El western fue uno de los géneros más populares de la época dorada de Hollywood hasta que, a finales de los sesenta, empezó a decaer rápidamente. A pesar de los intentos esporádicos de reformular el imaginario —algunos bastante recientes y con gran éxito de taquilla, como No es país para viejos (No Country For Old Men; Joel y Ethan Coen, 2007) o Django desencadenado (Django Unchained; Quentin Tarantino, 2012)—, los jinetes y sus vastas llanuras son hoy en día un anacronismo.
La sombra del género llega hasta la reciente Western (íd.; Valeska Grisebach, 2017). El protagonista, Meinhard, forma parte de un grupo de obreros alemanes que se desplaza a una zona rural de Bulgaria para llevar a cabo un proyecto de construcción. Meinhard es un individuo solitario y taciturno, un eco moderno de los viejos cowboys, figuras errantes y misteriosas, desvinculadas, cuyas posesiones se limitan a un pasado incierto y jamás esclarecido. El paisaje búlgaro, con su calor sofocante y su escasez de recursos, replica la hostilidad de las planicies norteamericanas. Tampoco faltan los caballos ni el choque entre dos comunidades que defienden sus respectivos intereses.
A diferencia de otros cineastas contemporáneos, cuyo acercamiento al género bascula entre la reivindicación y la nostalgia, Grisebach proyecta los espectros de la llanura sobre nuestro presente para explorar una semejanza. Su obra se articula desde una modernidad absoluta para enfrentarse a la Europa inestable y recelosa de nuestros días, parcelada en un sinfín de fronteras físicas y sociopolíticas. Sus personajes habitan otro tiempo, otro lugar, pero en esencia sigue siendo lo mismo: tanto en la Bulgaria actual como en el viejo Oeste impera la ley del más fuerte. Así, lo que de entrada podría parecer un simple juego formal le sirve a la directora para plantear un estudio atemporal del carácter humano y sus mecanismos.
Los personajes de Grisebach se construyen sobre los viejos arquetipos. Si Meinhard ocupa el lugar del vaquero silencioso y enigmático, Vincent es el jefe de la construcción que se erige en su némesis. Ante las dificultades que amenazan las obras —¿cuántos westerns no enfrentaron también la ambiciosa construcción de un ferrocarril a las inclemencias de su entorno?—, ambos personajes tantean un acercamiento a la comunidad local, cada uno en una línea distinta. Meinhard adopta una actitud más bien conciliadora y utiliza su perspicacia para mimetizarse con los habitantes del pueblo más cercano, mientras que Vincent se deja llevar por su carácter impulsivo y gestiona el conflicto con una cierta brutalidad, llegando incluso a robar el agua a los locales para abastecer la construcción.
La relación entre ambas comunidades refleja las tensiones presentes en la Europa contemporánea, donde las fronteras políticas, con sus controles, muros y alambradas, son la formulación física de otras fronteras más sutiles pero igualmente persistentes. Así, el encuentro entre la población búlgara y los inmigrantes alemanes viene marcado por la desconfianza y los prejuicios: la alteridad se perfila como amenaza y la barrera lingüística solo acrecienta la distancia. La vieja política del espacio, formulada en términos de conquista, ya está obsoleta, y sin embargo el eco de las batallas entre ‘indios y vaqueros’ sigue resonando en la Bulgaria rural de Grisebach.
Puede que la mayor virtud de la película sea la sutileza con la que construye el conflicto y se abisma en él. Bajo la tierra que pisan los personajes se agita un magma de violencia subyacente, apenas materializada, perceptible solamente en el temblor de los cuerpos, en los cruces de miradas, en los silencios. A medida que crece la confrontación entre Meinhard y Vincent, la polarización entre el bien y el mal tan a menudo abanderada por el western se diluye para dar paso a la ambigüedad. Los arquetipos se tambalean bajo el peso de la envidia y el deseo, la templanza se resquebraja para escupir brotes súbitos de furia, y la rivalidad termina revelándose como una lucha de poder.
Western se acerca a sus personajes a través de una observación discreta y sin voluntad de emitir juicios morales, a la vez que los somete a las complejidades de un entorno que ya no se rige por las viejas narrativas propagandísticas de conquista y ‘civilización’. Con su reformulación y actualización de los códigos del western, esta es seguramente la mejor revalidación posible del género, puesto que prueba la vigencia de sus estructuras desde una modernidad absoluta.