Sieranevada, de Cristi Puiu

Asuntos de familia

Se utiliza a menudo el término berlanguiano para describir alguna comedia española de interpretación coral y movimientos un tanto tumultuosos. También se utiliza el término buñueliano en alguna comedia con toques absurdos. Insólita y acertadamente, pueden utilizarse ambos términos para comentar esta película rumana que va mucho más allá de la comedia costumbrista.

Conocimos a Cristi Puiu en la magistral La muerte del Señor Lazarescu (Moartea domnului Lãzãrescu, Cristi Puiu, 2005). Una obra sobre la muerte, pero también sobre la vida. Una reflexión sobre la falta de dignidad en un sistema sanitario decadente y decaído que negaba la ayuda a los menos favorecidos y negaba la profesionalidad de una mujer, de una enfermera supeditada al estamento médico. Un sistema sanitario y unos roles de poder que reflejaban la situación de una sociedad en otros ámbitos. Lejos de representarse como una tragedia el drama del señor Lazarescu, traído y llevado a círculos descendentes de un infierno burocrático, era mirado con tintes de comedia muy negra. Una comedia que se desvanecía, que sólo asomaba muy puntualmente, en su tercer largo, Aurora (un asesino muy común) (Aurora, C. Puiu, 2010), una obra excesivamente morosa y dilatada. Ahora, Sieranevada recupera el humor no de forma esporádica sino de forma reiterada, mientras Puiu contempla, de tú a tú, a sus personajes, a esos primos y cuñados, que tratan de sentarse a la mesa. Sieranevada es la crónica de una ceremonia familiar distorsionada. Una familia nada especial, aunque plagada de problemas y rencillas, como las nuestras, como toda la sociedad. Y, recordemos, que a veces queremos estar con la familia, pero que en muchas ocasiones se nos obliga a estar con ella.

40 dias tras la muerte del patriarca, la viuda decide convocar a toda su prole a una ceremonia típica de su región de origen. Hija e hijos, nueras, nietos, hermana, cuñado, sobrinos, vecinos y amigos deben participar en una comida, bendecida por el pope, en la que el difunto participará encarnado en sus propias ropas, llevadas por un familiar. Cristi Puiu, pícaramente, no nos lo explica hasta media película, sumergiéndonos desde el mismísimo plano inicial en diversas discusiones familiares para que el espectador vaya identificando el carácter y la situación de cada uno de los actores del drama… aunque al final del mismo aun nos sea difícil entender las relaciones de algún personaje con los demás. Lari, el primogénito, el mejor situado económicamente y esposo de una mujer ambiciosa (a quien le fastidia que su hija vista el mismo disfraz de personaje Disney que una compañera de menor nivel social), será nuestro guía en este laberinto familiar. Un guía que trata de mantenerse al margen de todas las discusiones en curso a su llegada a la antigua vivienda y cuya mirada es recogida en varios planos secuencia. Mediante discretas panorámicas vemos lo que sucede en las diversas habitaciones dispuestas en torno al pasillo recibidor en el que Lari permanece inmóvil, como un observador ajeno a lo que sucede, y que nos permite ir conociendo los rostros y roles de algunos de los diversos personajes. Cuando por fin Lari se desplace a la cocina, al comedor o alguna de las habitaciones del domicilio, se nos irá presentando de modo tan directo como sutil cada uno de los pequeños dramas cotidianos: la tía histérica que se queja de un marido maltratador, los sobrinos furiosos que huyen de la situación (uno, sumergiéndose en las teorías conspirativas de internet, otra, en adicciones diversas), la hermana en tensión constante con un cuñado que trata de desentenderse de rencillas familiares, la vecina que añora la época comunista, el viejo profesor desubicado, la madre, en fin, obsesionada con su ceremonia… Nada, en definitiva, que se vincule exclusivamente a los países del Este y que sin embargo nos puede resultar extremadamente familiar, presente en nuestras cenas navideñas.

Historia universal, pues, y a la que por ello se podría tachar, a priori, de poco original. El mérito de Puiu es que acompaña una soberbia escritura de personajes con una puesta en escena realmente asombrosa, que nos lleva, casi imperceptiblemente, de lo coral a lo individual. La entrada de la sobrina con la amiga inconsciente (y la sospecha prolongada acerca de su estado vital, ebria o muerta), las discusiones sobre el 11 de setiembre o la dilatada espera por el pope no son sino sucesivos macguffin que permiten ver las reacciones de los diversos personajes ante la contrariedad y que revelan su (escaso) interés por la familia o por el acto en el que deben participar. Puiu lo observa todo, con Lari como proxy, con ironía absoluta y se permite emular a Buñuel dilatando el tiempo a la espera (aparentemente infinita) de un pope que no acaba de llegar, evitando por ello que ninguno de los personajes pueda echar bocado a los manjares que van apareciendo en la cocina o sobre la mesa. Un menú que seguirá reticente a ser comido puesto que nuevos inconvenientes evitarán el ágape: una discusión con los amigos, un error en la talla del traje que debe utilizar el sobrino para encarnar al tío difunto (y que resulta ser varios números mayor) o la colérica aparición del tío maltratador e infiel…

El retrato que Puiu hace de la sociedad rumana a través de este microcosmos es tan ácido como lacerante y, para no dejar títere con cabeza, acaba prohibiendo el papel de Lari como simple espectador. Aprovechando un giro de guion, necesario para aliviar la sensación de claustrofobia y desencallar en off algunos hilos dramáticos, sitúa a nuestro cicerone al volante de su vehículo, envuelto en una una discusión de tráfico, provocada por su mujer. Allí, encuadrado desde el asiento de atrás en plano fijo, Lari acaba por ceder a la tensión acumulada hasta entonces narrando un episodio de su infancia. Un episodio cómico que no sólo revela aspectos ocultos de su difunto padre, sino que reverbera en sí mismo, revelando aspectos ocultos de su propia vida. Tanto lo narrado como el cambio de rol de Lari (de representante del espectador a personaje implicado) aumentan el impacto dramático sobre el espectador y funcionan como una caja de resonancia de todas las anécdotas y los conflictos que previamente hemos visto.

Un giro argumental que, al regreso al apartamento, permite también, finalmente, liberar a los personajes de su maldición y permitirles alcanzar la comida hasta entonces prohibida. Caídas las máscaras, la comedia de la vida podrá continuar, sin remisión.