A ratos con un rigor casi periodístico, de documental; otros con una implicación visceral y voluntad de cine de guerrilla, peleón, reivindicativo, ensordecedor. En 120 pulsaciones por minuto Robin Campillo dirige y coescribe (con Philippe Mangeot) un valiente retrato tanto del colectivo parisino Act Up como de la juventud de la época, la década de 1990. La cámara lo graba todo con frenesí, ya sean palabras de jóvenes luchadores en un debate asambleario, miradas en medio de una acción informativa en un colegio o cuerpos liberándose de preocupaciones en una discoteca. La película nos adentra de lleno en los negros años noventa, donde la homosexualidad parecía ser igual a epidemia, y en las vidas de aquellos que pelearon por romper con el estigma y visibilizar la realidad con toda su crudeza.
Campillo rinde un homenaje total a Act Up, agrupación —de la que él fue miembro— creada a finales de los años ochenta para concienciar a la opinión pública acerca del SIDA, visibilizar la realidad de sus enfermos y ejercer presión sobre poderes públicos y corporaciones privadas. Su obra se estructura como un zoom in, un acercamiento gradual de lo macro a lo micro, mostrando primero Act Up como grupo, marea revuelta pero milimétricamente coordinada, para ir acercándose poco a poco a uno de sus miembros, el joven Sean Dalmazo, que hacia la mitad del film se convierte en protagonista indiscutible de la historia.
Durante la primera parte de esta estructura de zoom in, Campillo sigue casi perfectamente una cadena “asamblea-acción-fiesta” en la que un eslabón lleva irremediablemente al otro y contribuye al desarrollo psicológico de los personajes —no solo de Sean, sino también de otros activistas como Sophie, Thibault o Nathan—. Las tramas personales tienen lugar en una línea circular: vemos interactuar a los miembros de Act Up en las reuniones, luego llevar a cabo acciones —el desfile del Día del Orgullo o la irrupción en la sede de una empresa farmacéutica— y beber y drogarse en una fiesta para celebrar el éxito de lo planeado anteriormente. Y vuelta a empezar. Casi nunca ofrece Campillo un vistazo la vida de los protagonistas más allá del activismo, como queriéndonos decir que el Act Up de los duros años noventa era algo más que una asociación para sus miembros: era una familia, y las asambleas y las acciones y las fiestas eran todo el calor de hogar que los personajes necesitaban.
La película arranca con una fusión de escenas —asamblea y acción— que presenta con gran habilidad narrativa a los protagonistas e introduce el tono al espectador. Durante una tensa intervención en una ponencia sobre el VIH, la cámara juega con el punto de vista de diferentes personajes; mientras tanto, el diálogo en una reunión posterior a la acción va completando el relato con los testimonios de cada protagonista. Se trata de una fina puesta en escena donde la posición de los personajes, tanto física —dónde están colocados en la asamblea y en la protesta— como ideológica —su postura en el debate, sus decisiones en el acto—, es clave para entender las dinámicas de Act Up.
Durante esta primera mitad, el film respira vida por los cuatro costados y la cámara es frenética como los tiempos que corren, como las jóvenes vidas que tratan no solo de salvarse desesperadamente, sino de lanzar el grito más fuerte para demostrar al mundo —y a ellos mismos— que están vivos antes de que la enfermedad les pueda. Porque eso ocurre finalmente: la enfermedad les acaba absorbiendo y dejando sin energías y Campillo es consciente de que ha llegado el momento de parar la fiesta. A partir de la segunda mitad de la película, el zoom in se encuadra en torno al personaje de Sean y el director rompe con el encadenamiento de secuencias “asamblea-acción-fiesta”. El ritmo pasa a ser lento. El activismo abandona el primer plano y pasa a pertenecer a otra capa, a leerse entre líneas, a escucharse en off y verse en la pantalla cuadrada del televisor de un hospital.
La muerte está llamando a la puerta de Sean y con él —parece querer decirnos Campillo— al de Act Up. Silencio, acompañemos al penitente en su último via crucis, pero sin exceso de lágrimas o melodrama familiar pues no hay familia; la familia es Act Up; eso ya ha sido establecido así; y por eso en las escenas finales la madre de Sean es más una acompañante que una sufridora o una pieza clave en el puzle personal del film: la familia es Nathan; es Sophie; es Thibault; es Max. Campillo no quiere que lloremos las muertes que se llevó la inacción y la doble moral en los 90; quiere que las contemplemos en silencio mientras sentimos que se nos rasga la piel. Y estas rasgaduras solo las deja de lado en dos momentos de evasión. El primero, cuando Sean y Nathan viajan a la playa y la cámara se regocija de la belleza natural de la espuma en el mar y las rocas en la arena. El segundo, durante la masturbación de Nathan a Sean, una escena íntima, erótica y también triste y desgarradora que termina con unas risas que nos hacen olvidar el drama. El sexo, entiende Campillo, es la única manera de huir para alguien que ya siente el aliento de la Parca respirando en su nuca. Nathan limpia el semen del vientre de Sean y el momento es tan sagrado y tan cargado de significado —puede ser este, se pregunta el espectador, el último momento de felicidad, de juventud alocada, que vivan estos dos seres antes de que todo acabe— que no parece descabellado creer que del pañuelo saldrá impreso el rostro de Sean, inmaculado, bendito, inmortal.
Cuando Sean es llevado a casa y Nathan hace lo que tiene que hacer para no prolongar su sufrimiento, el apartamento se convierte en sede improvisada de Act Up, en refugio para las almas que a partir de ahora van a quedarse huérfanas de la energía que proveía Sean. El ambiente es caótico pero acogedor, los miembros de Act Up se esparcen por el salón del piso como pueden: uno fumando en el balcón, el otro sentado, la otra de pie conversando, y todos tratando de controlar las ganas de desmoronarse. Campillo les muestra aquí más vulnerables que nunca, pues no están en las gradas de las aulas ni en medio de las calles parisinas sino en la casa de alguien que acaba de sucumbir a lo que todos están tratando de derrotar. En el fondo, Act Up no es una familia y están velando la casa de otro y consolando a la madre de otro. Están incómodos; no saben qué decir ni cómo dirigirse a la madre de Sean. La única que mantiene la compostura es la edad de la experiencia, a través del maravilloso rol de la madre de Max —uno de los enfermos más pequeños—, que se ha desvivido por Act Up y que es la única que nada más llegar se dirige a la madre del fallecido.
Campillo cierra la película como la empieza, con un zoom out que muestra Act Up en todo su esplendor y que fusiona los eslabones de acción y fiesta, esta vez de forma casi onírica: los personajes se manifiestan con lo queda de Sean y de pronto se apagan las luces, suena música de discoteca y se desata la pasión salvaje, reafirmando que lo que hacía Act Up era celebrar la vida y huir y aferrarse a ella y todo al mismo tiempo.