Lo que Yimou se llevó
A propósito de La gran muralla y lo que deja atrás
Imagino que a los amantes de la buena cocina les resultaría imposible comprender que un chef de los más prestigiosos del mundo, por ejemplo Ferrán Adrià, de repente decidiera hacerse cargo de una franquicia de Burger King. Algo así nos ocurre a los cinéfilos cuando vemos las últimas películas de Zhang Yimou, muy particularmente Las flores de la guerra (Jin ling shi san chai, 2011) y el filme que nos ocupa en estas líneas (el primero de su carrera cuyo título original, significativamente, no es chino).
Yimou accedió a los altares del arte cinematográfico con un conjunto de películas realmente deslumbrante: Sorgo rojo (Hong gao liang, 1987), Semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990), La linterna roja (Da hong deng long gao gao gua, 1991), Qiu Ju, una mujer china (Qiu Ju da guan si, 1992), ¡Vivir! (Huo zhe, 1994) y La joya de Shangai (Yao a yao, yao dao wai po qiao, 1995). Este grupo de primeros filmes —excluyendo el anómalo thriller Dai hao mei zhou bao (1989), traducido en otros idiomas como el equivalente de Operación Jaguar, codirigido por Yang Fengliang— impactó con enorme fuerza en el panorama internacional, haciéndose con los principales galardones mundiales (Oso de Oro de Berlín en 1988, León de Plata y FIPRESCI de Venecia en 1991 y León de Oro en 1992, nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera en 1991 y 1992 y Gran Premio del Jurado de Cannes en 1994).
Todas ellas basadas en la tradición cultural china, críticas con la historia o la sociedad contemporánea de su país y películas profundamente feministas, conformaron un corpus cinematográfico de primer orden en el cine del siglo XX. La maestría estética en el juego con los colores y la música, el perfecto manejo del ritmo cinematográfico adaptado al ritmo vital de la cultura en la que se enmarcan los relatos, la raigambre con la naturaleza, la altura ética y el compromiso ideológico de unas historias siempre reivindicativas de libertad, así como el apabullante dominio técnico en todas las áreas, fueron componiendo un estilo propio perfectamente distinguible que hacía esperar con ansiedad la siguiente película de Yimou en todos los círculos de la cinefilia mundial.
De hecho, ese grupo de seis magníficas películas —La linterna roja la colocaría entre las mejores de la historia del cine y ¡Vivir! me parece un filme rotundo y redondo— le permitió participar en la obra colectiva Lumiére y compañía (Lumière et compagnie, 1995), coproducción internacional con motivo del centenario del séptimo arte, donde compartió cartel con algunos de los cineastas vivos más prestigiosos entonces, como Theo Angelopoulos, Abbas Kiarostami, Michael Haneke o David Lynch. Y, curiosamente, uno tiene la impresión de que este vertiginoso endiosamiento tuvo algo que ver con la deriva que apuntaba levemente en La joya de Shangai, y que pronto pudimos comprobar con crudeza.
Es a partir de ese filme colectivo cuando Yimou parece dispuesto a demostrar que puede hacer casi cualquier cosa obteniendo el beneplácito mundial, y lo intentó ya con Keep Cool (Mantén la calma) (You hua hao hao shuo, 1997) que, no carente de interés, jugueteaba por primera vez con cierta excentricidad propia de quien se cree un genio. Pero la enorme capacidad técnica y estética del cineasta chino le recondujo a nuevos filmes notables: Ni uno menos (Yi ge dou bu neng shao, 1999) —emotivo y pedagógico relato de una humilde maestra de escuela rural, que le valió otro León de Oro en Venecia—, El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999) —Oso de Plata en Berlín para una bella historia romántica, aunque algo convencional—, Happy Times (Xing fu shi guang, 2000) —primer, voluntarioso y quizá infravalorado esfuerzo por filmar su primera comedia pura— y, sobre todo, la magistral Hero (Ying xiong, 2002), culmen de su dominio estético, vuelta a la historia de China y bisagra entre su cine más puro y un cierto manierismo deseoso de fusionarse con las modas cinematográficas, con la que logró otra nominación al Óscar como mejor filme extranjero.
