Detroit, de Kathryn Bigelow

El peso

La sensación de salir del cine como si fuera imposible encontrar ningún tipo de hogar. Cruzarse silenciosamente con las familias que entran en las salas cercanas en las que se exhibe la última de Dreamworks y tener que realizar mecánicamente los mismos gestos —bajar la escalera mecánica, dirigirse al vehículo, encender la radio— realizando un tremendo esfuerzo para encajar la película visionada y el mundo en el que uno habita. Una gran parte de la teoría fílmica de los primeros años giraba en torno a la idea de un cine capaz de reproducir la realidad. Creo que Kathryn Bigelow ha conseguido exactamente lo contrario: hacer un cine que, precisamente a fuerza de chocar brutalmente contra el mundo, genera una angustiosa sensación de profunda irrealidad. Detroit está construida a medio camino entre el biopic, la película de terror, la cinta bélica, la ficción judicial y el musical más amargo que pudiera imaginarse. Parece una película descompuesta, desencajada entre los múltiples niveles significantes que van adquiriendo sus imágenes: por momentos la cámara al hombro rueda espasmódicamente una persecución, después un plano se abisma sobre un rostro de un hombre que canta en un teatro vacío, más tarde un contrapicado acariciará una calle llena de niebla en la que las siluetas de esos soldados que parecen extraterrestres dibujan extrañas sombras chinescas sobre el encuadre. La película es insoportablemente física, se impone en esa texturalidad en la que los cuerpos sangran, fuman, son golpeados, son arrastrados de una habitación a la otra. Por mucho que la división narrativa la presente como una suerte de tríptico (presentación de personajes/incidente en el motel/consecuencias jurídicas), la película queda anudada y asfixiada por el peso de la parte principal. De hecho, es imposible no sentir una suerte de alivio al notar cómo el montaje se va alejando progresivamente de esos planos cerrados en los que los rostros de los acusados, apoyados contra la pared, gimen con los ojos bien cerrados y las manos bien extendidas.

La película, como si fuera una peonza enloquecida, va virando desde las superestructuras del poder hasta la catástrofe concreta de cada pequeño individuo. Bigelow hace así lo que mejor le sale: realizar una crónica inteligentísima y afilada de la manera en la que la Historia queda anudada en la piel de sus protagonistas, la manera en la que no pueden separarse claramente los titulares (y sus agujeros significantes) de los hombres y las mujeres que son atrapados por sus redes hipnóticas. Los yonquis de la Historia, los que se inyectan la Historia sin saber que están siendo succionados por la aguja/cámara de la cineasta. La diferencia es que esta película provoca mucho más terror que sus antecesoras precisamente por retomar la problemática misma de la víctima, esa problemática mayor que tenemos clavada en el pecho y que no terminamos de saber digerir. La Historia embalsamada que peina sus cabellos con la sangre seca de los cadáveres anónimos que va apartando, decía Hegel, con exquisito cuidado en sus linderos. No basta con bajar a las fosas comunes y a las cunetas —si bien, por supuesto, habrá cineastas y ciudadanos que consideren ese gesto vulgar, pasado de moda, incómodo, mientras brindan en el primer vagón del tren que conduce al progreso. Qué mala educación la de la víctima, que no contenta con morir y ser olvidada —ser fundante y fundadora de la Gran Historia de las patrias—, a veces reaparece con la intención de tener, tantos años después, algo que decir.

Y ahí Detroit es imbatible, es una película gigantesca, eso que ya he llamado en tantos otros lugares “un film que funciona como una tabla ouija”. No hay piedad alguna en su gestión de los acontecimientos, hasta el punto de que en los momentos más asfixiantes —especialmente aquellos que suceden en fuera de campo, o aquellos que hacen temblar a la propia cámara que los filma con su brutal violencia—, uno nota el dolor del cuerpo sentado en la butaca, el dolor de esa “irrealidad” que va infectando poco a poco la mirada y que muestra, ahora sí, el poder de la expresión cinematográfica. Explicado de manera rápida, la película consigue con su brutal mostración de unos acontecimientos que por pura injusticia y arbitrariedad resultan aplastantemente plausibles, ir desvelando como falsas todas esas otras imágenes que uno va consumiendo, que no llegan al fondo de las cosas, que las enmascaran, que las tapan para que no hagan demasiado ruido ni manchen demasiado. Sorprende esa capacidad con la que Detroit va arrancando capas a las otras películas para situarlas sobre su propia superficie con una gracilidad implacable: suburbios, música, cadáveres, primerísimos primeros planos, sexualidad, horror, y finalmente, el archivo.

La irrealidad —la sensación de que uno no puede estar en un mundo en el que esos acontecimientos puedan ocurrir, pero sobre todo, en el que puedan ser contados de una manera tan brutal e inmisericorde, tan honesta y tan angustiosa—configura la experiencia fílmica de esa Bigelow que rueda como Dios y que esta vez nos ha regalado una tarántula para depositarla, con extremo cuidado, sobre el pecho del espectador medio. Cómo pesan ciertas imágenes. Cómo se nota ese mismo peso sobre todo el cuerpo mientras la vida continúa y uno está obligado, de alguna manera, a seguir adelante habiendo mirado todo aquello.

Qué cine más extraordinario, por cierto, el que consigue que nos pese profundamente el acto mismo de mirar.