Cincuenta son muchos años y, más que cualquier otra onomástica, merece una buena celebración. No parecía a priori, sin embargo, que Sitges aportara grandes títulos en el año del gran aniversario. Se escaparon de la parrilla definitiva títulos esperados como Get out, Viene de noche, It y (para frustración de multitudes) Blade Runner 2049. Como siempre, por supuesto, había cientos de propuestas y sentimos la necesidad de atisbar en el interior de las mismas, en las simas que se abren en ellas, para sentir ese vértigo que este festival único nos ofrece. Nos zambullimos en una cincuentena de las mismas (con un arnés de seguridad) para enfrentarnos a un sinfín de terrores y demonios. Tal vez, como algunas propuestas nos dejaron bien claro, a nuestros propios demonios. Aun así, salimos indemnes (o eso parece hasta ahora) y satisfechos.
Hubo constantes temáticas (conflictos familiares, crónicas de rape and revenge, epidemias…), formales (planos cenitales) y visuales, entre las cuales fueron recurrentes las inmersiones catárticas: La forma del agua, Hagazussa, November, Brimstone, The Villainess… todas ellas sumergen a sus protagonistas en lagos, piscinas o océanos. Optamos ahora por otras agrupaciones temáticas dónde incluiremos las cintas más destacables, así como una visión de conjunto de la vivencia del Festival que incluirá más comentarios de películas. Otros textos ampliaran la información y el análisis más adelante, en el caso de cintas estrenadas como puedan ser Jupiter’s Moon, The Disaster Artist o En realidad nunca estuviste aquí.
La memoria que vuelve
Pocos se acercaron al único pase de Dawson City: Frozen Time (Bill Morrison, 2016). Era, en apariencia, un documental sobre historia del cine. Sin embargo, reveló ser una obra sobre la Historia y sobre la Memoria, sobre la necesidad de preservar a ambas. En 1977, en una pequeña ciudad del lejano Yukon, una excavadora dejó al descubierto unos centenares de películas de la segunda década del siglo XX. A partir de este hecho, Morrison retrocede al momento fundacional del pueblo, cuándo la fiebre del oro atrae a miles de desesperados buscadores que desplazan a las tribus locales. Mediante fotografías contemporáneas primero y metraje del cine mudo (en parte del encontrado bajo los escombros) Morrison contará la historia de Dawson City: su crecimiento súbito a 3000 habitantes, a 8000 en un par de años, su casi desaparición tras el desplazamiento al que las grandes industrias mineras sometieron a los pequeños empresarios, la erosión del terreno y la sucesiva aparición de burdeles, teatros y cines. La sepultura de los viejos rollos de nitrato, altamente inflamables, no sólo implica su redención sino que permite construir la Historia de América del Norte. Son el macguffin, el pretexto, transformado en material de archivo que permite al autor dibujar un itinerario social a partir de las imágenes recogidas en los noticiarios de la época: las consecuencias de la fiebre del oro, la aparición de los primeros cines, la Gran Guerra, los escándalos deportivos, la llegada al Yukon del primer ferrocarril, la degradación del paisaje, los sindicatos y la represión, los triunfos sociales y la deportación de Emma Goldman… Dawson City: Frozen Time va de la anécdota historiográfica a la construcción de un discurso histórico y enlaza con inteligencia la narración académica sobre la emulsión fotográfica con los primeros claim, con el cambio social que implicó el asentamiento en tierras salvajes. El paso de la vieja historia a la labor contemporánea de recuperación como una consecuencia tan inevitable como necesaria.
