Un, dos, tres, estàs morta
Y la muerte, que yo siempre había considerado
la magnitud más importante de la vida, oscura,
atrayente, no era más que una tubería que
revienta, una rama que se rompe con el viento,
una chaqueta que cae de la percha al suelo
Karl Ove Knausgård, La muerte del padre
En contra de lo que se suele creer, cuando la muerte pasa cerca, y más aún a una edad temprana, ésta no provoca rechazo ni miedo, sino fascinación. Ese mundo de certezas en el que habitabas hasta la fecha (mis padres, mi familia y mis amigos estarán siempre a mi lado porque así es como debe de ser) de repente se convierte en un lugar extraño y misterioso en el que todo es posible.
Esto es lo que sucede cuando una figura importante para nosotros desaparece siendo niños; están la pena y la tristeza, sí, pero también la excitación de descubrir una brecha en esa realidad que creíamos conocer tan bien.
Y ahí es justamente donde reside la grandeza de una película a priori tan pequeña como podría ser sobre el papel Verano 1993 de Carla Simón, en su voluntad de transitar ese espacio y, sobretodo, en haber elegido el mejor momento para hacerlo: durante el verano.
El verano (bien lo sabía Rohmer) es la época perfecta para la exploración de las ideas y los sentimientos. Una época en la que el mundo se detiene y se pueden analizar con detenimiento todas esas cosas sobre las que se suelen pasar de puntillas durante el resto del año debido al ajetreo de la vida cotidiana.
Frida, la protagonista de Verano 1993, no ha de ir al cole; no ha de hacer deberes ni pelearse con los profesores. En lugar de eso, Frida debe recorrer una casa nueva, tocar el fondo de una bañera con la cabeza, aprender el padre nuestro, matar moscas, hacer ofrendas a una virgen, adentrase en el bosque para abandonar a su nueva hermana, bañarse en un río o buscar a su madre entre los árboles.
Mucho se ha hablado de la naturalidad y del realismo de la ópera prima de Carla Simón, pero para nada es eso lo que hace que sea una obra interesante, sino su capacidad para retratar sin estridencias la cosa más extraña que puede suceder en este mundo (la desaparición de un ser querido) y todo lo que esta conlleva.
Verano 1993 es una película excitante no por su capacidad para retratar un entorno y situaciones que todos conocemos, sino por su habilidad para transmitirnos en todo momento la sensación de que esa realidad aparente que estamos habitando puede quebrarse y dejar penetrar lo desconocido.
Debajo de todas las imágenes de la película, a pesar del sol, la música ligera y la ropa de colores, no lo olvidemos, se esconde la muerte.
¿Estamos pues ante una película morbosa? Nada de eso.
El arte cinematográfico, como muy bien supo ver Andrè Bazin, no se inició ni con los Lumière ni con Edison, ni siquiera con Marey o Muybridge, sino con las antiguas culturas que trataban de liberar a sus muertos de la erosión propia del paso del tiempo embalsamándolos. El cine y la muerte siempre han tenido un profundo y luminoso vínculo, que no tiene nada de morboso. Un vínculo basado en la voluntad de rescatar a los seres queridos, hacer que estén con nosotros para siempre. Verano 1993 es una película sobre la infancia, pero no solo sobre la de su protagonista, sino sobre la del propio medio. Una película que bebe de las fuentes originales del cine, de su impulso primitivo, en definitiva, de su razón de ser.
Pensemos sino en su abrupto final: solo cuando Frida asimila el vacío que se esconde tras la muerte (esa “chaqueta que se cae de la percha” de la que nos habla Knausgård) y rompe a llorar, es cuando la cámara se decide a abandonarla para siempre.
Su experiencia fascinante con el misterio de la muerte ha terminado y Carla Simón nos obliga a huir corriendo para evitar que nos contagiemos con esa nueva realidad.