Kingsman: El círculo dorado, de Mathew Vaughn

El peso de la transgresión

Conocida es la animadversión que Alan Moore ha manifestado repetidamente hacia cualquier adaptación cinematográfica sobre sus obras. En una entrevista concedida a The A.V. Club en 2001, el genio de Northampton era interrogado acerca de esta cuestión. Moore tomaba prestada la respuesta que ante la misma pregunta había proporcionado en su día Raymond Chandler. En la citada ocasión, el escritor había reaccionado mostrando la biblioteca de su estudio y apuntando que sus obras estaban perfectamente.

Frente a ese distanciamiento del autor con las sucesivas derivas culturales en las que sus obras acaban embarcándose, uno no puede sino aceptar su postura y esforzarse por entender la adaptación como objeto cultural (casi) independiente en el que no necesariamente ha de mediar una voluntad de fidelidad para con el original. De otro lado, autores como Mike Mignola o Mark Millar han abrazado un papel más protagonista en las traslaciones de sus cómics a la pantalla, y por ende una responsabilidad mayor en ese diálogo intermedial. En ese contexto, el encuentro de Millar con Matthew Vaughn y la colaboración iniciada en Kick-Ass: Listo para machacar (Kick-Ass, 2010) prometía ser un fructífero puente entre cine y cómic en el que el primero podía aspirar a salvar, al menos en parte, las salvajes esencias del segundo. El escocés se había postulado como uno de los guionistas más irreverentes e implacables del cómic, capaz de retorcer hasta una brutal incomodidad los universos de Marvel, convertir a Superman en hijo pródigo de la Unión Soviética, someter la figura del superhéroe a implacables radiografías o firmar una obra tan poderosamente transgresora como Wanted. Precisamente esta última marcaba la principal adaptación que Hollywood había acometido sobre sus trabajos antes de la aparición de Vaughn: Wanted (Se busca) (Wanted, Timur Bekmambetov, 2008) avanzó las terribles dificultades que el cine mainstream iba a encontrar a la hora de adaptar a Millar, pues el espectáculo visual de la película de Timur Bekmambetov no podía desviar la atención sobre una amoralidad que se había disuelto en el camino.

Con Kick-Ass: Listo para machacar, Vaughn asumió el papel de efectivo traductor de las viñetas desquiciadas, atroces de Millar. Aún lejos de su violencia descarnada, esta asumía su discurso mientras flirteaba con los límites de lo aceptable para el blockbuster. El resultado encontró el éxito y aseguró la satisfacción del autor, quien en lo sucesivo se lanzaría a una nueva colaboración con el director. Kingsman: servicio secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014) se desarrollaría casi en paralelo al cómic y propondría una relectura maliciosa del imaginario de James Bond. En una de sus escenas más sagaces, el flemático líder de los Kingsman, Arthur (Michael Caine), le preguntaba al aspirante Eggsy (Taron Egerton) qué nombre le había dado a su mascota asignada para el adiestramiento, un pequeño e inofensivo pug. Eggsy respondía que J.B., ante lo cual Arthur asumía que las iniciales correspondían al celebérrimo agente del MI6. Ante la negativa del joven, este asumía entonces que serían las de Jason Bourne, para encontrarse finalmente con la inesperada respuesta: Jack Bauer, epítome del héroe de acción tosco que no deja prisioneros ni cede espacio a remilgos, era aquí la referencia. Como juguete, Kingsman recorría los lugares comunes del género a su manera, convirtiéndolos en terreno maleable sobre el que descargar su autoconsciencia taimada y sus coreografías salvajes con la cámara en el ojo del huracán. El espíritu transgresor de Millar, en fin, vivía en imágenes plásticas y ciclónicas, rematadas con una gran traca final en la que las cabezas de los poderosos volaban por los aires para diversión del protagonista.

Kingsman: El círculo dorado se ha apresurado a seguir el triunfo de su predecesora, puesta a punto desde la confianza ciega de Millar en Vaughn y su co-guionista Jane Goldman. Ocasión para reafirmar un universo libérrimo, esta secuela se ha preocupado principalmente de seguir la lógica del más grande, pero no necesariamente mejor. El esquema se ha fagocitado a sí mismo, propiciando una inflamación que se traduce en una continuación más irregular y en la que la carga subversiva se ha diluido en la reiteración del modelo. En su lugar, han aparecido en escena la concesión y el guiño, la búsqueda fácil de la complicidad entre el palco. Un Elton John triste y prisionero de la supervillana Poppy (Julianne Moore) debería bastarse en fuerza autónoma como chiste de aristas brit, pero Vaughn lo muestra lanzando providenciales patadas voladoras o tirando los tejos a Harry Hart (Colin Firth) para forzar un gag que antes podría pertenecer al humor de sketch, superfluo de la saga Johnny English que a la forjada personalidad de los Kingsman. No es su tono festivo, en absoluto, lo reprochable aquí, pero sí que su dionisiaca naturaleza acabe desechando cualquier tránsito espinoso en favor del gesto replicado.

El peso de la transgresión, por tanto, ha terminado diluyéndose demasiado pronto en una inercia de franquicia. Las imágenes de Kingsman: El círculo dorado se alejan de la ira subversiva de Millar en las viñetas, representada como nunca en la celebérrima matanza de feligreses de una iglesia a manos de un Harry desatado en la primera entrega. A cambio, esta secuela celebra e intensifica la set piece, ofreciendo una espectacular pelea inicial en el interior de un taxi londinense o una batalla final en torno a una picadora en la que el vuelo de la cámara a través de golpes y primerísimos planos confirma el dominio de una caligrafía propia del cine de acción llevada al delirio y remitente a las dinámicas del cómic. Sus logros visuales, sin embargo, no hacen olvidar su abandono a un relato más conformista y menos incorrecto, en el que priman los avatares emocionales de los Kingsman sin que dos horas y media de hinchado metraje sirvan para entrar en ellos en profundidad. Tampoco la colección de estrellas invitadas, desde Julianne Moore a Channing Tatum pasando por Halle Berry o Jeff Bridges, implican poco más que una ampliación cool de una galería de personajes que se sobraban en carisma. Esta nueva aventura, en definitiva, ya no retuerce de forma desafiante los universos hedonistas de Ian Fleming, sino que invita a pensarlos en términos de parodia más bien autocomplaciente, olvidable. Flema inglesa y relucientes trajes de sastrería al servicio de la broma caduca, no de la travesura incendiaria.