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¡Ah, carísimo y sopapero Van Damme! ¡Qué frágil es su memoria y cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor!
En efecto, la Fundación Sundance vela porque los demócratas puedan seguir haciendo cine aunque, como bien insinúa usted, no le lleguen ni a la suela de los zapatos a, pongamos, el arte hemoglobínico de Mel ‘Iglesias’ Gibson. Pero ve, ya me estoy metiendo en política…
Digámoslo ya: las pelis made in Sundance son como una de Ken Loach rodada por Robert Redford. Doble horror. Pero repasemos otras cinematografías que no están libres de pecado y que usted gentilmente ha driblado.
¿Qué les pasa a los iraníes? ¿Por qué siempre hacen películas con niños de ojos grandes que trotan por caminos de cabras? ¿Por qué buscan la casa de su amigo, se preguntarán los millennials, cuando deberían de estar encerrados en su habitación chupando series de Netflix? Ah, terrible abismo acultural…
¿Y recuerda la perniciosa moda de las películas porteñas? “La mejor comedia del año en Argentina” fue una maldición en nuestras carteleras hasta tiempos recientes. O la crisis-exploitation con la que todos nos llenábamos la boca: “ah, sí, lo están pasando mal pero… ¡mira, mira, cómo se les agudiza el ingenio!” La concha de tu madre, boludo. No hay nada más terrible que un columnista burgués tratando de encontrar un síntoma en la consecuencia (la verdad es más banal, mucho más terrenal… odiábamos a Ricardo Darín porque lo amaban todas las mujeres entre 8 y 98 años).
El cine griego reciente lleva asociado el adjetivo rarito, que es como llamaban en mi pueblo al Sebas, aquél que se lanzó sobre un lecho de higos chumbos para rememorar la anécdota contada por uno de los pistoleros de Los siete magníficos. A lo que iba: ¿hasta cuándo les reiremos las gracias a estos hijos del Peloponeso? ¿Veremos antes de 2030 una película helena donde los protagonistas no le peguen lametazos a las paredes, se midan el nacle o encierren en casa a sus hijos para que no sepan que Rajoy ha vuelto a ganar, esta vez por mayoría absoluta?
Y en un último acto de contrición que espero sepa valorar en su justa medida, invocaré también el espíritu del Dogma 95, la castidad en el celuloide que vino precisamente de Dinamarca, superpotencia en el mercado del porno. ¡Cuántas esperanzas, cuánta tontería! Ni yo mismo me podía imaginar lo mucho que iba a dar de sí aquella noche de cervezas y profiteroles con mis compañeros de terapia. Nuestro manifiesto se convirtió en el libro rojo de las juventudes indies, apelando al tamaño de grano insultante, la iluminación con las luces traseras de nuestros Volvos, la cámara con tembleque y el flahertismo bressoniano. Usted ya me entiende.
Se pueden rastrear las virtudes y los vicios de los países de medio orbe partiendo de las películas que los conspicuos programadores de festivales nos obligan a engullir, ávidos como estamos de delicias trendies pseudo-profundas. El cantante de Gabinete Caligari le echaba la culpa al cha cha cha. Un reciente concursante de Gran Hermano, al reggaeton. Y el inmortal Fernando Arrabal, al milenarismo.
¿Mi opinión? Godard, siempre Godard. Por su culpa todos creen que todavía pueden hacer algo distinto.