Mi propuesta de itinerario transversal por la programación de esta séptima edición del D’A comenzaría evocadora y poética, retrotrayéndonos hasta esa infancia de casa en el pueblo, abuelos desatados y primeras tentativas por conocer nuestro lugar en el mundo. Continuaría perezosa, amodorrada, meciéndose al ritmo de la canción del verano y las siestas interminables. Y desembocaría en la adolescencia —mejor o peor llevada, dependiendo de la comprensión de los demás y de la propia y temprana hijoputez—; plagada de tentativas, de recuerdos desvirtuados y… y de algún que otro monstruo.
Aquellos mitificados años
Un entierro apresurado, un luto que ya sólo respetan los mayores y una huida al campo en plena verbena de San Juan. Terapia de la negación: la huérfana es apartada de todo en espera de que la familia digiera no se sabe muy bien qué vergüenza. Fue a comienzos de los años noventa, a dos puertas de tu casa.
Estiu 1993 (Carla Simón, 2017) representaría a la perfección su papel de crisálida en este cuento exento de finales felices que me propongo contaros. Un cuento que no es sino el tema favorito de los directores más jóvenes (en este caso, novel): la recreación de los que pasan por ser los mejores años de nuestra vida. Aunque desde la distancia —y con cierta actitud crítica— escondiesen hipocresías sociales, silencios incómodos e ignorancia disfrazada de oración nocturna.
Fue este un verano bien extraño. Conociste a una prima con la que hasta entonces no habías tenido mucho trato. Y unos extraños que afirmaban ser tus tíos se empeñaron ahora en hacerte de padres, como si no tuviesen bastante con lo suyo. Riachuelos, primeras incursiones en solitario, conciencia de esa libertad que no tiene por qué emplearse para hacer el bien.
Y tener que ir adivinando, construyendo la verdad a partir de frases sueltas, de cuchicheos en la madrugada, de crueldades impías antes o después de la señal de la cruz. Nadie tuvo la culpa de no saber. Pero todos tuvimos algo de culpa por no querer entender.
Han pasado unos años. La casa del abuelo es ahora una segunda residencia que empezó solitaria y acabó integrada en una urbanización de proscritos de la gran ciudad, con billete de vuelta a la trena gris al concluir el fin de semana.
Tres generaciones compartiendo bagaje emocional, conformado a partir de viejos álbumes de fotos, narraciones de gestas deportivas o sobremesas con plagas de mosquitos. En La película de nuestra vida (Enrique Baró, 2016) cabe imaginario cinematográfico, memorabilia, bicicletas sin ruedas y muertes de spaghetti western con revolcón simulado. Un aroma a Valhalla perdido, a ausencia de obligaciones, a terreno de juego en el que expandir el universo de obsesiones propias.
Pero hete aquí que empiezan a verse las primeras grietas. Que ese paraíso artificial que tratan de construir nuestros padres alrededor de nuestras tempranas existencias, resulta ser, grosso modo… una cárcel de oro. ¿Nos repondremos de la impresión o seguiremos jugando, sin más, en ese alienante jardín de infancia?
La protagonista de Kékszakàllú (Gastón Solnicki, 2016) se enfrenta con inusual valor a una encrucijada que no es tal para los de su extracción social. Entre seguridad e independencia, escogerá esto último. Mucho más valiente que iniciar los estudios universitarios de una materia que ni siquiera sabe qué aplicación práctica pueden tener en la vida.
Encrucijadas, he dicho. Caminos que se intersectan caprichosamente sin aclararnos su sentido y dirección, su oscura misión en el ámbito de nuestras vidas. Otro adolescente asiste en este caso a los estertores del punk en 20th Century Women (Mike Mills, 2016). Su accidentado viaje hacia la edad adulta cuenta con el concurso de una madre genuinamente cómplice y de dos amigas que le servirán de guías del desfiladero. Aprenderá a partir de la experiencia, de la mano de las mejores profesoras: las que ya han sido vapuleadas, las que saben de lo que hablan.
Su reverso femenino podría ser la heroína juguetona y algo perdida (pero dichosa de estarlo) de People That Are Not Me (Hadas Ben Aroya, 2016). Encantada de no conocerse del todo. Tratando de aclararse pero sin obsesionarse por las revueltas que pueda encontrarse por el camino. Topando con hombres que disimulan su insustancialidad con discursos intelectualoides, con poses atormentadas, con una apatía crónica.
¿El antídoto a una madurez deprimente? Una infancia interminable. No, no hagas que ‘no’ con la cabeza. Si hubieses podido elegir, te hubieses quedado allí, ajeno al juicio de unos y de otras. Sonríe. Será la última vez que lo hagas en este artículo, porque a partir de ahora nuestra senda se torna tenebrosa.