Ese manierismo que comienza siempre en las culminaciones expresivas de los grandes genios comenzó a producir películas de diferentes calidades —todas estimables, alguna brillante— pero que aportaban ya poco o nada a todo lo que había hecho o dicho Zhang Yimou: La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2004), La búsqueda (Qian li zou dan qi, 2005) —la primera que no se estrenó en salas comerciales españolas—, La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006), Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos (San qiang pai an jing qi, 2009) y Amor bajo el espino blanco (Shan zha shu zhi lian, 2010), quizá la mejor del periodo. El siglo XXI no solo no estaba siendo muy propicio para el cine de Yimou, sino que además el cineasta comenzó a derivar su talento hacia otras ramas de la cultura (paralelamente a sus flirteos con el mismo gobierno chino que le había maltratado a costa de sus primeros filmes). Así, en esas mismas fechas reincide en los filmes colectivos con su aportación a A cada uno su cine (Chacun son cinéma ou Ce petit coup au coeur quand la lumière s’éteint et que le film commence, 2007) —en este caso con motivo del 60º cumpleaños del Festival de Cannes, donde coincidió de nuevo con Angelopoulos y Kiarostami, y con otros cineastas del nivel de los hermanos Coen, Aki Kaurismäki, Ken Loach, Roman Polanski o Lars Von Trier—, lleva a cabo la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín (2008) —que serviría para comercializar diversas ediciones audiovisuales—, coreografió un ballet basado en La linterna roja (2008) y realizó dos cortometrajes documentales encargados por el gobierno chino en 2011 y en 2014.
Este periodo de desconcierto termina, por el momento, en las dos películas citadas en el primer párrafo de este artículo, que podrían hacernos pensar que el genio chino ha transmutado en la personalidad de un artesano de Hollywood sin más ambición creativa que la de transformar los yuanes en dólares. Este tipo de metamorfosis artísticas me resultan siempre muy difíciles de entender: por un lado, ni a Yimou le hacía falta Hollywood (sus aspiraciones pecuniarias y creativas debían estar más que colmadas) ni a Hollywood le hacía falta Yimou (La gran muralla es un filme que podría firmar cualquiera de sus realizadores especializados en efectos visuales); por otro lado, es sorprendente que cuando un cineasta con raíces tan profundas como las de Zhang Yimou en China se interesa por otra cultura visual, lo haga precisamente para imitar sus peores estilos y vicios. Pero, lamentablemente, es lo que hay.
Es verdad que La gran muralla hunde las raíces de su argumento en la historia de China, pero no es menos cierto que lo hace en su vertiente más superficial y cosmopolita (la construcción de la gran obra amurallada que da título al filme) y que, además, este mito de la cultura china se utiliza desde una perspectiva legendaria y no histórica, de manera que esas supuestas raíces chinas no son sino una aparente e innecesaria excusa para involucrar a Yimou en una superproducción despersonalizada.
Toda la acción del filme se estructura en torno a las batallas que se libran alrededor de la muralla, entre sus protectores autóctonos aliados con dos mercenarios extranjeros y una jauría de salvajes y gigantescos monstruos con una terrible capacidad destructiva. De hecho, lo más estimable de la película transcurre sin duda durante esas escenas, que recuerdan a veces los mejores momentos de las batallas de El señor de los anillos: Las dos torres (en mi opinión, lo más destacable de la trilogía de Jackson): es elogiable la capacidad de Yimou para el montaje preciso y la creación de fantasías visuales en la articulación de unos seres que por lo demás no ofrecen nada original al imaginario colectivo de los monstruos. Es en esos compases de fuegos de artificio donde el cineasta chino demuestra que le sirvieron bien los entrenamientos —al albur de la renovada moda de las artes marciales— que comenzó elegantemente en Hero, que luego convirtió en mera coreografía para La casa de las dagas voladoras y en simple rutina en todo su cine posterior.
No hay nada, absolutamente nada del Yimou clásico en La gran muralla. Ni siquiera su impecable dirección de actores —personificada durante su edad de oro sobre el rostro de Gong Li— puede corregir aquí el cuello de robot de un Matt Damon que no hace nada diferente a lo que practica en cualquiera de sus películas, sean del género que sean. Podríamos decir que es buena la música de Ramin Djawadi (Juego de tronos) o que el empleo fotográfico del color ofrece algunos resquicios para añorar sus viejas películas, pero no sería más que fútil voluntarismo por salvar de la mediocridad un filme impropio del talento de su director que, durante los primeros minutos, incluso nos ofrece algunos planos mal rodados.
Seguramente hemos perdido para siempre a uno de los grandes referentes del cine del siglo XX, y el único consuelo que nos queda es comenzar a repasar lentamente las grandes obras que nos legó hace ya casi treinta años, en las que los monstruos eran la soledad y la represora sociedad china, donde los efectos especiales eran la poesía y el silencio, en las que la coreografía estaba conformada por el sol naciente o la nieve al caer y, en fin, donde la aventura del cine era descubrir el interior atormentado de personajes femeninos —ahora meramente decorativos para él— que luchaban a vida o muerte por un mundo mejor.
¡Leche, que buen blog! ¡Por fin algo analítico e independiente!
Creo que es una degradación que se da en casi todos los directores de culto, (salvo honrosas excepciones). No sé si es que, al final, las productoras mangonean todo cuanto pueden para atraer al público en masa, usando a directores, guionistas y demás, como meros artífices a sueldo para la consecución de sus objetivos, anteponiendo su ansia de billetes a cualquier precepto de belleza cinematográfica.