Violencia y conspiraciones
Y se acabó. No podemos dejar de constatar una obviedad tal como que todo pasa tan rápido y que los Festivales de cine no son excepción a la regla. Hace pocas semanas comentábamos las múltiples posibilidades en la reseña previa al Festival y ahora toca complementar el primer texto que ya se publicó durante el mismo.
Quizás cabe destacar que Sitges ha ofrecido, como siempre, muy buen cine, aunque en esta ocasión este ha llegado después de ser bendecido por Cannes o Venecia y con títulos no siempre vinculados al Fantástico. De la cincuentena aproximada de películas vistas merece la pena seguir algunas líneas en las que convergían, de uno u otro modo, diversas obras y, por otro lado, revisar en textos independientes las películas destacables de próximo estreno, como será el caso de Burning o Lazzaro felice.
Conspiraciones
Llamó poderosamente la atención el recurso a la conspiración en obras de características muy diversas, siendo el eje en buena parte de ellas. Si la conspiranoia es uno de los hilos (por decir algo) argumentales de la fascinante Under the Silver Lake (David Robert Mitchell, 2018) (a la que dedicaremos un texto independiente), también aparece en L’heure de la sortie (Sébastien Marnier, 2018). En esta, un profesor suple en un centro de secundaria a otro que, por motivos no explicados, se lanza por la ventana. Sus alumnos son superdotados y cuestionan desde el primer momento su capacidad de substituir al profesor ausente, adoptando una actitud no ya retadora sino directamente superior. Progresivamente, el protagonista identifica un grupo especialmente desdeñoso con él y con los demás alumnos y descubre que desarrollan unas prácticas sadomasoquistas. Al ponerlo en conocimiento de sus compañeros estos se limitan a considerarlas como ritos de paso. El equilibrio entre normalidad y anormalidad es presentado como absolutamente subjetivo y deja al maestro ante la duda ética de averiguar algo ilegalmente o ignorar un peligro mayor. El director va desvelando pistas y pruebas de la veracidad de sus sospechas, a la par que siembra dudas mediante algunas escenas oníricas o situaciones insólitas, hasta que revela finalmente cuál es la intención del grupo de adolescentes. La conspiración como fuente de angustia es desarrollado con brillantez por un director que evita estridencias en un tema que podría haber dado pie a una obra histriónica.
Conspiraciones políticas, por otro lado, en el cine asiático: Buybust (Erik Matti, 2018), Illan: The Wolf Brigade (Kim Jee-woon, 2018) y The Spy Gone North (Yoon Jong-bin, 2018). En la primera, el escuadrón policial de élite es sacrificado en un brutal ataque entre barracas en una zona marginal de Manila. Su jefe está aliado con un cártel de droga y es arte y parte. Illan: The Wolf Brigade, nueva versión del manga de los noventa, enfrenta a dos cuerpos policiales, uno vinculado directamente al gobierno y otro independiente. En una distópica Corea unificada, los cuerpos policiales son utilizados por el partido para justificar un estado policial y perpetuarse en el poder. Argumentalmente mal dibujada, con una sucesión de persecuciones sin fuerza y un protagonista que emula Robocop, la última obra del autor de Encontré al diablo o la magistral The Age of Shadows queda muy por debajo de ambas y más cerca de su aventura con Schwarzenegger, El último desafío (The Last Stand, 2013).
Mención aparte merece The Spy Gone North, exquisita cinta de espías que recupera el tono de guerra fría (en esta ocasión entre las dos Coreas en 1993). Su protagonista, un agente del sur, debe conseguir la confianza de diversos cargos intermedios para conseguir infiltrarse en Pyongyang y averiguar la situación del desarrollo armamentístico nuclear. Jong-bin evita las escenas de acción y recurre a una puesta en escena y a un montaje que otorgan una continua tensión sin necesidad alguna de disparos o luchas. The Spy Gone North prueba la buena salud del cine coreano, puesta en duda ante los reiterados excesos de numerosos thriller y dramas como la referida Wolf Brigade. Tal vez la película de factura más clásica vista en Sitges, no es óbice para no disfrutar de las interpretaciones, la recreación de las avenidas y palacios de Pyongyang y el bien trabado guion que, en su parte final, desvela una trama conspirativa a caballo de ambos países y acordada por ambos gobiernos, elevando aun más el nivel de interés. De este modo, la conspiración política, de base auténtica, remarca el drama de los personajes implicados, a uno y otro lado de la frontera, que han sido (y siguen siendo) utilizados por poderes superiores. Impecable.
