Presentada en sesión inaugural de L’Alternativa con grandes expectativas del público, Zama era el regreso al largometraje de Lucrecia Martel. Un regreso con cierto cambio de tercio puesto que la acción, a diferencia de las obras anteriores enmarcadas en ámbito provincial de la Argentina rural contemporánea, se situaba en la zona mesopotámica y el Chaco durante la colonización española del siglo XVII.
Diego de Zama es un oficial experto en leyes destinado a Asunción y espera/desespera su transferencia a la capital y, posteriormente, a la Península. Como el John Mills de Chuka (Gordon Douglas, 1967), como el John Hurt de Las puertas del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980), es un pusilánime culto abocado a una vida entre salvajes. Salvajes que no son sólo los indígenas, hacia los que él no siente desprecio sino cierta atracción (en cuanto al sexo femenino se refiere). Militares y conquistadores, arribistas faltos de escrúpulos, rodean a Zama tratando de medrar todo lo que sea posible. Diego de Zama, por su parte, no tiene la locura o la obsesión de Fitzcarraldo o Lawrence de Arabia que le permita crearse un destino, sino que se mantiene a la merced del entorno. Un entorno, todo hay que decirlo, tan estancado como la ciénaga en la que se movían los personajes de la película homónima de Lucrecia. Unos personajes miserables y turbios, capaces de engañar a sus amigos o compañeros, como también sucedía en La niña santa y La mujer rubia. Hay, evidentemente, abundantes connotaciones temáticas con la obra previa de la directora, aun a unos siglos de distancia. Conviven en todas ellas pasiones carnales reprimidas (mal reprimidas, angustiosamente reprimidas), desequilibrio en los deseos (social, de edad), envidias cruzadas y abuso de poder (en las obras previas entre clases sociales, entre amos y criados, ahora entre colonizadores e indios, entre militares y civiles). En un entorno próximo al de El desierto de los tártaros (Il deserto dei tartari, Valerio Zurlini, 1976) y, tal vez, en parte, al de Beau travail (Claire Denis, 1999), Zama trata de evadirse de la rutina contemplando el río y las indias desnudas que juegan junto a él. A su alrededor las intrigas se tejen en una atmósfera tórrida, asfixiante, llena de peligros invisibles (infecciones en primer lugar, traiciones a continuación) y condiciones difíciles para los europeos, empeñados en mantener las apariencias sociales. Una atmósfera que trasciende a los propios espíritus de los españoles, irritables pero apáticos, cansados pero lujuriosos, que acaba por desbordar a un personaje más inocente de lo que pudiera parecer.
Sorprendentemente, a mitad de metraje, las esperanzas abandonadas, habiendo claudicado en su deseo de fuga y en su deseo carnal, Zama encuentra la opción de abandonar el fuerte. La película inicia un giro radical y le lanza a la aventura, una escapada hacia adelante, con la excusa de la búsqueda de un bandolero legendario que diezma a los españoles tanto como a los indígenas. En contexto totalmente exótica, captado con fotografía tan acertada por los tonos como por la puesta en escena, la patrulla irá de mal en peor, perdiendo pertrechos, tropa y, finalmente, perdiendo sentido. Como fuera el caso de Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, des zorn gottes, Werner Herzog, 1972), el grupo va menguando fuerzas a medida que tienen una serie de encuentros singulares con diversos grupos que se cruzan en su camino. Zama, eterno superviviente, deberá enfrentarse finalmente con la pesadilla de las pesadillas y optar, perseverante, por la supervivencia. Es en esta segunda mitad en la que la película se aleja más de la obra anterior de Lucrecia Martel, en esta aventura casi onírica y en la que es difícil retraerse al espíritu arrebatador de la obra referencial de Herzog. Diego de Zama, sin embargo, se vincula al espíritu racional y pugna por sobrevivir a pesar de los pesares. Como los peces de los que se habla al inicio de la película, que luchan por mantenerse en el margen del río a pesar de la fuerte corriente (y que hacen rememorar el irónico corto Pescados, de la propia directora), Zama acaba por perseverar en contra de toda probabilidad.