The Florida Project, de Sean Baker

En pos de las aceras estadounidenses

Sí, la película “del Dafoe”. Sí, esa historia que, con un mercantilismo malévolo, promocionan en los trailers como otro “hermoso homenaje al mundo de la infancia”.

Que sí, que le podéis encontrar su aquél iniciático a este “espíritu de la colmena” versión motel de carretera. Incluso morder el anzuelo de este Willem Dafoe transmutado en ángel de la guardia de la inocencia perdida. Pero no os llevéis a engaño: The Florida Project es una película de Sean Baker. Y eso implica generosas dosis de humanismo, pero deambulando por sus malas calles mezquinas y misérrimas.

A Baker la mayoría llegamos a través de su Tangerine (2015), inexplicablemente sin estreno en nuestro país. Alguno la recordaréis por la anécdota (registrada con tres smarthones de la marca de la manzana), pero aquella cinta era mucho más que la supuesta proeza técnica con sentido.

Y digo con sentido porque la cercanía de su cine —o, más concretamente, la cercanía de la cámara con sus protagonistas— exige de unos dispositivos pequeños y discretos, que permitan seguirlos en su día a día minimizando la interacción con un entorno que no siempre sabe que ahí se está rodando una película. Si la Nouvelle Vague y los neorrealistas se apropiaron de la rúe (tratando de huir de la “magia controlada” de los estudios) muchos de los directores nacidos en los setenta y principios de los ochenta del pasado siglo emprenden el viaje definitivo: la inmortalización de esa porción de vida recién sacada del microondas.

Baker abandona Los Ángeles de Tangerine por otro mar de cemento vetado para el viandante, más allá de esos parques privados de recreo a los que se debe de acceder pasando por taquilla. El dudoso paraíso artificial erigido en Orlando y conocido como Walt Disney World Resort funciona a base de círculos concéntricos, quedando más cerca del complejo los resorts y hotelarros de altura, desde los que poder desplazarse al campo de golf mientras la familia vive su “día inolvidable todo incluido” en el lucrativo emporio del porno emocional infantil erigido por el más célebre de los criogenizados.

El castillo de Cenicienta proyecta su sombra sobre una treintena de hoteles —la mayoría propiedad de la todopoderosa compañía— levantados en sucesivas oleadas expansivas contando desde el año siguiente a la muerte del padre putativo del estudio. Con nocturnidad y alevosía (la operación incluyó la creación de sociedades pantalla para no revelar la ambición de la empresa original), Walt empleó los últimos años de su vida en hacerse con la friolera de 12.000 hectáreas de terreno donde dar rienda suelta a sus fantasías evasivas. En 1971 se inaugura Magic Kingdom, convirtiéndose desde entonces en el peaje obligatorio a pagar por la clase media de medio mundo. Las franquicias se encargarían de facilitar el peregrinaje, sembrando el planeta de nostalgia mimética.

¿Qué queda hoy en día de la semilla primigenia, de ese macroespacio ubicado en Florida? Pues entre lo más chocante, una especie de comunidad distópica construida en la ciudad de Celebration —¿será legal la depresión en este mundo feliz naif y, suponemos, asquerosamente exclusivo?—, enmarcada en un fascinante universo paralelo y alegal que ni tan siquiera tiene que plegarse a las disposiciones del condado (la compañía se encarga hasta de las inspecciones de la calidad del agua), acumulando un sinfín de exenciones en materia de impuestos.

Pero como en la Divina Comedia, el Paraíso luciferino también tiene círculos exteriores. Entre el octavo y el noveno ubicaríamos este Magic Castle Inn & Suites Motel (y sí, que sepáis que podéis reservar vía Booking por menos de cuarenta dólares la noche), penúltima playa para náufragos del sueño americano, un género cinematográfico en sí mismo. Entre helicópteros para turistas y despistados que no consultaron su poco estimulante ubicación habita una fauna autóctona y permanente: las de los residentes forzosos que han establecido su vivienda en sus habitaciones, a tanto por semana.

Abuelas convertidas en madres forzosas, algún familiar en el talego, strippers que se resisten a caer en la prostitución, adictos que asumen lo suyo como algo crónico. El background estrella de multiempleados que jamás llegarán a fin de mes: cajeras, camareras, temporeros y toda esa masa laboral del “sector servicios”, que en este engendro de colores chillones explotado por los herederos de Disney es sinónimo de tienda de regalos, bar de comida rápida y sexo apresurado mientras la familia… ¿dónde hemos dicho que estaba? Ah, sí, disfrutando del todo incluido.

Baker nos pasea por las traseras de Disneyland, por la tramoya que sustenta la fachada de neones y guirnaldas. Su “castillo mágico” es el de las Cenicientas con príncipe politoxicómano, el de los Siete Enanitos proxenetas, Aladino controlando tres esquinas y Bambi fileteado y servido con doble de patatas y extra de cola. Su América —ya lo sabemos— es la de los carritos de la compra, porque la que lo empuja tuvo que empeñar el coche, esa unidad mínima de riqueza en el estándar yanqui. Manzanas interminables donde todo el mundo está de paso, perversión de una polis que le niega a sus habitantes el más básico de los derechos: aceras por las que poder caminar hacia ninguna parte en concreto.

Y en mitad de tanto fracaso inevitable, sí, los santos inocentes. Esos menores para lo que todo es una aventura: desde las competiciones de escupitajos a los safaris urbanos, vagando entre negocios quebrados, depredadores, puteros y ganapanes desesperados. Pero sobretodo, lo que abundan son espectadores de la indiferencia: los que vinieron aquí a pasárselo bien, a completar el álbum de cromos de la alegría familiar y la experiencia vacía sublimada. A disfrutar del decorado, sin entrar en desasosegantes dilemas morales sobre quién soporta un sistema que se fundamenta, justamente, en estas desigualdades sociales.

El sobrepasado gerente del motel asiste, desde su “privilegiada” posición de casero por delegación, a la caída en la marginalidad de sus arrendados más depauperados. Con un poder adquisitivo en retroceso, con unas cargas inasumibles, sin posibilidad alguna de acceder a una educación que los promocione socialmente, incubando los primeros problemas de salud a resultas de una alimentación infame. Carne de beneficencia, de ejemplo edificante, zombies para que los padres más afortunados los señalen a pie de parking y les digan a sus hijos que eso es lo que les pasará si no obtienen un título universitario, préstamo mediante.

A Baker lo podemos acusar de miserabilismo, de cierto regodeo feísta. Pero lo cierto es que su sistema funciona: actores profesionales mezclados con amateurs, hiperrealismo y naturalidad infinita que nace de bordear lo sórdido, sin llegar a enunciarlo directamente. Y de paso le mete un gol de campeonato a un icono capitalista del “todo va bien, ¡tú sigue!”: esa Disneyland convertida en último deseo de una amistad apenas comenzada, regalándonos uno de los finales más hermosos en mucho tiempo.