Violencia
El thriller campa por sus anchas en el festival con obras de todos los continentes y, como en años anteriores, cabe agrupar una serie de películas cuyo eje es la agresividad. Si Gareth Evans nos había fascinado con las frenéticas y ultraviolentas coreografías de The Raid (2011) y The Raid 2 (2014), este año nos decepcionó con Apostle (2018), un pastiche que oscilaba entre el western y el terror gótico pero que, al fin y al cabo, devenía una confusa e infructuosa amalgama de referencias. Al díptico The Raid, no obstante, le surgieron buenos sucesores. The Night Comes for Us (Timo Tjahjanto, 2018) resultó ser más arrolladora que aquellas y, aun careciendo de la brillante coreografía de las obras de Evans, era un trepidante catálogo de cuchilladas, mamporros y tiroteos dónde cualquier cosa podía ser utilizada como arma mortal, fueran unas chinchetas, un cúter o un hueso de ternera. En esta obra indonesia un súbito e incomprensible arrepentimiento da pie a que un cabecilla mafioso decida salvar la vida de una niña, única testigo de la masacre que él acaba de ejecutar en su pueblo para, a continuación, luchar contra centenares (finalmente se antojan miles) de antiguos compañeros de filas. Pero la obra de Tjahjanto no es una rareza. Las filmografías del lejano Oriente y Pacífico compiten por desplegar ante nuestros ojos actioner de naturaleza no ya violenta, sino apocalíptica. La filipina Buybust encierra un escuadrón de policía en un auténtico laberinto de chabolas dónde son perseguidos y masacrados no sólo por la mafia local sino por la práctica totalidad del vecindario. Tras las luchas en la carnicería o el almacén de la cinta indonesia, creíamos haberlo visto todo; pero la inagotable reserva de furia desplegada desde tejados y ventanas, los asaltos por la espalda o por el frente, los lanzamientos de objetos múltiples o la electrocución en masa contra las fuerzas del orden revelan que las peleas catárticas dan suficiente juego cinematográfico como para ir desarrollando diversas variables.
Violencia menos espectacular pero no por ello menos dura. Lav Diaz denuncia en Season of the Devil (Ang panahon ng halimaw, 2018) los desmanes efectuados por grupos paramilitares bendecidos en los años 70 por la dictadura de Marcos en las Filipinas, con la excusa de borrar todo rastro de guerrillas comunistas. Díaz desarrolla en un metraje inferior a muchas de sus obras (aunque se acerca a las 4 horas, está lejos de sus películas de 7 o 9 horas) los asesinatos cometidos por uno de estos grupos en una aldea rural. Si Rithy Panh en La imagen ausente recurrió a figuritas para explicar el genocidio khmer o si Joshua Oppenheimer dio pie a secuencias musicales en las que aparecían torturadores de la dictadura indonesia en The Act of Killing, Lav Díaz opta por musicalizar la tragedia. Así, aun sin música ni bailes, hace que todos los personajes se expresen musicando sus diálogos, sean reivindicaciones políticas, discusiones familiares o amenazas de muerte. Season of the Devil es un singular y escalofriante experimento, lastrado por su excesiva duración (con una hora menos tendría sin duda el mismo efecto) pero brillante en planteamiento y efectivo en resultados. El contraste entre las sencillas melodías y la dureza de la situación, multiplican el impacto de la denuncia en el espectador. El resultado es doblemente impactante puesto que, pese a los off visuales y a la ausencia del rojo de la sangre, el efecto de oír los diálogos musicados produce una reverberación del cinismo, la violencia y el abuso de poder. La escena en comisaría dónde el Diputado Narciso se mueve al ritmo de las proclamas políticas y las amenazas, ofreciendo (literal y escalofriantemente) su doble cara, y la violación a ritmo de un suave blues no dejan en absoluto indiferentes y fueron, sin lugar a dudas, unas de las más impactantes secuencias del festival.
No deja de ser relevante, por otro lado, que tanto la película de Díaz como la de Matti refieren un estado policial amparado en gobernantes y sistema corruptos. Aunque en Season of the Devil el marco temporal sea la década de los 70, aunque en Buybust la corrupción objetivada en pantalla se limite a los cuerpos policiales, no podemos ignorar la actual situación de violencia promovida por el propio presidente Duterte contra bandas y pequeños traficantes, una inmoral operación de exterminio que ha favorecido ajustes de cuentas a lo largo de Filipinas y de la que, parece, no se puede hablar abiertamente.
