La crucifixión, de Xavier Gens

El gesto de la anciana

Introito

De aquella primera visita a Polonia —hace ya más de una década—, hay una imagen que me estremeció profundamente. Asistiendo a una pequeña misa, en una pequeña y antiquísima iglesia situada en las afueras de Cracovia, durante el momento de la Consagración, una anciana se dejó caer, con todo cuidado, sobre el suelo cubierto de lápidas haciendo con su cuerpo entero una cruz.

En aquel momento me estremeció la brutal diferencia entre la espiritualidad que había heredado de mis mayores en el colegio de curas de la Transición —una espiritualidad leve como de cantar Alabaré con la guitarra— frente a esa corriente extraña, esa seriedad tremendamente inquietante en el que las liturgias tenían un cierto peso casi físico, un “espesor”, un “peso” y una importancia extraordinaria que se encarnaba (nunca mejor dicho) en aquella anciana polaca y, unos años más tarde, volvería a encontrar esbozada en el dignísimo retrato que Kierkegaard dedicaba a las creyentes en el segundo tomo de “O lo uno o lo otro”.

Es curioso que durante la proyección de La crucifixión (The Crucifixion, Xavier Gens, 2017) aquella imagen volviera a mi memoria, aquel otro cristianismo que era el envés de mi propio camino espiritual y que parecía estar detrás de la tramoya de los tiempos, en un paréntesis anterior a la modernidad en el que el arte y el recogimiento eran gestos de una importancia extraordinaria.

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La película, puede aducirse, es más bien superficial. Incluso, en gran medida, explícitamente conservadora. Sin embargo, al igual que en la obra magna de William Friedkin —la comparación es inevitable—, sabe anclar con cierta profundidad sus cimientos en el verdadero problema que se juega dentro de sus imágenes: el problema de los límites de la fe frente a la pregunta concreta por el mal. Con dos diferencias capitales. La primera es que Friedkin se tomó muy en serio la capacidad del cine para sumergirse en ese abismo sin fondo tomando como punto de partida la espeluznante —por dolorosa, pero también por cercana— reconstrucción de la enfermedad de la madre del Padre Karras. Las escenas en las que boxeaba o paseaba por el Hospital parecían fragmentos de la pesadilla de un realizador de cine directo neoyorquino. La segunda diferencia es que Friedkin, siguiendo a William Peter Blatty, injertó el horror en un marco insoportablemente realista que Gens desplaza a esa Rumanía fantaseada rodada como una especie de postal turística. Al hacerlo, apuesta decididamente por una concepción del terror en relación con la fábula y el cuento maravilloso que queda, a su vez, envuelta en una concepción del ritual cristiano allí donde su sabor sobrenatural todavía no ha sido desactivado.

Es necesario tener cuidado con esta idea. En primer lugar, porque el texto está indudablemente perfumado de una nostalgia por una religiosidad arcaica de celdas frías que castiga explícitamente la experiencia del cuerpo —dos ejemplos: la masturbación femenina convertida en gesto terrorífico y los genitales infectados de moscas—. En segundo lugar, porque es un cine —¿religioso?— que toma forma de investigación, de thriller periodístico, pero que no termina de ahondar en las posibilidades de la fenomenología religiosa ni en sus raíces mitológicas —el “carnaval” con sus máscaras demoníacas—, dando una respuesta demasiado fácil al problema de la fe que escandalizaría por su puerilidad al propio Kierkegaard o al propio Friedkin. En efecto, el cine no puede garantizar como solución narratológica de cierre la creencia inmediata sin hacer una trampa un tanto irritante al espectador. Es fácil creer allí donde ha campado la salvación en el último momento gracias, además, a un plano exterior marcado de luz que así lo garantiza. La fe, sin embargo, gana su valor en los puntos en los que el relato aparta la mirada —el cuchillo de Abraham sobre su hijo, por así decirlo—, y entonces nos arroja cara a cara (como en un espejo) contra esa problemática íntima que las imágenes no resuelven.

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Hay, en mitad de este problema, una agradable aceptación de la pobreza visual. Con la excepción de un fantástico momento en el que Gens juega con las amenazas a la derecha e izquierda del encuadre mediante la posición en plano de la protagonista, en general se podrían extirpar sin demasiado problema los sustos, las caras gritando a cámara, los insectos en 3D, y la película no perdería demasiado. También hay algunos problemas estructurales, como por ejemplo la manera en la que los planos rodados durante los desplazamientos en coche de la protagonista —tan pobres que parecen haber sido grabados “del tirón”, sin apenas mover la posición de cámara— funcionan como parches explicativos en los que Gens repite lo que acaba de mostrar y otorga algún detalle más bien superficial sobre el estado afectivo de la cuestión.

Si perdonamos estas torpezas tras la que se sugiere un presupuesto paupérrimo, veremos que el músculo de la película se encuentra más bien en las conversaciones, en las sugerencias atmosféricas, en los pequeños detalles de la dirección de arte. No es gran cosa pero es suficiente para constituir un metraje liviano y agradecido. La cámara está manejada con un gesto convencional pero seguro, que abandona en contados momentos pero con efectos bien interesantes: el travelling demoníaco subjetivo que abre la película y que remite directamente al opening de Historias de la cripta (Tales From the Crypt, HBO, 1989-1996), o el montaje que superpone dos tiempos en el recuerdo de los familiares de la difunta a partir de una ventana. Gens parece más interesado en transitar el texto con tranquilidad, sin forzar las huellas de su escritura.

La crucifixión tiene esa torpeza agradable de la Serie B y sirve más bien como un posible bosquejo de vías europeas para un posible terror futuro. Quizá por eso el metraje me recordó a aquella anciana polaca: su concepción de lo escatológico me era tan distante y solemne que, por un momento, me sentí empequeñecido ante el relato que se abría en su gesto. Era la posibilidad misma de recuperar esa cierta herencia –con su sentido, pero también con su oscuridad- la carta que Gens ha sabido jugar en los mejores momentos de su cinta.