Oro, de Agustín Díaz Yanes

Epopeya sin gloria

La primera película de Agustín Díaz Yanes sentaría, de partida y a la postre, las bases de su prestigio dentro de la paupérrima industria del cine español. Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995) era un thriller seco, violento, honesto. Inusualmente serio —verosímil, incluso— en el seno de una cinematografía que hasta la década de los noventa del siglo pasado padecía un complejo de inferioridad galopante, incapaz de abordar temáticas tradicionalmente asociadas al artificio hollywoodiense.

Díaz Yanes, guionista antes que fraile, demostró desde aquél exitoso debut no tenerle miedo al riesgo. Lo cual no es necesariamente una virtud, porque tanto Sin noticias de Dios (2001) (una supuesta comedia-boutade con excusa trascendental y generosas dosis de sal gorda) como Alatriste (2006) (engolado colosal de época a mayor gloria de los diseñadores de producción), mostraron bien a las claras lo limitado de su horizonte autoral: repartos corales, gran guiñol, armas de fuego, escupitajos y desbordamiento varonil.

En Oro, Yanes nos sitúa en un escenario exótico y cruel, en modo alguno desconocido para el cinéfilo. Una senda selvática que ya había sido transitada por Werner Herzog y Carlos Saura en Aguirre, la cólera de Dios (1972) y El Dorado (1988). Un camino de codicia y gloria condenado al fracaso desde el mismo comienzo, pero que sirve como simbólica representación del destino que le aguardan a la mayoría de empresas emprendidas por el ser humano.

“¡Oro!” era el alarido que resonaba en los lechos de los ríos en el musical La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, Joshua Logan, 1969). Un ansia de enriquecimiento, súbito e incontestable, que llevaba al borde mismo de la locura al Humphrey Bogart de El tesoro de sierra Madre (The Treasure of The Sierra Madre, John Huston, 1948). En definitiva: un socorrido macguffin pseudo-existencial por el que muchos arriesgaron vidas, futuro y decoro, en cualquier tiempo y lugar.

Poco más de tres docenas de hombres y un par de mujeres conforman este escuadrón suicida en pos de la eternidad, el favor de un rey o el ansia de desventura. Todo lo que les ocurra será verdad si queda consignado en la crónica del representante de la autoridad, testigo no siempre imparcial encargado de hacer literatura con la odisea de todos, tirando de adjetivos o… o de eufemismos para aquellos pasajes que deben quedar necesariamente silenciados. Porque no estaría bien que llegase a oídos de Carlos I de España (y algo así como V del Sacro Imperio Romano Germánico) las disputas barriobajeras que, espada y cruz en mano, acometen sus aguerridos y amorales soldados.

La España que aniquiló a los que Pablo Neruda llamaría “los hijos de la arcilla” no es precisamente multicultural: en el filme se asemeja más a una mancomunidad de palurdos que en realidad no conocen otra cosa que su pueblo y a los que la aventura conquistadora claramente les sobrepasa. Esta frustración —la de dar con otras culturas, otros pueblos, otro mundo que en realidad no les importa— encuentra su válvula de escape en el ejercicio indiscriminado de la violencia. Contra el enemigo invisible, legítimo morador de esas tierras o contra el compañero fullero, nacido en un lugar del que únicamente se conoce el ripio despectivo o la rima fácil e hiriente.

En esta nave de los locos, la España de las autonomías parece un invento del siglo XVI: extremeños, aragoneses, andaluces o vascos presumen de terruño, mientras mentalmente se hacen las cuentas de a cuánto tocarían si prescindiesen de unos cuántos representantes del bando contrario.

Las jornadas se suceden y Yanes se esfuerza por entregar un Major Dundee (íd., Sam Peckinpah, 1964) en el que la búsqueda infructuosa del apache rebelde se troca en deriva avariciosa. Se suceden las ejecuciones, las conjuras a base de susurros, el ensartado en la penumbra y el reparto ilusorio de un botín inalcanzable.

Oro no acierta en la caracterización emocional de los personajes, más interesada en el tipismo y el poserío de arcabuz y greñas. Esta legión extranjera (extranjera, se intuye, hasta en su propio país) compuesta por brutos, desheredados y caídos en desgracia se merece su suerte y uno asiste del todo indiferente al goteo de muertes, al sucederse de cadáveres embarrados abandonados a la intemperie o enterrados apresuradamente.

Al director no le interesa la logística de la expedición (¿de qué se alimentan?, ¿cómo obtienen el agua?) sino la incursión militar, el castigo azaroso, la superstición que acaba moldeando el mito, el continuo sacrificio a los dioses de unos teocidas analfabetos. Pero ni siquiera la violencia resulta verosímil, con unos estallidos que lo mismo quedan fuera de plano que resultan incomprensibles para el espectador, al que le llega el fragor de las reyertas y los encontronazos a través de una cámara desubicada cuál pato pareado, incapaz de entregarnos un relato inteligible del cómo y a quién.

La poca enjundia de la puesta en escena (con una planificación ramplona, diríamos “televisiva” de no ser ahora ese adjetivo sinónimo de excelencia), la desaprovechada aparición de algún secundario de enjundia (frágil y emotivo Juan Diego), la ausencia de química entre los protagonistas —amén de las urgentes y muy necesarias clases de dicción— y, en suma, el naufragio a la hora de elaborar una propuesta sustentada en un realismo sucio pero de qualité, hacen de esta nueva lectura testosterónica del Siglo de Oro español otra oportunidad perdida de ilustrar uno de los episodios históricos más oscuros y fascinantes de este país.