Mani Haghighi nos fascinó hace un par de años con la enigmática A Dragon Arrives (2016) un noir luminoso y colorista en las islas iraníes del estrecho de Ormuz. Había denuncia política deliberadamente, había mezcla de ficción y falso documental e incluso apariciones sobrenaturales. El resultado, estética y éticamente, era brillante a pesar de la dificultad de seguir la trama. Pig resulta ser mucho más obvia y sencilla que la anterior, aunque menos simple de lo que puede parecer en primera instancia. En esta ocasión un asesino en serie está decapitando a los directores de cine iraníes más famosos… excepto al protagonista, Hasan Kasmal, que está tan aliviado por no haber sido atacado como frustrado por no ser suficientemente valorado por el asesino. Haghighi retrata a un personaje engreído y egoísta a quien la censura política ha prohibido hacer largometrajes y que se siente aun más amargado por ello. Refugiado en la realización de publicidad, dónde se revela tan inventivo como irascible, se enfrenta a actrices y colegas que pueden seguir una carrera que a él se le limita. Aunque simplona en su desarrollo y con un intérprete histriónico (curiosamente premiado por ello en Sitges), Pig revela la capacidad poco desarrollada del cine iraní de desarrollar la comedia (de los gags visuales en el tenis o en familia, al desarrollo estilístico de las cucarachas de la publicidad) y la del director por utilizar el color pese a las limitaciones del contexto argumental. También deja ver la pugna contra la censura a la que se alude repetidamente sin llegar a una confrontación directa. Haghighi va desarrollando la trama en una espiral de histeria a medida que el humor es progresivamente negro hasta culminar en un final sangriento con referencias a Facebook e Instagram (como también sucede en Cam y en Assassination Nation), tal vez el espacio de Irán cuya abstracción permite mayor desarrollo social.
The House That Jack Built es, sin duda, punto aparte. Von Trier se embarca en la comedia negra y desarrolla (en capítulos, como tanto gusta de utilizar) un relato en torno a un asesino en serie. Narrado en off a un oyente denominado Virgilio, Jack (un felizmente reaparecido Matt Dillon) dice escoger al azar diversos episodios macabros, aunque a la postre se revelarán como significativos en cuanto cada uno de ellos tiene correspondencia con una situación distinta: Jack asesinando con reticencias a una insoportable autoestopista (Uma Thurman) en el primer episodio, a una anciana en el segundo dónde se objetiva (con repetidas e hilarantes escenas) su obsesiva tendencia a la limpieza (“algo muy molesto en un asesino en serie”), a una familia en el tercero, una pareja en el cuarto y a un grupo en el último con el que acaba la acción. La casa de Jack se construye con cadáveres y está vacía en su interior. La casa de Von Trier se construye, muy sólidamente, con humor muy negro, pero se aleja de la complejidad de obras anteriores. El recurso a las referencias artísticas (arquitectura, pintura, incluso cine, dónde se autocita con imágenes de Melancolía) es tan arbitrario como fueran las discusiones morales en Nymphomaniac y, de hecho, va perdiendo fuerza hasta el epílogo final. Difícil de relacionar en su conjunto con sus otras obras (más allá de la poca fe que Von Trier manifiesta en el género humano de modo repetido), The House That Jack Built parece un brillante divertimento de un gran director… que no es poco.
El thriller americano trajo a Sitges un par de obras muy destacables. Hace unos años, Craig S. Zahler deslumbró en su debut en el largometraje con una de las mejores obras del festival, Bone Tomahawk (2015), un western que se tomaba su tiempo en desarrollar trama y personajes pero que resultaba absolutamente efectivo, evocador de Hawks, Walsh o Wellman, más que de Peckinpah, pese a lo sangriento de las escenas de acción. Brawl in Cell Block 99 (2017) fue un mazazo sobre el espectador. De nuevo con un guion brillantemente construido, desarrollaba un personaje que ya presentíamos condenado desde la primera secuencia. Vince Vaughn, en su corpachón y su brutalidad, era el equivalente actual del Lancaster de Forajidos o del Hayden de La jungla de asfalto, un delincuente malgré lui cuya redención llega demasiado tarde. El guion tomaba, a mitad de película, un rumbo inesperado y culminaba con una escalofriante pelea, con crujido de huesos y cráneos machacados. Vuelve ahora Zahler con su estrategia de tiempos alargados, como un Lav Diaz del noir, para contar en Dragged Across Concrete (2018) la historia de dos policías, Mel Gibson y Vince Vaughn, que, cesados de empleo y sueldo por violencia contra un detenido, optan por robar a un ladrón. Zahler, de nuevo, describe a ambos personajes de modo muy acertado, con eficiencia, evitando lugares comunes y situándolos en entorno familiar y, de nuevo, estira el metraje (en esta ocasión algo exageradamente) para hacer más realista la trama, con el seguimiento efectuado por ambos de la banda de delincuentes. Finalmente alcanzaremos la catártica lucha que, en esta ocasión, es mucho más seca, más profesional y que revela un final algo inesperado. Dragged Across Concrete se revela respecto a las previas como una obra con ganas de más, de más metraje, más escenas, más complejidad, y Zahler como un director muy capaz de llevarlo a cabo.
