Siete deseos, de John R. Leonetti

Un monstruo (no) viene a verme

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Y aún a riesgo de comenzar esgrimiendo un lugar común, no está de más repetir lo ya sabido: pocas herramientas textuales han resultado tan útiles para pensar la adolescencia como el cine de terror. Por encima incluso de los antihéroes, los manuales de autoayuda y los libros de poemas esos de moda que ahora venden en el Carrefour. La exploración definitiva de aquellos malestares es esencialmente cinematográfica, delimitada casi siempre entre los parámetros de una serie B de consumo rápido, carne casi instantánea de video on demand. No importa que los melancólicos y los neuróticos tristes intenten vendernos la tontería esa de la nostalgia: la adolescencia fue una cinta barata llena de música mala subrayando los malos momentos. En la adolescencia se aprende ante todo la importancia de las experiencias estéticas, ese desvelamiento que nos acompañará por siempre como un legado incómodo que se queda pegado a la piel: en efecto, nada dolía tanto como aquellos ojos que miraron una cierta película, preguntándose con extrema seriedad hasta qué punto merecía la pena seguir vivo.

De ahí que detectemos una pobreza inherente a la adolescencia que se plasma mejor que ningún lado en los tópicos, en los arquetipos, en los guiones de segunda clase que rascan unos dólares de las grandes partidas a la hora del reparto de las majors. Guiones llenos de polvo, escritos como sin ganas.

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Sin duda, resulta catastróficamente fácil tirar por tierra una película como Siete deseos (Wish Upon, John R. Leonetti, 2017). Ha sido producida y exhibida pensando en las horas muertas del verano, en el beso furtivo del lobo alfa que no tiene pasta para pirarse a la playa y se larga con la chica lumpen de turno a la última fila de la sesión de las diez de la noche de un martes. Hay aire acondicionado, pagan con el Carnet Joven, quizá a la salida tengan sexo. Como ocurre casi siempre, el hecho de que nadie parezca creer en esta película permite a su vez que emerja una cierta experiencia de la humildad cinematográfica que sorprende por su candidez y por su ternura. En efecto, hay algo hermoso en esas imágenes desmañadas que se proyectan en cada sala sabiendo que nadie ha creído en ellas.

Sin embargo, hay un primer dato capital, francamente interesante a propósito de esta humildad: Siete deseos no tiene un monstruo. Si acaso, tiene un movimiento de cámara con forma de travelling ascendente que toma como punto de referencia un demonio chino de cartón piedra que muestra sus colmillos a cámara. No hay dinero para animar un bicho modelado en tres dimensiones, así que el cine de la pobreza lo tiene que conjugar a través del lenguaje y de las historias que se cuentan los protagonistas. La “ausencia-de-monstruo” casa bien con aquello del sueño adolescente: el monstruo soñado que nunca viene a ver a las niñas pobres del extrarradio y de los institutos enfermos de austericidio. El monstruo que viene a verme (y únicamente por esto ya merecería la pena tomar la película con una absoluta seriedad) no es tanto la maldición china de turno, ni la inevitable colección de cadáveres desmembrados de la manera más ridícula posible. Muy al contrario, el monstruo de la película es la vergüenza misma de la pobreza, el padre que se pasea rebuscando en la basura delante de todo el mundo. Padre que busca los metales oxidados de los años de bonanza, los cartones manchados de grasa, Las pequeñas basurillas tecnológicas que los otros ciudadanos van lanzando a los contenedores de la obsolescencia (social) programada. Y hay pocas cosas más tristes que la adolescencia del niño pobre, el perfume de la marginalidad que viene a toda hostia clavándose en la piel mal nutrida, y que tapa su vergüenza y sus ronchones con maquillaje barato y agrietado. Maquillaje Hacendado contra la miseria.

El terror de ser pobre, y encima adolescente, que no es sino el tropo más apasionante y recurrente al que vuelve una y otra vez el cine de terror norteamericano contemporáneo. Habrá que ver, por cierto, si en España los grandes maestros del género se atreverán a rodar de una puñetera vez la película de horror situada en los institutos públicos arrasados y por las políticas neoliberales, o si por el contrario, preferirán seguir moldeando monstruos en 3D situados muy lejos. Tan lejos, por ejemplo, como la sacrosanta transición española.

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Y no deja de ser cierto que la película funciona a tirones, y que tiene serios problemas tanto en la gestión de la información con el manejo de las elipsis. Tampoco se puede evitar señalar que el montaje se arroja una y otra vez en decisiones catastróficas, empezando por la sección innecesaria de las secuencias, y acabando con los torpes intentos de generar tensión mediante el montaje paralelo. Son cuestiones técnicas, que quizá, en vez de lastrar el producto hacen emerger una suerte de aceptación de la pobreza audiovisual. De igual manera que el padre de la protagonista se va nutriendo de despojos, aquí la propia enunciación parece ir rebuscando por las escombreras menos inspiradas del género. Merece la pena, eso sí, marcar una breve diferencia: la película sugiere también un inteligente uso de la relaciones entre movimiento interno y trabajo de cámara. En efecto, es precisamente en los planos largos donde se intuye la precisión y el buen hacer de Leonetti. Cuando los tiempos de rodaje y la lógica narrativa se lo permiten, asistimos al despliegue de una humilde pero muy estimulante caligrafía fílmica. Las relaciones entre objetos —una mano que sujeta un móvil, un pie que se posa en el suelo, una chica que se mira al espejo— quedan construidas entonces con una apasionante precisión desde el interior del encuadre. Es en esa doble naturaleza entre lo que queda mostrado en tanto plano inserto, pero posteriormente conectado mediante el flujo interior de la cámara, donde vemos realmente esas pistas que apuntan a un auténtico placer por contar, por mostrar, por construir imágenes. Es una pena que apenas se cuentan con los dedos de una mano, pero a la contra, demuestran que incluso en la más insulsa de las situaciones dramáticas, puede estallar la alegre celebración de la imagen fílmica.

Algo ocurre también en la gestión de los detalles que tienen que ver con los cuerpos, con las máscaras, las identidades. El trabajo de casting supera, con mucho, lo que solemos ver en una cinta del género. Todos los actores parecen tener dos caras: la del arquetipo que representan (la pija insolente y triunfadora, el rubio guaperas de sonrisa Colgate, la chica tímida de gran corazón…), pero al mismo tiempo, hay un cierto emborronamiento del lugar común. Al igual que con los movimientos de cámara, apenas son chispazos que deben leerse con atención: una pequeña frase de diálogo, una cierta manera de vestir, incluso en el límite —y esta me parece la apuesta más valiosa—, una cierta forma de la fisicidad y de su retrato por la cámara: los besos, las caídas, las pequeñas sonrisas, los ademanes. En los mejores momentos de la película, los personajes se enfrentan contra sí mismos, o lo que es mejor, desvelan precisamente aquello que está al otro lado de la película: arañan el arquetipo, lo retuercen, lo ridiculizan o lo vapulean.

Siete deseos no pasará de ser una anécdota veraniega de noventa minutos, pero apunta algunos detalles interesantes. Configura un cierto futuro tanto para la escritura Leonetti como para la presencia en pantalla de una estupendísima Joey King. Ambos han conseguido construir juntos en una agradable tarea casi artesanal un humilde mundo construido sobre el absurdo, la banalidad y la fragilidad. Y por cierto, ¿no es ese un buen argumento para defender humildemente una película de terror veraniega?