El año en el que el terror se hizo político
Cómo adentrarse en las cloacas de este 2017, que ha consolidado la política a golpe de tuits incendiarios y ha forjado a su líder más poderoso del fuego de la indignación y el odio al Otro, si no es a través del género descarnado del terror. “Me da más miedo entrar a mi propia casa”, dice uno de los protagonistas de It (íd., Andrés Muschietti, 2017) en un momento de la película, pues su situación familiar —y la de sus amigos— es tan traumática que vencer a un ente sobrenatural parece un juego de niños. En esta frase radica la esencia del cine de terror de este año, en el que el triunfo del republicano Donald Trump en las elecciones presidenciales de EE.UU. ha cubierto Hollywood con una capa fresca de reivindicación política: tras décadas de alimentar el temor a una amenaza externa, EE.UU. se está mirando por primera vez al espejo y no le está gustando nada lo que se está encontrando.
A primera vista, los temas que el cine de terror ha proyectado este año no han diferido mucho de otros años: las ideas se repiten porque el género no es otra cosa que una exploración de nuestras inquietudes más cotidianas. Generación tras generación, los miedos sobreviven y los grandes monstruos universales perduran: los bosques siguen escondiendo tenebrosos secretos, las brujas siguen amenazando al patriarcado con sus aquelarres, los fantasmas siguen recordándonos a los que no están con sus silencios y las sectas siguen ofreciéndonos cobijo bajo sus falsas respuestas. 2017 no ha sido menos en cuanto a la universalidad de los temas y la reiteración del tipo de monstruos, pero el caldeado ambiente político ha añadido a las películas una serie de nuevos monstruos como el prejuicio, la incomprensión o la incomunicación ante la diferencia.
La película que más ha ahondado en estos temas es Llega de noche (It Comes at Night, Trey Edward Shults, 2017) a través del monstruo universal de la epidemia insanable. El joven director estadounidense Trey Edward Shults, becario de Terrence Malick y aclamado por la crítica independiente por su ópera prima Krisha (íd., 2015), firma con su segunda obra el terror más artístico y puramente cinematográfico del año. Llega de noche habla de la fragilidad de la figura paterna occidental con la misma crudeza con la que lo hizo el sueco Ruben Östlund en Fuerza Mayor (Turist, 2014) pero sobre todo explora cómo el miedo puede deformar la realidad que nos rodea. Su guion incierto, que pide al espectador que él mismo rellene los huecos y despeje las incógnitas, sigue los pasos del hipnótico film de género de 2014 It Follows (íd., David Robert Mitchell). En él, una maldición asesina que se transmitía a través del sexo adoptaba la forma de una persona que perseguía a la víctima hasta matarla, caminando lentamente pero sin parar. La trama no revelaba el origen de aquella fuerza oscura ni ofrecía un antídoto y tampoco lo hace Llega de noche, donde una familia se encierra en una casa huyendo de una enfermedad que está en algún lugar ahí fuera, condenada a no entender nunca su origen y modo de transmisión y a no saber si hay cura. Su estricto modo de vida se verá amenazado cuando ofrezcan cobijo a otra familia y empiecen a recibir misteriosas visitas nocturnas.
A diferencia de lo habitual en el género, donde la cámara se pega a la víctima para que el espectador no vea lo que tiene delante, It Follows jugaba con un formato de imagen panorámico y situaba la acción en espacios abiertos, durante el día, generando la tensión precisamente en el hecho de que el espectador tenía control visual sobre el entorno y podía encontrarse al asesino en cualquier rincón del plano. Los planos de Llega de noche sí son muy cerrados pero coinciden con el film de Mitchell en incidir en la relación entre los personajes y su espacio: el bosque impenetrable y la casa cerrada a cal y canto juegan el papel de villanos que retan a los personajes y los llevan a la locura. A través de planos secuencia con una gran influencia del estilo Malick, la cámara se balancea entre los personajes mientras estos interactúan entre ellos o les sigue en su búsqueda del origen del Mal. Esto ya ocurría en Krisha, donde la cámara flotaba lentamente a ras del suelo al son de una música densa que lo llenaba todo, aunque entonces el Mal era el alcoholismo y la culpa y en Llega de noche, la mentira y el contagio fatal. En su perturbador final, el padre de familia de Llega de noche está seguro de que uno de ellos se ha contagiado y actúa en base a lo que cree ver. Shults toma la brillante decisión de nunca mostrarnos la cara del supuesto enfermo, insinuando así que tal vez la propia epidemia, sobre la que se sostiene toda la trama de la película, sea una paranoia de los personajes. Todo un aviso de lo que puede pasarnos como humanidad si seguimos creyendo ciegamente que el enemigo está en el umbral de nuestras fronteras.
La otra gran película de miedo del año, Déjame salir (Get Out, Jordan Peele, 2017), sabe mucho de utilizar el poder del cine para horrorizar y concienciar a partes iguales. Si Llega de noche es la obra que con más acierto ahonda en el monstruo del confinamiento ideológico, Déjame salir es la más políticamente autoconsciente. El film se centra en la visita del joven afroamericano Chris a la casa de sus suegros blancos, los Armitage. El monstruo universal con el que juega Jordan Peele es la eliminación de la identidad individual. Y las sectas lavacerebros. Se trata de temas que ya sufrimos, en un nivel menor de perversión, al final de La invitación (The Invitation, Karyn Kusama, 2015), pero que Peele lleva más allá, pues utiliza el fanatismo para hablar de uno de los temas políticos y sociales más candentes en EE.UU.: el racismo.
