esas películas tanto argumental como estilísticamente y se convierte en una metáfora sobre el canibalismo/vampirismo de la sociedad actual (el ámbito es la moda, pero podría ser cualquier otro) rodando con la misma visceralidad que en Valhalla Rising (íd., 2009), pero con una estética tan subyugante que nos podríamos encontrar en un increíble videoclip publicitario de dos horas de duración (y tal vez esto sea literal si nos fijamos en los agradecimientos de los créditos finales, pero creo que hoy en día nadie duda ya de que la publicidad es un arte más). Desde el desconcierto inicial, recién sumergidos en la banda sonora de Cliff Martínez de la que ya no querremos salir a la superficie, cuando no sabemos si estamos viendo a un sádico asesino registrando su crimen para la posteridad o simplemente un macabro shooting fotográfico, comienzan a suceder cosas extrañas, la aparición lynchiana de la habitación que inquieta tanto como (y remite a) la cabeza de Bob al pie de la cama de Laura Palmer, y se dejan suceder las set pieces, y nosotros nos relajamos y nos dejamos llevar por ellas. La secuencia de la discoteca, mientras suena el tema Mine de Sweet Tempest, la violación frustrada que intenta Ruby, el morbo que despierta el posterior montaje paralelo de su ensoñación (Jesse en el sofá) mientras ella se lo monta con el cadáver en la morgue, la pesadilla del motel, la persecución del tramo final y la circularidad que supone acabar nuevamente desconcertando, con unos quince minutos finales indescriptibles, tras la elipsis que suponemos parecida al desenlace de El perfume y desde el momento cumbre de la ducha sangrienta, donde poco a poco vamos viendo que el éxito no es para todos tampoco. Que cuesta mucho sacrificio conseguirlo, pero a veces sienta mal, y el organismo no lo tolera. Hay que ser muy hijo de puta para triunfar, o lo que desgraciadamente demasiada gente entiende por triunfar, en este mundo de locos en el que nos ha tocado vivir.