Raíces profundas
No parece este otoño generosamente nutrido de estrenos españoles el momento más propicio para que Julio Medem regrese del ostracismo al que le ha abocado la nula repercusión de sus más recientes trabajos. Comentaba con razón Manuel Hidalgo en una columna de opinión publicada hace unos días en El Mundo que le costaba recordar una coincidencia de títulos tan potente —aparte de El árbol de la sangre (2018) mencionaba las espléndidas El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018) y Quien te cantará (Carlos Vermut, 2018)— lo que hacía más sangrante que, por culpa de esa yuxtaposición de fechas no fueran a gozar, como de hecho está sucediendo, del respaldo en taquilla que por su calidad merecían. Aporto una anécdota personal que me parece relevante a este respecto: mi visionado de la película que nos ocupa tuvo lugar hace unos días, a las 22:15 horas, en una sala de considerables dimensiones en la que sólo estaba yo. Me cuesta recordar, honestamente, una experiencia similar.
Resulta sintomático que al ocaso de una manera de entender el cine español se estén sumando, con persistencia en el error digna de mejor causa, los distribuidores del ramo, cuya proverbial desconfianza hacia la recepción del público se está viendo dramáticamente confirmada en estos días… y llueve sobre mojado. Volviendo a Medem, no deja de ser irónico que en una obra que persigue denodadamente revitalizar añejas esencias sin rehuir resabios folletinescos —también, de manera mucho más dosificada, noir— tan del gusto de las grandes audiencias parezca condenada a estrellarse en la taquilla, cuando no hace tanto el firmante de Lucía y el sexo (2001) era capaz de convocar al espectador medio sin rebajar ni un ápice la exigencia de su discurso. Claro que eso era antes de que la abrupta ruptura que, respecto a su filmografía previa, supone Caótica Ana (2007) enviase al limbo la figura del director donostiarra; del que, con escaso éxito desde entonces, aún no ha conseguido retornar.
A este filme de vocación kamikaze pueden afeársele muchas cosas, pero sería injusto desmerecer la confianza depositada en sus aspectos más revulsivos, que son llevados hasta sus últimas consecuencias, caiga quien caiga. Una valentía, temerario empecinamiento en el sesgo autoral si se quiere, que en todo caso brilla por su ausencia en los dos títulos posteriores, tan terapéuticos —supone uno— como ensimismados en su abordaje del hecho diferencial femenino. Si bien en Habitación en Roma (2010) las infinitas posibilidades míticas, fabuladoras, de un encuentro pasional que se pretende arquetípico se ven aprisionadas por la unidad de espacio, en ma ma (2015) se impone el retrato bienintencionado de una madre coraje, alrededor de la cual se amalgaman peripecias vitales resueltas sin afán de trascendencia, a medio camino entre el trazo grueso y un impostado lirismo que no puede resultar más chirriante. Se diría que temeroso de alejar el foco del drama personal de esta mujer de bandera, las imágenes pregnantes —una de las señas de identidad del universo medemiano— se suceden, de modo arbitrario, carentes de significación.
Ante sendos precedentes, resulta lógico que El árbol de la sangre se enmarque en un (¿anhelado?) regreso a los orígenes: hay en sus estilizadas metáforas visuales un intento evidente de volver a conectar con la cualidad esencialista de un imaginario en el que tierra, sangre y cuerpo ostentan la primacía como generadores de nuestras acciones, en gran medida determinadas por afectos preexistentes, condicionantes del devenir. La vinculación con el tema central del cine de Julio Medem queda así inequívocamente establecida ya desde los primeros compases, en los que visualizamos, pletórico de belleza, ese majestuoso árbol —sólidamente asentado junto al caserío— al que retornaran, transcurridos varios años desde su última visita, Marc (Álvaro Cervantes) y Rebeca (Úrsula Corberó). Su necesidad de reconstruir los pasajes de su turbulenta historia común, iluminando las zonas de sombra que les impiden crecer como pareja, desplegará ante el espectador una trama familiar trufada de rivalidades, amores cruzados y dolorosos secretos.