El director sumerge con maestría a su protagonista en situaciones cada vez más kafkianas, basadas en la histórica tensión racial en EE.UU., y lo hace no solo explotando la fractura social de Chris con los personajes blancos, sino también con los empleados del hogar, los únicos conocidos afroamericanos de los Armitage. Se trata de un inteligente recurso narrativo que añade el factor de clase social a la ecuación del racismo y que alimenta el suspense hasta el demencial tercio final, donde Déjame salir eleva el tono y se convierte en puro cine de terror, desatando el gore, los científicos locos y los sótanos infernales.
Chris tendrá que salir de la casa de los Armitage, tras el descubrimiento de un terrible secreto familiar, y vivir para contarlo. Aquí sucede la magia, el detalle que está ganando el reconocimiento de la película por parte de público y crítica: al final, cuando parece que el protagonista ha conseguido sortear todos los obstáculos, un coche de policía irrumpe la escena. En cualquier otro relato americano la llegada de las autoridades supondría alivio, desenlace, pero Peele juega con la memoria colectiva del espectador y genera un déjà vu que conecta la escena con la actualidad mediática, donde la violencia policial contra la comunidad afroamericana parece impune. De pronto, todo el sufrimiento vivido hasta ahora por Chris en casa de los Armitage queda en nada. El verdadero horror viene ahora, piensa el espectador, pues lo que el agente de policía va a ver es un hombre negro que ha allanado un barrio residencial y agredido brutalmente a una familia blanca. Todo está perdido; el sistema creerá a la clase privilegiada y castigará a la minoría oprimida. Peele deja que el espectador imagine todo lo espantoso que podría pasarle al protagonista y finalmente le ofrece una pequeña tregua, a él y a la cadena de desgracias sufridas por Chris, con un desenlace esperanzador que pretende ser una invitación a la concordia social pese a las diferencias.
La reflexión que hace Déjame salir sobre hipocresía, prejuicios y privilegios es valiente precisamente porque se lleva a cabo desde una posición libre de tapujos y con una voluntad comercial, popular y divertida. Lejos está el melodrama de 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, Steve McQueen, 2013): el cine de Jordan Peele es ante todo entretenimiento y, sin ir más lejos, compite en los Globos de Oro en categoría de Comedia, una decisión extraña pero muy en la línea del tono surrealista de la película. Porque, ¿acaso hay mayor bofetada para los haters del impacto social de Déjame salir que admitir que la casa de locos de la película es como para echarse a reír? Bravo para Jordan Peele y larga vida a su cine.
Si Déjame salir y Llega de noche han propuesto un terror lúcido, acorde con un convulso 2017, una tercera película ha arrasado en taquilla ofreciendo precisamente lo contrario. It, adaptación del best-seller de Stephen King sobre un grupo de niños y un payaso que adopta la forma de sus peores miedos, llevaba años cocinándose y su producción es anterior al tsunami mediático llamado Trump. Su éxito comercial se debe sobre todo a su ambientación ochentera, acorde con la moda nostálgica generada por el fenómeno de Netflix Stranger Things (íd., The Duffer Brothers, 2016-actualidad): en It, los personajes escuchan a la banda New Kids on the Block y sus cuartos están forrados con posters de Gremlins (íd., Joe Dante, 1984) y Bitelchús (Beetlejuice, Tim Burton, 1988). El film triunfa en su mezcla de relato coming of age con cine de aventuras, humor y sustos, pero su propuesta como género de terror está muy lejos de la de Peele y Shults, donde la puesta en escena viciada, atmosférica, está por encima del sobresalto facilón.
Por otro lado, querer ver en It una capa de reivindicación política es buscarle tres pies al gato, aunque lo cierto es que para el cinéfilo ávido de influencias Trump, la imagen de un proyector de diapositivas obsoleto de cuya luz plasmada en la pared sale la figura de un payaso diabólico es un caramelo imposible de rechazar. También lo es el pueblecito de Derry, compuesto por una clase blanca pobre y deprimida que bien podría haber votado a Trump en 2016. Además, It no está solo en esta corriente temática de política y circo: en televisión la serie de género por excelencia, American Horror Story (íd., Ryan Murphy, 2011-actualidad), ha explorado en su séptima temporada el monstruo de la histeria colectiva, echando mano también de bufones malignos y tomando la victoria de Trump como punto de partida narrativo. Una premisa interesante con una ejecución que sin embargo peca de obvia y superficial —dos adjetivos que ya comienzan a ser seña de identidad de su creador, Ryan Murphy—, hecha con prisas para poder emitirla con la resaca electoral todavía candente.
Tras este año de confinamiento, odio e incomunicación, 2018 no parece que vaya a ser más tranquilo, en el cine o en la realidad. El ocaso de 2017 ha destapado un nuevo monstruo, el de las agresiones machistas en Hollywood, personificadas en varias figuras como Harvey Weinstein, Kevin Spacey o Louis C.K., que han sido fulminantemente descabezados por la industria pero que son solo la punta de un iceberg mucho más profundo, perverso y arraigado en la sociedad. Una oscuridad tan repugnante que promete acaparar las lecturas políticas y sociales del terror que está por venir.