Dentro de la ecléctica sección oficial de la Seminci de este año además de plantearse voluntaria o involuntariamente una reflexión sobre la narración en off, como explicaba Julen Azcona en su crónica «Un cine imaginado», también ha podido hallarse de modo intermitente otra reflexión paralela sobre el problema de género y sobre la identidad o la diversidad dentro de un mundo globalizado, abordado en varios films como relato de iniciación con diferentes enfoques y resultados.
En esta línea, tanto la canadiense Génesis (Genèse, Philippe Lesage, 2018) —ganadora de modo imprevisto y abusivo de los tres premios principales del certamen, película, director y actor— como la estadounidense The Miseducation of Cameron Post (íd., Desiree Azkavan, 2018), cuentan la iniciación y/o evolución sexual de una serie de adolescentes. En ambos casos se plantea como elemento fundamental del drama la aceptación de la homosexualidad en los entornos de los protagonistas. The Miseducation of Cameron Post, que adapta una novela autobiográfica de Emily Danforth, aborda las vivencias de una adolescente lesbiana (Chloë Grace Moretz), internada por su tía en una especie de correccional evangelista donde se reeduca a diversos jóvenes con tendencias homosexuales, y en donde la protagonista se hará amiga de otros dos adolescentes, una chica (Sasha Lane, actriz y personaje que pese a su carácter desdibujado tiene bastante más personalidad que la protagonista) y un chico (Forrest Goodluck). El film es correcto y cumple todas las expectativas del típico film social independiente americano (premiado en Sundance de hecho): es crítico pero sin excesos y cumple con un planteamiento de superación construido en clave de liberación poética, con planos de postal sobre una música adecuada. Incluso puede llegar a ser puntualmente emocionante en su desenlace. Su problema es la ausencia de profundidad por la indecisión a la hora de dibujar a los personajes de un modo menos previsible, por su desequilibrio en la mezcla de tonos a veces ligeros, otras muy dramáticos, y particularmente por la absoluta impersonalidad en la realización.
Génesis es, por su parte, una película hasta cierto punto estimable pero muy irregular. Narra también tres situaciones de amor juvenil. Las dos historias principales se suceden linealmente intercaladas por el parentesco que une a los protagonistas, hermano (Théodore Pellerin) y hermana (Noée Abita), y es fundamentalmente la del primero, que cuenta su despertar homosexual en un internado, la que tiene interés —pese a dejar una poderosa sensación de déjà vu—, tanto por la riqueza del personaje en su complejidad como por la descripción del entorno. La historia de la chica, que no termina de encontrar nunca al hombre correcto, y que además en un momento algo gratuito sufre una violación, es bastante gris y rutinaria. El estilo del director, Philippe Lesage, es tranquilo, con tendencia a los planos generales y la cámara fija. No obstante, el ritmo y la duración de los planos, secuencias o situaciones es excesiva, alargándose más allá de lo necesario, como en las múltiples escenas en las que la protagonista vaga por diferentes discotecas. El conjunto no está mal, pero tampoco es brillante. Su principal problema es probablemente además la ubicación de su tercera historia. Curiosamente, siendo la más bella y breve —cuenta poéticamente como un niño se enamora de una compañera durante un campamento de verano—, aparece al final como un pegote cuando la película alcanza casi las dos horas. ¿Puede interpretarse como un canto a la pureza del primer amor? ¿Existe alguna vinculación invisible con las otras dos historias? Estas preguntas asaltan al espectador al final de la proyección provocando la incertidumbre, y en algún caso la irritación. La demostración palpable de este último sentimiento fue el sonoro pateo que el realizador de la película recibió al recoger sus galardones durante la clausura del certamen.
Dentro de la sección oficial también pudieron verse otros títulos de temática variada que en su mayor parte resultaron insatisfactorios o fallidos. Tu hijo (Miguel Ángel Vivas, 2018) era la apuesta fuerte española del certamen. Dirigida por un realizador habitual de series, con varios largos de género a sus espaldas, se trata de un combinado de drama y thriller sostenido por el punto de vista omnipresente de un cirujano sevillano (un convincente José Coronado que sostiene en buena parte el film) que venga la paliza recibida por su hijo en una discoteca. Su obsesión por encontrar a los culpables desencadena una espiral de violencia demencial. El cineasta logra un título digno y narrativamente sólido con abundantes dosis de efectismo y esteticismo vacuo y afectado, tratando de equilibrar arbitrariamente estéticas diversas de la oscuridad y determinada sobriedad aparente antes de los estallidos de violencia. De este modo, el film remite por un lado a las historias melancólicas de venganza de la madurez de Clint Eastwood; combinadas con cierta estridencia postmoderna —véase el recorrido en coche de Coronado, visto desde todas las perspectivas posibles, reflejos y ángulos, con una abusiva banda sonora—, que llega a su paroxismo en los momentos de tensión y acción, con enloquecidas steadicams y música atronadora, y particularmente con un empleo de la violencia extrema (martillazos en las manos, sangre brotando de una carótida temblando) con un aire epatante que parece emular a Drive (íd., Nicolas Winding Refn, 2011) y la estética entre lo gélido y lo brutal de dicho realizador. No obstante, el problema es básicamente un guión lleno de giros improbables y trampas creadas ad hoc para encajar un discurso un tanto oportunista y ambiguo que se desvela en el (in)esperado desenlace.
