De lo espiritual en el cine
Sí, lo sé: en la mayoría de sociedades del primer mundo la sola mención de la palabra espiritual suscita una sonrisa en el interlocutor. Se presupone, de antemano, otro intento pretencioso y profundamente hipócrita de enfrentarnos a nuestras propias contradicciones, a nuestro indecente —pero tan confortable, oy— vacío. Lidiar con lo espiritual y salir airoso requiere inteligencia, profundidad. Y Darren Aronofsky no es ni Ingmar Bergman ni Andréi Tarkovski. Pero el eje creación-espiritualidad-locura vertebra toda su obra, convirtiéndolo en un director con una inusitada virtud: la de no tenerle miedo al ridículo.
Pi (1998) fue su impactante carta de presentación. En ella ya se hablaba de expiación, de abrazar una obsesión que te acaba consumiendo. Esta puede ser el intento de representación numérica de la propia naturaleza, los paraísos perdidos (Réquiem por un sueño, 2000), el combate-performance (El luchador, 2008), una disciplina artística (Cisne negro, 2010) o, ahí es nada, el hacer frente a un mandato divino (Noé, 2014). He dejado fuera de lista, de manera premeditada, su vilipendiada La fuente de la vida (2006). Una de sus cintas más interesantes y que comparte con la presente esa necesidad de “iluminación”, en una acepción más próxima a la de las corrientes espirituales orientales.
¡Madre! no maneja un discurso particularmente críptico. Aronofsky juega con símiles y figuras manidas o, mejor dicho, banalizadas por el mainstream para su (supuesta) mejor digestión. Es consciente de ello, de esa imposible conjugación entre lo vulgar y lo sublime. Y propone una humorada trascendente alrededor del mundo de la literatura, del éxito y del fracaso.
Javier Bardem (en ningún momento llegamos a saber el nombre de su personaje) es un poeta en crisis, encerrado con el firme propósito de “crear” en una casona solariega asolada por un fuego reciente. Jennifer Lawrence (la madre, en todos los sentidos, del título) ejerce de compañera sumisa del artista: reconstruye su antiguo hogar, atiende todas sus necesidades y debe soportar la continua minusvaloración por parte de propios y extraños. Bardem creador, Lawrence musa (hasta ahí llegamos). La primera parte de la cinta aborda su bloqueo creativo, la segunda su recobrada reputación y arrollador triunfo entre los gentiles. El fulgor volverá tras ser un mero espectador del dolor ajeno, el cuál es capaz de transmutar en versos que parecen reconfortar a una abrumadora mayoría. Este recobrado don conllevará la preñez de su diva, la cuál es consciente de que tras dar a luz (tras entregarle al artista lo que andaba buscando, lo único que siempre le ha importado) lo perderá para siempre.
Pero abordemos el primer tramo de la cinta, aquél en el que la asimétrica pareja (asimétrica porque una lo da todo y el otro jamás se cansa de recibir) reciben la inesperada visita de Ed Harris y Michelle Pfeiffer, matrimonio burgués pluscuamperfecto, con dos vástagos y, lo que resulta más increíble, una pasión intacta. Los extraños no aportan aquí ningún placer. No son amables, no son generosos. Distraen al creador de su objetivo y ven frustradas las fantasías de exclusividad y disfrute dual de ella. El uno juega al anfitrión perfecto, quizás porque mientras los escucha puede huir de su inquisitiva mirada (“¿cómo va?”, “¿has escrito hoy algo?”). La otra se muestra puntillosa y recelosa, quizás porque intuya la curiosidad morbosa que suscita su protegido entre pretendidos admiradores. La irrupción de los dos hijos (a la greña por la herencia del padre moribundo) propiciará el primer sacrificio humano. La creatividad de nuestro poeta parece alimentarse de la sangre ajena (Jean Cocteau no estaría muy de acuerdo) y el velatorio que deberá acoger en su propia casa le servirá de catalizador: dejará en cinta a su inspiradora y volverá a asir la pluma.
El segundo y arrollador tramo de ¡Madre! aborda las consecuencias de su triunfo. La cena que debía de servir para reestablecer complicidades es súbitamente interrumpida por una peregrinación de lectores-creyentes fascinados por su última obra y dispuestos a hacerle partícipe de su devoción. El poeta está encantado y no trata de disimularlo: los acoge, ahíto de gloria y desenfreno egocéntrico. Y es en este punto donde el filme implosiona. La masa fervorosa resulta ingobernable y el espejismo de orden se vuelve a disipar. El fanatismo, la violencia y la sinrazón se hacen con las riendas de la situación y los dos protagonistas, sitiados en su propia casa (por la opinión pública, por los laureles, por la adoración fatua) deberán de pagar con una última ofrenda (sí, también de sangre) el reestablecimiento del discutible orden cósmico.
El hogar (ermita, altar y zona cero) también juega un importante papel simbólico. A nivel calle, en la planta baja, es donde acontece la representación. La vida mundana: el recibir a extraños, el ofrecer comidas, el asistir a coitos y dramas ajenos. En el nivel superior están los dormitorios y la habitación donde sucede el milagro, donde las palabras se juntan (o no) en un todo embriagador. Y en el sótano está no solamente la caldera, sino el genuino infierno que puede relanzar la historia una y otra vez.
La dinámica construcción-destrucción (más hinduista que budista) hace de la casa un universo compacto, dispuesto a ser sacudido periódicamente por un remedo de la diosa Kali, para quién no había sabiduría sin caos. Un eterno retorno en el que una nueva musa deberá de inspirar a este u otro artista, al elevado precio impuesto por quienes los endiosan y después denuestan.
Aronofsky, hooligan del tamaño de grano inusitado fruto de una iluminación de escenas cuasi amateur, está aquí más cerca que nunca del Dogma 95 de von Trier y compañía. La cámara sigue, explora y circunda durante dos horas a la protagonista absoluta, a través de cuyos ojos el espectador intuye, se horroriza y, finalmente, odia. La musa no saldrá en todo el metraje de la casa y la cámara lo hará de manera ocasional, con planos cenitales o panorámicos a ras de suelo desde el exterior.
“¡Madre!”, pues, como invocación, como grito desesperado del demiurgo en el dique seco. Con este filme Javier-Darren (Marcello-Federico) perpetran su particular 8 ½ (siete y medio, si contamos como mitad su cortometraje Protozoa, 1993), cambiando el látigo y el postureo por la condescendencia y el encumbramiento… por obra y gracia de los mediocres.