De padres a hijos
El tapiz narrativo que se extiende ante nuestros ojos, si bien de interés desigual, se sustenta a partir de la identificación con ese grueso tronco, que hunde sus raíces en la tierra que lo circunda. De la potencia evocadora del símbolo da buena muestra la secuencia en que los dos protagonistas, tratando de abarcar su rugosa corteza, se encuentran finalmente con las manos… la unión trasciende la de dos cuerpos, pues aúna el hálito telúrico de Vacas (1992) con las veleidades afectivas de Los amantes del círculo polar (1998), los dos títulos de los que parte El árbol de la sangre, aquellos a los que remiten sus momentos más logrados. Claro que —y aquí empiezan los problemas— la necesidad de articular los diversos pormenores vitales de tres generaciones conlleva que esta filiación se pierda entre los sucesivos meandros de una trama que, en no pocos momentos, se detiene en peripecias insustanciales, aquejadas de una levedad dramática que remite, de modo insidioso, al último Medem.
Mucho hay de distanciamiento naif en esta estructura caleidoscópica pergeñada a partir del recuerdo novelado de acontecimientos, que de la misma manera que fluye con ligereza durante sus 134 minutos de metraje apenas deja poso, por más que la ajustada métrica con que se amalgaman pasado y presente resulte ciertamente meritoria. En una obra que no rehuye la plasmación frontal de la belleza, sea de un edénico valle de postal, sea de las geografías pasionales de los cuerpos entrelazados, la sensual gradación de las texturas cromáticas debida a Kiko de la Rica deviene fundamental: la luminosidad que desprenden los entornos naturales se traslada a los rostros, resaltando poderosamente el brillo de la mirada, que revela la trastienda oscura de unos personajes plegados sobre si mismos… y no hay ojos más turbadores que los de Olmo, que abisman a quienes sucumben a su influjo en el pozo sin fondo del thanatos masculino.
Julio Medem ha dado numerosas muestras a lo largo de su filmografía de interesarse por la naturaleza oculta de las cosas, valiéndose de las imágenes, a las que se pretende preñar de significado(s), como vía de acceso al substrato inconsciente. En la caracterización que Joaquín Furriel imprime a su rol, de rotunda presencia física, confluyen los rasgos arquetípicos de una masculinidad libidinosa, que se construye tanto desde el influjo ejercido sobre las mujeres —a las que necesita para enraizarse— como en esa impronta fatalista, macerada en sangre y violencia, determinada por una irrefrenable pulsión de muerte. En un corpus temático en que han terminado por imponerse desnaturalizados retratos femeninos —lindando en ocasiones, como vimos, con la hagiografía— resulta reconfortante este retorno a las esencias, no precisamente acomodaticio, revestido de una poderosa carga simbólica: del negro de la piel de toro al rojo del deportivo que conduce, inexorablemente, a Olmo a la autoinmolación, postrero sacrificio ante todo el daño causado. Una sucesión de estimulantes metáforas, como vemos, que apelan al trasfondo ancestral del hecho masculino, pero que pierden relevancia propia al ser explicitadas, recurriendo a una literalidad verbal cuando menos redundante.
Una vez más el guionista arrincona al creador de imágenes, a las que no se permite volar nuevamente libres, dada la necesidad de explicar aquello que debería ser libremente interpretado, recurriendo a sus propias claves, por el espectador. Un defecto que se ha vuelto más evidente en la medida en que la deriva actual de su cine ha acentuado sus rasgos más convencionales, que en El árbol de la sangre conviven en equilibrio inestable con la proverbial apelación al azar como elemento vertebrador, la pasión amorosa devenida en motivación última de nuestras vidas: el abrazo de Rebeca y Marc en la orilla de un mar en calma simboliza, una vez cerrado el círculo de su complejo trasfondo personal, el establecimiento de un vínculo afectivo sólido, surgido de la catarsis posterior a la asunción de la verdad. Todos y cada uno de los conflictos familiares previos, a los que la elegancia de las soluciones visuales implementadas, así como de la evocadora columna musical de Lucas Vidal —en el que el firmante de Tierra (1996) ha encontrado, ahí es nada, un dignísimo sucesor de Alberto Iglesias— confieren homogeneidad estilística, confluyen en este final luminoso y esperanzado, como sólo puede serlo un soleado día del estío mediterráneo. Medem vuelve a ser, en definitiva, capaz de lo mejor y de lo peor, y sólo por eso sigue mereciendo el beneficio de la duda.