No obstante, Tu hijo es casi una obra maestra si se la compara con la otra apuesta española de la sección oficial, Jaulas (Nicolás Pacheco, 2018), título verdaderamente indefendible. Se trata de un dramón situado en un ámbito gitano marginal completamente inverosímil, en el que dos mujeres, madre (Estefanía de los Santos) e hija (Marta Gavilán), huyen con una buena cantidad de dinero tras deshacerse de su respectivo marido y padre maltratador y se esconden en casa de una tía que regenta un bar, mientras son buscadas por los socios de su padre y al mismo tiempo se implican accidentalmente en un asunto de drogas. El conjunto es un despropósito que combina teóricamente el drama social y la pretensión de un tono mágico-costumbrista tomando como justificación el citado universo gitano, coral, musical y pintoresco, que resulta acartonado e increíble. Es realmente floja, tanto por un guion más bien sonrojante por sus subrayados pretenciosos, como particularmente por determinadas interpretaciones, llenas de griterío. Solo una subtrama funciona parcialmente: la de un joven emigrante rumano (Stefan Mihai) recogido por un carpintero (un solvente, como siempre, Antonio Dechent) que está obsesionado con casarle con su hija, una joven poco agraciada (Mila Fernández), a cambio de mantenerle. Esta trama episódica y puntual es la única que logra el buscado tono tragicómico de un modo satisfactorio e incluso con algún golpe de gracia.
Por su parte Border (Gräns, Ali Abbassi, 2018) es una rareza sueca a medio camino entre el drama social y el cine fantástico (de autor), que se inscribe en la corriente de obras que humanizan el perfil de seres fantásticos o monstruos construyendo fábulas de lo diferente, como La forma del agua (The Shape of Water, Guillermo del Toro, 2017) o Dónde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, Spike Jonze, 2009). Una mujer trol (Eva Melander) vive integrada en la Suecia actual, trabajando, gracias a su especial olfato, en el control de aduanas. El punto de inflexión tiene lugar con la aparición de otro ser idéntico a ella (Eero Milonoff), que le descubre la realidad de su condición no humana, y la anima a rebelarse. El film avanza morosamente hasta que todo adquiere un punto de extrañamiento y desasosiego que juega con la mirada de un espectador que debe comprender y sufrir al mismo tiempo la posibilidad del nacimiento del amor entre las dos bestias, pero además sus encuentros sexuales absolutamente explícitos, que recuerdan a los momentos más desagradables y morbosamente epatantes del popular cineasta polaco de los setenta Walerian Borowczyk y su adaptación erótica del cuento La bella y la bestia: La bestia (La bête, 1975). Progresivamente, la historia hace aguas —por una improbable o al menos excesivamente retorcida trama policiaca relacionada con la pederastia, y con la ocultación del nacimiento de bebés trols en la sociedad actual—, aunque no puede negársele originalidad a la propuesta y una asombrosa integración del costumbrismo social y el planteamiento fantástico a partir, entre otras cosas, de un maquillaje muy logrado para caracterizar a los personajes.
Otro título interesante, aunque descompensado en pretensiones y resultado, fue la propuesta del argentino Pablo Trapero, La quietud (2018), un melodrama familiar autoconsciente de su paroxismo. La película disecciona una familia de clase alta, mostrando la endogamia y taras múltiples de sus miembros. Se centra particularmente en dos hermanas (Bérénice Bejo y Martina Gusman) cuya relación de amor y odio adquiere tal intensidad que resulta por momentos cuasi incestuosa, al tiempo que ambas se engañan con sus respectivas parejas, y tienen una relación dispar con su madre anciana y desmelenada (una memorable Graciela Borges, veterana actriz argentina, musa entre otros de Leopoldo Torre Nilsson), un personaje que se encuentra entre lo más destacado del film. Se plantea además una subtrama crítica sobre la historia política del país, partiendo del hecho de que el patriarca de la familia —cuyo infarto al inicio es la excusa para la reunión del clan— haya sido el abogado que expropió a las víctimas de la dictadura, aprovechando su encarcelamiento. La película termina enredándose en demasiados elementos folletinescos, a la manera de un gran culebrón postmoderno, apoyado por una puesta en escena barroca, elegante —ahí está el magnífico plano-secuencia del funeral del padre, planteado como un tour de force que culmina en un accidente de coche; o la secuencia coral engarzada a partir de la utilización de la canción People, cantada por Aretha Franklin— que envuelve el tratamiento tragicómico, y casi circense, que no esconde evidentes influencias almodovarianas. La abundancia de puntos de giro sorpresivos y acumulativos pese a ser buscados, terminan por saturar el desarrollo de la narración y provocar un notable indiferencia al espectador ante la suerte de los personajes, lo que no impide tampoco la cierta solvencia de un relato desgarrador de la podredumbre escondido en un envoltorio festivo, aparentemente frívolo.