El uso de un ambiente y escenarios situados en los 50 y los 60 puede referir a Scorsese o tal vez al cine clásico pero Bad Times at The Royale tiene su referente en Tarantino. Aun así, Drew Goddard, tras la excitante La Cabaña en el bosque (2012), busca identidad propia para ésta su segunda película. En un hotel situado literalmente sobre la línea fronteriza entre Nevada y California, se alojan cuatro personajes cuyo pasado irá desgranando Goddard en episodios sucesivos, llevándonos adelante y atrás hasta definir una única trama. Una ambientación sugerente, a la que enriquece la banda sonora diegética (al estilo Tarantino y Scorsese), unos elegantes travelling hacen de la segunda obra de Goddard un ejercicio de estilo, brillantísimo y ciertamente sorprendente, que atrapa al espectador y que provoca la sensación de que posiblemente tenga un desenlace demasiado rápido. Si Zahler demoraba excesivamente su trama, Goddard desaprovecha algunos personajes que han conseguido llamar la atención del espectador y nos deja con ganas de más.
Y si el referente de Zahler está en el cine clásico y Goddard se mira en la post modernidad, El ángel (Luis Ortega, 2018) tiene otros referentes. No se trata, sin embargo, de una imitación por que la película de Ortega tiene identidad propia, una identidad desbordante. Situada en los primeros setenta, esta historia (verídica) de un ángel exterminador es tan magnética como el propio protagonista. Adolescente angelical, Tadzio seductor y peligroso, Carlos dice que la vida está para vivirla, que hay que ser libre y que no tiene sentido pasar por ella sin más. Personaje amoral, psicópata, se desentiende de sus padres, provoca la amistad de un delincuente y se enrola en la banda familiar de este para no tardar en liderarla. El ángel no pierde fuelle desde el primer instante, con el baile desacomplejado del protagonista en la casa vacía que acaba de asaltar (dónde suena El extraño del pelo largo mientras él declara no reconocer el concepto de propiedad) ni con el encadenado de secuencias que llevan desde la provocación a Ramón para conseguir su amistad hasta el robo a la armería. Luis Ortega define bien a un personaje que basa su vida en el robo y la mentira (ante la atónita mirada de unos progenitores que se niegan a aceptar la verdad), que desborda encanto atrayendo a hombres y a mujeres y que precisa el sexo o la violencia para relacionarse. Así, establece amistad con Ramón después de provocar una pelea con él y ser expulsados de la escuela. Y establece relación con la banda familiar de Ramón, mediante una sesión de tiro “casera”, en una secuencia en la que vemos como los personajes se van excitando de diversas maneras. De nuevo, viendo la inclinación de Ramón hacia el espectáculo, y temiendo perderle, no duda en estrechar los lazos de amistad con una acción de venganza conjunta que, como de pasada, incluye el asesinato. Ortega trabaja la figura de tan magnético personaje y enriquece la película definiendo en sus imágenes y su espléndida banda sonora un contexto social muy concreto, durante la dictadura de Lanusse y en una clase social que aun disfrutaba de una vida libre, con carreras en moto, discotecas y concursos televisivos de jóvenes promesas. Evita estrategias de prolongación del tiempo como en el caso de Zahler o oropeles algunos como trabaja Goddard e imprime a la película una dinámica que casa perfectamente con el humor negro de diversas escenas y la sequedad de los asesinatos, acercándonos a Scorsese.
Epílogo. Resulta inevitable hablar de Mandy (Panos Cosmatos, 2018) que, como alguien comentó, es un psicotrónico cruce entre Winding Refn y Transporter. Ciertamente, este viaje al fondo de la mente aderezado con una iluminación desaforada, tonos enrojecidos y deformación de la imagen, va mucho más allá de la locura… y de la narración cinematográfica. Vehículo para el actual ídolo de la serie Z, Nicolas Cage, reserva para este fenómeno (más que actor) un personaje que prácticamente no tiene diálogos pero que precisa un amplio catálogo de gritos y gruñidos. La mezcla de diversos subgéneros del terror da, finalmente, pie a una obra tan insólita como inclasificable en su vocación pesadillesca.