Z, la ciudad perdida, de James Gray

Diario de un viaje soñado

Día 1

He vivido lo suficiente como para entender que ya no busco el viaje, sino que el viaje me busca a mí. Lo he aprendido a fuerza de verme una y otra vez apoderado por ese impulso que me recuerda que, frente a lo pasajero de nuestra existencia, únicamente el movimiento me alimenta de esperanza. Solo como ser itinerante me he descubierto. Solo así he entendido que viajando me miro al espejo y me desnudo de imposturas. Accediendo a lo desconocido, llegando donde nadie se atrevió a llegar. Revocando las fronteras, olvidando los arbitrarios límites que estas nos imponen. Por eso, toda mi vida he admirado a los exploradores, a los que rechazaban las comodidades para perderse en la maleza. Por eso, también, inicio esta aventura ingobernable que es la historia de Percy Fawcett. Una persecución que me adentrará en paisajes imposibles, en sueños brumosos y amenazas constantes. Es, ante todo, una necesidad de darse significado en el universo, aun si no se manifiesta como imperativo sino como instinto. Seguir la luz. Abrirse paso en lo inexplorado. Ser, en definitiva, sin los condicionantes de la civilización.

Día 5

El barco avanza en el océano con ímpetu, abriendo sus aguas. Su paso es firme, sus días relajados. Intuyo que cuanto más largo es el viaje más aceptas abandonarte a esa senda de autoconocimiento que promete pureza y peligro. Sandor Krasna me dijo una vez que había viajado por todo el mundo, y que solo le interesaba ya la banalidad. Entiendo esa inclinación por rechazar los lugares comunes de la experiencia asignados como trascendentes. La entiendo, pero creo estar seguro de desplazarme por otros motivos. Apenas puedo justificarlos, pero quiero pensar que en algún momento lo que busco se manifestará diáfano ante mis ojos. Mientras, descanso en un camarote de tercera. Allí recuerdo cómo se me aparecieron las imágenes de Fawcett en su espera hasta llegar a Bolivia. Un recinto inundado de luz, una luz que perfila sombras misteriosas revolviéndose en los catres. Siempre que recuerdo su relato no puedo evitar pensar en su luminosidad. Cálida, difusa, emborronada como el vago recuerdo de un sueño. Una historia en la que los personajes pueden parecer ingenuos, porque en realidad saben que allí donde van no necesitan ser otra cosa. Envuelta, también, de sonidos indecisos, de una música que imagino a la deriva para mecerlos en su osadía, onírica y penetrante. Los que la rechazaron encontraron una excusa para hacerlo: su inestabilidad indomable, que todo lo impregna y lo sume en la lejanía. Allí donde otros ya no quieren mirar.

z la ciudad perdida

Día 12

Cierta tristeza me invade al abrirme paso en el interior de la selva boliviana. Sé que mi gesto apenas podrá compararse con el de Fawcett, pues algo ha cambiado de manera irrevocable. Cuando él iniciaba su camino en la maleza lo hacía en otro mundo. Era un mundo que los mapas no agotaban, lleno de rincones que seguían siendo un interrogante. Y era tan hermoso, saber que existían aún lugares innominados, insospechados, ajenos incluso a la imaginación. Lo prometedor de un mapa inacabado. Una topografía llena de secretos tesoros perseguidos por los Martin y Osa Johnson, por los Burton Holmes y los Flaherty. Figuras que siguieron esa intuición hacia lo desconocido en un tiempo en el que la recompensa podía ser inmensa. Hoy solo aspiro a ser el reflejo sentido de aquella itinerancia, consciente de que nada queda sin pisar, que incluso el rincón más remoto ha perdido su virginidad a manos del hombre. Con todo, la jungla sigue siendo un lugar denso y hostil, que exige deponer certezas antes de introducirse en su corazón. En ese sentido, Fawcett llama al recuerdo del Capitán Willard o de Aguirre descendiendo el río y perdiéndose entre la frondosidad, aceptando entrar en los abismos de su propio ser con desastrosas consecuencias.

Día 41

He seguido el curso del río durante semanas. En todo este tiempo he acabado por concluir que la huella que busco no es la de un héroe dudoso y autodestructivo, sino la de un soñador que no teme al descubrimiento. El relato que he estado siguiendo no se sume en la oscuridad de Conrad sino que está bañado por la luz. Las imágenes que me inspira están llenas de escenarios vaporosos, en los que los rayos del sol se filtran tenues entre la espesura selvática o acarician un poblado de madera abandonado. El camino está plagado de paisajes que me desarman con una belleza inmensa e inmaculada. Pienso en los hombres de ese grupo encabezado por Fawcett atravesando esos mismos escenarios. Rostros conocidos como estrellas de Hollywood, que se han despojado de vanidad y propuesto su encarnación más pura. Los imagino agotados pero llenos de esperanza. Inquietos por lo que aguarda en el siguiente recodo del río, perdiendo lentamente el recuerdo de los atributos de lo civilizado. Atrás quedaban las reuniones de la Sociedad Geográfica, las miradas condescendientes y la reticencia a la maravilla. La risotada descalificadora como herramienta de superioridad científica. Imagino cómo aquellos rostros se perdían en los días y eran sustituidos por la extrañeza con la que recibe el paraíso a sus primeros visitantes.

