Kahlo Pothi, de Min Bahadur Bham / Una historia de locos, de Robert Guediguian

Tan cerca, tan lejos. Política y cine

A raíz de la publicación reciente de nuestro compañero Enrique Pérez sobre lo político en el cine español, me planteaba hasta qué punto esta temática estaba presente en nuestras pantallas de modo habitual, sin que “lo político” fuera más que un mero pretexto para desarrollar una historia de intriga o el telón de fondo de un drama social o romántico. Estrenos recientes me han dado la respuesta, pero, a su vez, me han generado preguntas sobre la forma idónea para enfocar este género.

Una aldea en el Himalaya

Lo más lejano posible. Una aldea en el Nepal del cambio de siglo. Y, una vez más, el planteamiento que nos hacemos en otras ocasiones. ¿Podemos valorar con justicia la obra que se nos presenta, a cuyo contexto cultural, social, geográfico o político somos ajenos? ¿Podemos entender lo que se nos está contando, las implicaciones o ramificaciones de la historia que vemos en pantalla? Y la respuesta es afirmativa, siempre que el narrador tenga la capacidad de hacérnosla próxima. Es, por fortuna, el caso de Kalo Pothi, un pueblo de Nepal, una historia que nos recuerda a aquellas coproducciones asiáticas y europeas que nos acercaron a las estepas hace una década como La historia del camello que llora (Die Geschichte vom weinenden kamel, Byambasuren Davaa y Luigi Falorni, 2003) o El perro mongol (Die höhle des gelben hundes, Byambasuren Davaa, 2005). En su caso, sin embargo, hay otro factor añadido que es, claramente, la referencia a nivel anecdótico, estilístico y temático de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye doust kodjast?, Abbas Kiarostami, 1987).

Kalo pothi, un pueblo de Nepal es la historia de un par de amigos en un villorrio perdido en las montañas, de su amistad y de los riesgos que ésta y ellos mismos corren por una gallina negra. Pero evita ser una película “bonita”, sobre niños simpáticos en escenarios exóticos. Modesta argumentalmente, tampoco busca exhibir su buena fotografía (de la que podría presumir), sino que la utiliza dramáticamente en el retrato de la pobreza dentro de la pobreza. Prakash recibe un pollo de su hermana y lo custodia, orgulloso, con la ayuda de su amigo Kiran. Sin embargo, su amistad es amenazada por la miseria del padre de Prakash, ansioso de ganar dinero vendiendo la gallina, y por la del padre de Kiran, suerte de alcalde y perteneciente a una casta superior. Simultáneamente la guerrilla maoísta utiliza un alto el fuego para descender a la población y hacer propaganda en forma de singulares coreografías. Bahadur Bham, con pocas palabras, pero con muy acertada puesta en escena, nos sitúa en contexto. Un contexto que es, básicamente, frágil. En breve, la gallina, fugaz esperanza de futuro, es vendida, la hermana de Prakash marcha con la guerrilla, se quiebra el alto el fuego y hay nuevos ataques. No es tanto el argumento como el dominio del lenguaje cinematográfico que nos hace presente la situación. Tal vez no hayamos estado nunca en el Nepal ni sepamos gran cosa de la monarquía de ese país, pero Kalo pothi, un pueblo de Nepal nos da a entender más del porqué de la pobreza y la guerra que Robert Guediguian acerca de la lucha armenia. En el Nepal puedes morir de hambre, aunque el cine llegue a tu aldea. En el Nepal las amistades pueden ser censuradas por tabúes ancestrales. En el Nepal de 2001 había que convivir con la guerrilla porque podía ser a la vez amiga y enemiga. Nunca he estado allí, pero Bahadur Bam me lo hace entender fusionando en sus imágenes la cotidianeidad y la política, las chozas miserables y el aula dónde los buenos días aún se dan en inglés, las fiestas y los tiroteos. Sociedad y política enraizadas, la guerra como consecuencia. No hace falta mucha más explicación, evitemos obviedades o discursos. Tan lejos, tan cerca.

Armenia

Hace un par de años reflexionaba sobre la insuficiente propuesta cinematográfica en torno al genocidio armenio. Se estrenó El padre (The Cut, Fatih Akin, 2014) y la denuncia de aquel holocausto languidecía en los desiertos sirios, tras unas enérgicas secuencias de violencia y desembocaba en un inacabable melodrama que contaba el itinerario de un hombre que buscaba a sus hijas tras la diáspora. Al final del visionado el genocidio quedaba tan lejos, el espectador tan agotado, que ya no había impacto ni reflexión efectivos acerca de las causas del drama. Robert Guediguian, armenio de origen, vuelve ahora su mirada hacia el mismo hecho histórico y, una vez más, el cine no es capaz de retratar el conflicto de manera integral. Basándose en la crónica de un escritor español, herido en un atentado armenio y que reivindica ahora los mismos derechos que esgrimían los autores de la explosión que le lesionó, Guediguian construye una obra en tres actos. En el primero, en formato de reconstrucción documental, recupera el primer atentado armenio cometido durante los años veinte para revindicar la causa armenia, recordar el genocidio e internacionalizar el conflicto, apagado por los intereses alemanes en Turquía. En el segundo acto, situado en la década de los setenta, narra cómo algunos armenios en Francia deciden constituirse en grupo armado. En su tercera parte tiene lugar el planteamiento moral de justicia mediante el enfrentamiento entre la víctima (colateral) y el terrorista. Si Fatih Akin se decantaba por el melodrama, Guediguian, con su estilo simple y directo, se orienta a la reivindicación. Pero no es lo mismo trabajar los conflictos de L’Estaque que desarrolla en tantas obras previas, próximos a su cotidianeidad, que evocar la lucha de parientes más o menos lejanos. Tan cerca y tan lejos.

Las documentadas imágenes del primer bloque resultan mucho más verosímiles que el resto. La lucha por la tierra y por la dignidad de las víctimas de la diáspora y sus hijos es más creíble que la rebeldía de sus nietos, recogida en el resto de la película. A un guion esquemático que opone el conformismo integrador del padre a la agitación del hijo, el bajo presupuesto le resulta muy perjudicial. No se entiende, políticamente, la reacción de los más jóvenes y su integración en el Ejército Secreto Armenio para la Liberación de Armenia, más allá de situarse en un contexto sociopolítico que favorecía las revoluciones. No basta apelar a la mítica imagen del Monte Ararat, a las canciones tradicionales, a la abuela reivindicativa o a la personificación de la dignidad en la siempre eficaz Ariane Ascaride. Las secuencias que transcurren en el barrio armenio nos acaban resultando menos creíbles, más lejanas, que aquellas transcurridas en el campo de entrenamiento terrorista. Una historia de locos acaba perdida entre el dolor de la pérdida colectiva y la pérdida individual sin dar respuesta ni a la primera, dando por absurda la segunda y forzando la respuesta ante el conflicto moral en su conclusión. Cierto es que el cineasta francés consigue poner sobre la mesa las raíces del conflicto y las reivindicaciones, pero la opción asumida no resulta especialmente satisfactoria. Una lástima, puesto que la situación tal vez fuera equivalente a la que actualmente se da con jóvenes magrebíes o árabes que tienden a la revolución y el terrorismo en nombre de aquello que perdieron sus abuelos. Tan cerca, tan lejos.