Sorprendentemente, A Ghost Story (David Lowery, 2017) mantiene con ella numerosos puntos de contacto. Historia de amor eterno, en apariencia, la película de Lowery es de hecho una reivindicación de la persistencia de la memoria. Iniciada con una pareja que duda sobre un cambio de vivienda (ella alega un continuo nomadismo frente a las reticencias de él), se transforma, inopinadamente, en una película de fantasmas aunque, en breve, entenderemos es una película con fantasma. Lowery marca cierto distanciamiento mediante la presencia de un fantasma de los antiguos, con la sábana a cuestas y el aspecto tristón con los ojos recortados en ella. Mediante este personaje despersonalizado, esta aparición, elabora un curioso itinerario. El fantasma será testigo primero del duelo de su pareja y permanecerá más adelante en la casa durante la estancia de una familia hispana y de un grupo de jóvenes. Posteriormente, desalojado por el derribo y sucesiva construcción de un rascacielos (en un futuro indefinido), saltará a épocas pasadas en las que los colonos trataban de asentarse en aquel mismo emplazamiento. Llegará de nuevo al punto en el tiempo en que nosotros accedimos, como espectadores, a la historia, haciendo compañía a un nuevo espectro y desapareciendo, junto con nosotros, al final de la película. A Ghost Story, una historia fantasmal, traza en cierto modo un recorrido circular equivalente al de Dawson City…, vinculando pasado, presente y futuro en un cierto eje mediante una presencia que no es más que la pervivencia de la memoria, de una memoria que engloba todos los tiempos. La valiente opción de Lowery de encarnar, de dar fisicidad al fantasma, permite oponerlo a una dimensión metafísica. Su arraigo al lugar, su obsesivo esfuerzo por recuperar el mensaje oculto en la pared que dejara su pareja, son parte del espíritu cubierto por la sábana. Frente a él, en torno a él, se mueve el universo entero, en tiempo más que en el espacio. Premiada por la mejor fotografía, A Ghost Story tiene en realidad el mérito de una asombrosa puesta en escena que utiliza meticulosamente los límites y el encuadre de un formato cuadrado. Edición fluida y el uso del fuera de campo permiten ver cómo el mundo cambia de modo inexorable en torno al fantasma, con apariciones y desapariciones de personajes en un salto de plano que pueden implicar años o tal vez décadas enteras, aunque tal vez el tiempo sea sentido de modo distinto para él. No es una elección baladí que el discurso más largo de toda la película (a cargo de Will Oldham) sea una perorata en torno a la evolución natural del hombre, la Tierra y el Universo, evocando la futilidad de la Humanidad entera. El vértigo del discurso, el observado fluir del tiempo, se vinculan a la mirada hacia la Eternidad que lanzaba Terence Malick en sus últimas obras y la superan ampliamente.
La sorpresa: Dhogs
Todo festival precisa una sorpresa. Una obra que llame la atención, descoloque, arrebate el ánimo del espectador. Más allá de las dos ya referenciadas, Dhogs (Andrés Goteira, 2017) sería la obra sorpresa de este año. Dirigida por un debutante que refiere poca formación regular en el ámbito del audiovisual, la película de Goteira desborda no sólo por la cantidad de propuestas que aporta, por el riesgo que asume y por el atrevimiento inherente a una primera obra, sino por la calidad técnica con que está realizada.
Tenemos, por una parte, la historia del flirteo de una joven con un comerciante en la noche de un bar de hotel, que encadenará con una trama de suspense. Hay, por otro lado, la extraña intervención de un taxista en un show aún más peculiar. Aún más extraños individuos, en una gasolinera y una vieja barraca podrían ser el eje de películas independientes entre sí; pero acaban por ser parte de la conclusión de la primera historia. Cada una de ellas tiene aromas conocidos. Goteira ha visto muchísimo cine y Dhogs bebe sin duda de Buñuel, Tarantino, Lynch y, muy especialmente, del Carax de Holy Motors y de Carlos Vermut (comentario este último que hice a Andrés Goteira y al que el director reaccionó con agrado y casi con emoción). No obstante, Dhogs no es un mero pastiche de lugares conocidos. La mezcla de thriller y surrealismo es llevada más allá por su autor quien introduce en diversos momentos un forzado distanciamiento evidenciando la presencia de un público que observa la acción. Primero en una sala de cine, en un teatro más adelante o ante un auditorio en vivo. Goteira no tiene vergüenza alguna en arriesgar la tensión y el interés despertados por la trama y recordar al espectador que estamos allí. Dhogs es un ejercicio autoconsciente de serlo y nos exige una participación más allá de la contemplación, una reflexión. Al aproximarnos al desenlace, Goteira da una nueva vuelta de tuerca y nos sitúa plenamente en un contexto metacinematográfico involucrándonos directamente en la obra.
Comenté con el director el posible rechazo que su propuesta podía ocasionar en la mayoría de espectadores, descolocados por las opciones tomadas a nivel argumental y formal: personajes cuya trayectoria desconoceremos, contrapicados que evidencian la tramoya y sus focos, la salida literal de la historia que hemos contemplado… Un hecho asumido por un joven autor que elaboró su proyecto de modo bastante espontáneo, añadiendo unas a otras historias que ya tenía definidas de modo independiente y optando por construir en torno a todas ellas la reflexión sobre el papel del espectador. Lejos de lo que cabría pensar, la suya no es una insuficiente obra novel, sino que luce un acabado muy profesional. Goteira atribuye buena parte del mérito técnico a un equipo y un conjunto de excelentes actores de los que se rodeó. Tampoco es teórica o discursiva, sino que lleva la reflexión a la más trepidante práctica. Siendo consciente de nuestra familiaridad constante con todo tipo de imágenes (en cine, televisión, videojuegos o teléfonos móviles), lanza una serie de opciones narrativas que captan nuestra atención para, finalmente, obligarnos a reflexionar sobre nuestro papel de demiurgos y sobre las opciones morales que tomamos en cuanto a espectadores.