z la ciudad perdida

Día 63

En medio del cansancio de una travesía por la selva me asaltan las dudas. Me interrogo sobre el sentido del viaje, el embarcarse en una empresa que revela nuestra extrema fragilidad frente a algo que no comprendemos, que invadimos y destruimos sin tener respuestas. Rápidamente me contesto con otra pregunta: ¿Y para qué vivir, sino para sumergirse en lo desconocido? ¿Y cómo vivir, si no aceptamos nuestra vulnerabilidad? Al fin y al cabo, no hay locura más destructiva que abrazar la normalidad y dejarse llevar por el cinismo social. Esto, principalmente, es lo que he aprendido siguiendo los pasos de las expediciones de Fawcett. No hay reacción más honesta que la de dejarse arrastrar por un sueño, incluso si a veces ello implica el sacrificio, la lejanía de los seres queridos. He imaginado al perfecto narrador de su historia, y he concluido que este entiende los senderos difuminados que se ofrecen ante nuestro paso por el mundo. Que hay elecciones que hacen daño, pero que nos acercan a nosotros mismos. Que existen amores que representan la aventura, el vívido arrebato que proporciona el saberse solo hijo del presente. Pero también otros que son la promesa de un cariño inagotable y sin sobresaltos, que planifican tus días con seguridad hasta la muerte. Que podemos tomar el camino de la familia y del honor. Pero también elegir el misterio del destierro. Solo ese narrador puede concebir un trayecto así hacia el corazón de los hombres.

Día 89

He creído ver ojos que me miraban en el corazón de la jungla. He sentido mi cuerpo vencido y el encogimiento del alma. Y a pesar de ello, hay un impulso que me invita a seguir. La selva amazónica es un lugar implacable, y sin embargo una inspección en la vida salvaje halla rápidamente un reflejo fidedigno de lo que somos en esencia. Fawcett sobrevivió a la enfermedad, la muerte y los ataques de los indígenas para acabar descubriéndose allí donde el aquí y el ahora habían desaparecido. En ese corazón lleno de claridad y de peligro entendió, quizá, que somos seres en busca de una explicación, movidos por la necesidad de seguir explorando. Si Z existió realmente poco importa ya. Lo relevante es que aquella ciudad magnífica en la imaginación fue la razón de una historia hecha de libertad y éxtasis. Avanzo recordándome esa máxima, sin esperar nada a cambio. Tampoco sin prever mi retorno.

z la ciudad perdida

Día 93

He recorrido buena parte del mundo. He caminado sobre playas que parecieran acabadas de nacer. He colmado los techos de muchas naciones. He convivido sin miedo con el desierto y con la oscuridad. Y nunca, hasta este momento, había sentido la inquietud que me invade ahora. Siento, con más fuerza que nunca, mi soledad junto al paisaje monstruoso y conmovedor. Pienso en la última expedición de Fawcett junto a su hijo Jack, y empiezo a creer en la necesidad del legado. El misterio de nuestro recorrido continuado en pro de una narrativa mayor e indescifrable. Me acuerdo de las palabras escritas por Alexander Supertramp antes de morir, y entiendo por fin que la dicha del descubrimiento no es completa si no es compartida. Imagino las últimas horas de Percy y Jack y no puedo ver angustia, sino una gran serenidad en medio la noche y el fuego de las antorchas. Imagino el rostro de un padre a un hijo haciéndole entender que han vivido más allá de lo que muchos no pudieron o quisieron. Una certeza mucho mayor que la existencia de Z justo antes de que sus figuras se desvanezcan en las tinieblas. Imagino, también, una mujer y una madre presa de la desesperación y el tiempo, aferrándose a cualquier resquicio de esperanza antes de penetrar, con lágrimas en los ojos, en un jardín envuelto por la niebla.
Tres meses después de mi partida las huellas de Fawcett se pierden en el barro, las palabras de su historia desfallecen en el viento. He desistido de cualquier rastro y vago sin rumbo entre árboles que acarician el cielo y ríos que recorren el continente. Ya solo puedo pensar en ese relato como colección de instantáneas de un universo al que ya apenas es posible acceder, difuso y bellísimo, pero imposible de aprehender. Imágenes de cuerpos disolviéndose en la luz y la vegetación, figuras que desaparecen para abandonar lo que una vez fue, o pareció, real. Las invoco una y otra vez mientras sospecho, por vez primera, que podría ya ser una de ellas.