El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismaki

El otro lado de la comedia

Nos dicen los noticiarios que hay cerca de cinco millones de refugiados sirios desplazados en diversos puntos del globo. Nos dicen que el Mediterráneo es el Mar Mortum, repleto de cadáveres que no alcanzaron la costa, y que miles de ellos están varados en Grecia, perdidos por Macedonia o detenidos en Hungría. Nosotros escuchamos la noticia, miramos el televisor con el rabillo del ojo y seguimos comiendo. Nos dicen también que a diario mueren centenares de personas en atentados en Kabul o Bagdad y que otros cientos fallecen en bombardeos en Siria. Tanto les da quién les ha asesinado, ellos ya son cadáveres olvidados. Parece ser que a nosotros tampoco nos importa demasiado. La vida sigue igual. Aquellos refugiados que consiguen no ser deportados a Turquía y alcanzan un destino aparentemente seguro aún deben luchar por reivindicar sus derechos. De estos, ni se habla en la televisión. En ellos, ni pensamos. Con ellos, sobre ellos, Kaurismaki ha creado su última película, una obra a la vez bella y necesaria.

Aki Kaurismaki decidió hace un tiempo elaborar una trilogía portuaria. Su primera parte fue Le Havre (2011), obra maestra y pieza clave de su filmografía. En Le Havre Kaurismaki elaboraba una historia de dignidad con su estilo habitual: personajes humildes, una lucha egoísta frente a la amistad, diálogos los justos y una puesta en escena tan minimalista como colorida. Sin embargo, en aquella ocasión, desplazaba el foco de Finlandia a la ciudad francesa cerca de la cual se establecieron grandes campamentos de refugiados. Le Havre tiene un protagonista en fuga, un niño subsahariano en busca de paso al Reino Unido.

El otro lado de la esperanza es el segundo eslabón de la prometida trilogía y nos sitúa ahora en una ciudad portuaria finlandesa. Kaurismaki traza los itinerarios paralelos de dos hombres que están destinados a encontrarse. Por una parte, Wikstrom, un finlandés que, cerca de la jubilación, opta por romper con su rutina y se arriesga a un nuevo negocio, un restaurante de menú y empleados tan peculiares como lo suelen ser en la filmografía del director. Por otro lado, un refugiado sirio de trágica historia que llega escondido en un carguero y cuya obsesión es reencontrar a su hermana a la que perdió en la frontera húngara. El primero rompe su itinerario vital y el segundo llega a puerto tratando de recomponerlo…

¿Material para una comedia? Hace menos de dos meses comentaba que Toni Erdmann (M. Ade, 2016) era un drama contado en tono de comedia. Y, de hecho, tal reflexión podría aplicarse al grueso del cine de Kaurismaki en el que las mayores desgracias se nos cuentan puntuadas por hilarantes gag o por situaciones que resultan cómicas por la inadecuación de los personajes al contexto en el que se mueven. El otro lado de la esperanza tarda en inclinarse hacia la comedia. Wikstrom abandona su hogar en la negra noche, viaja en un coche viejo y se aloja en un hostal de mala muerte. Khaled llega ilegalmente y es amenazado con la expulsión. A mitad de la película vemos muy difícil el futuro de ambos en sendas escenas que revelan la miseria de la sociedad occidental. La primera, en tono de comedia, da a entender que Wikstrom compra un negocio ruinoso a un estafador que nada más vender el restaurante, miente sobre las deudas que tiene tanto al comprador como a sus empleados y huye al aeropuerto, dinero en mano. La segunda encadena el fallo judicial que determina Siria como lugar seguro para repatriar a Khaled con el noticiario que enseña los cadáveres recuperados de los escombros tras el último bombardeo sobre Alepo. Kaurismaki es honesto e inteligente. Si el maduro negociante, para tirar adelante el negocio, reinventa la carta y el estilo del restaurante, el director finlandés no elabora su película al estilo clásico del cine de denuncia. No ocultará ni el horror ni la injusticia pero nos dará una obra que no sepa simplemente a protesta sino que apetezca disfrutar. Ken Loach tendría mucho que aprender de él.

En su segunda mitad, mediante numerosas y discretas elipsis, con ambos personajes trabajando juntos, Kaurismaki nos permite ver las dos caras de nuestro mundo. Vemos los torpes (y divertidos) esfuerzos del restaurador por travestir un bar de barrio en un restaurante de sushi mientras el refugiado se esfuerza por sobrevivir sin que sea atrapado por autoridades o grupos racistas violentos. La solidaridad y el egoísmo, la hospitalidad y la xenofobia, se dan la mano del mismo modo en que se entrelazan comedia y tragedia hasta un final realista que puede tomarse como feliz y como infeliz. Un par de planos finales, con el héroe tumbado contemplando la peculiar tierra prometida, evocan héroes de Sam Peckinpah mientras nos sitúan en el contexto urbano europeo, recordándonos que todo esto sucede cerca de nuestras casas.

Habrá que ver en qué consiste la tercera entrega de su prometida trilogía. Por ahora, tras los millones de desplazados y muertos de Oriente Medio, tras las decenas de miles de ahogados y los centenares de miles de refugiados al otro lado de nuestras fronteras, Kaurismaki ha hecho mucho más que la mayoría de nosotros por llamar la atención hacia ellos y hacia nuestro papel respecto a ellos. Lo mínimo que puedo hacer es llamar la atención sobre una obra que nos retrata y nos interpela.