Carretera perdida, edad maldita
El amor quintaesenciado (dulzón, casi indigesto) gira hacia el surrealismo y la pesadilla en la mórbida Le Parc (Damien Manivel, 2016). Dos hijos de la ingenuidad rondando por un parque que juega a metáfora de lo que uno quiera. Un romance apresurado, inverosímil a pesar de su aire ingenuo. Y de repente…el tiempo detenido.
La cita concluye con promesas de tontería eterna, pero algo le sucede a ella. Como si de un problema en el software vital se tratase, la adolescente queda retenida en la loma de este campo impostado. ¿No hay vuelta atrás o, en realidad, quizás no haya hogar? Sólo desandando el camino transitado —eso sí, entre las sombras amenazantes que ahora proyecta la luna— podrá volver al mundo de los vivos. ¿Podrá?
The Levelling (Hope Dickson Leach, 2016) abunda también en esta idea de ruptura irremisible. Una veterinaria vuelve al lugar donde se forjó su trauma: la granja paterna. Allí se vio obligada a tomar decisiones drásticas sobre su vida, no tanto por propia elección como por ganas inmensas de salir pitando de allí, como fuere. ¿Otra Clarice Starling aterrorizada por el silencio de los corderos?
De manera tácita y sobreentendida, el hermano se quedó como ayudante y futuro administrador del complejo, en irrefrenable caída libre. Su muerte —precisamente, durante la ceremonia donde trataba de oficializarse este traspaso de poderes entre el padre y el hijo— la obliga a volver. Un entierro, muchos recuerdos, una terrible sospecha.
La maldad del progenitor quizás no fuese tal. Puede que los propios deseos —ese egoísmo al que nos gusta llamar libre albedrío— ayudasen a distorsionar el papel jugado en nuestras vidas por un pobre hombre que sólo quería continuar con su penitencia: ordeñar, emparejar, malvender, subsistir.
Algo se ha roto para siempre en el retrato de ese adolescente sublimado en la evocadora 20th Century Women. Los dos últimos casos resultan terribles en su precisión de entomólogo sádico: el niño cargado de esperanzas deviene matarife desprejuiciado, continuador de los miedos y las obsesiones de la generación anterior. Sin solución de continuidad.
The Student (Kirill Serebrennikov, 2016) y Playground (Bartosz M. Kowalski, 2016) estaban encuadras dentro de la sección Transicions. Unas “transiciones” que devienen casi en registros científicos de mutaciones sociales: sus directores (ambos del Este, ambos procedentes de dos países donde la crisis moral está tratando de ser parcheada con un nuevo revival del “hecho religioso”) no están por la compasión o las soluciones de compromiso. En ambos casos sus conclusiones son crueles, casi cínicas por lo descarnado e irrevocable.
The Student es la historia de una obsesión. Una obsesión alrededor del libro más leído de los últimos 21 siglos: la Biblia. Ese hecho —el que a fin de cuentas tan solo se trate de un libro— no parece afectarle lo más mínimo a Veniamin: en sus páginas ha encontrado un compendio de frases que pueden ser utilizadas como axiomas en cualquier momento y lugar. Incluso en el propio instituto, donde se supone que otros referentes más sabios que él deberían de educarle en el pensamiento crítico.
Pero con unos cuántos prejuicios a cuestas se demuestra que esta labor es inviable. No hay diálogo constructivo que valga. No hay pulso intelectual. No hay debate. La madre Rusia (tan pródiga en místicos charlatanes) calla y mira hacia otro lado. Porque la suya ha sido siempre una nostálgica búsqueda del Orden a cualquier precio. A popes y profesores —tan perdidos como este talibán autodidacta— ya les están bien los cuatro evangelistas como substitutos de un conocimiento en cuyas filas parecen estar militando por mero compromiso.
Al principio os prometí el infierno. Y ya está aquí, sin trompetas ni apertura de cielos. El infierno es el patio de un colegio donde todos los protagonistas tienen cámaras en sus móviles con las que rodar su thriller crudo en primera persona. El infierno es una rutina —en eso se ha convertido, por desgracia, la educación— que no rescata de la marginalidad a los menos favorecidos ni del odio a los más rencorosos. Una educación que no educa, vamos.
Playground haría las veces de epílogo desesperanzador en este recorrido por lo que fuimos (Estiu 1993), lo que nos hubiese gustado ser (20th Woman Century) o incluso lo que nos hubiese gustado hacer (People That Are Not Me). Su penúltimo plano cierra en plan Haneke algo que había empezado a lo Renoir. Quizás el naturalismo o incluso el impresionismo fílmico acaben siempre en esos alrededores: los del realismo descarnado, como contraposición adulta —¿asqueada?— a un tiempo que nos duele recordar. Por imperfecto que fuese.