Lo que esconde Silver Lake, de David Robert Mitchell

LA, sueños, pesadillas y cine

Viendo flotar ante mis retinas las imágenes de Lo que esconde Silver Lake me doy cuenta de que L.A./Hollywood es una suerte de” no lugar” y, simultáneamente, un género cinematográfico en sí mismo.

Hay un L.A. periférico. Entre barrios de casas prefabricadas y el centro financiero, cloacas al aire libre dónde perseguirse, de callejones en los que refugiarse y almacenes vacíos dónde ocultarse. Es el L.A. de la violencia, la inmigración, la delincuencia, la marginación y las bandas, retratado en tonos chillones y música amplificada por diversos autores como (entre muchos otros) William Friedkin (Morir y vivir en Los Angeles, To Live and Die in LA, 1985), Richard Donner (Arma letal, Lethal Weapon, 1987 y sus secuelas), Dennis Hopper (Colors, 1988), John Singleton (Los chicos del barrio, Boyz n the Hood,1991), Michael Mann (Heat, 1995), Curtis Hanson (L.A. Confidential, Curtis Hanson,1997, Quentin Tarantino (Reservoir Dogs, 1992; Pulp Fiction, 1994;  Jackie Brown, 1997),  Anthony Fuqua (Training Day, 2001), Paul Haggis (Crash, 2004 ), Amat Escalante (Los bastardos, 2008) o David Ayer (Bright, 2017) con ligeras variaciones y temáticas intercambiables.

Y hay otro L.A. El que mira, deseoso, a Hollywood, el que pretende escapar de la realidad y no tiene una delimitación geográfica. El L.A. que bebe del clasicismo, del bigger tan life, sea en la amargura de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), la fantasía de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) o las pasiones juveniles de Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955); pero, sobre todo, de los sueños que emparentan Las mil y una noches con Beverly Hills. Es el Los Angeles ligero de Shampoo (Hal Ashby, 1975), ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?, Robert Zemeckis, 1988), Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) o La La Land: La ciudad de las estrellas (La La Land, Damien Chazelle, 2016).

Sin embargo, más cerca de las pesadillas que de los sueños, hay un tercer Los Ángeles, misterioso y turbio. Es el L.A. que desborda el mapa, que oculta puntos topográficos, que borra los límites entre el día y la noche como difumina la frontera entre el bien y el mal. Es una entidad que contiene numerosos secretos. Es un mundo que se abre sólo a algunos afortunados, mientras el resto sólo ve destellos entre la niebla. Es un espacio abierto en el que la luz ciega a los viandantes, impidiéndoles ver más allá. Es una tierra dónde la noche cae de repente, borrando las pistas y dejando paso a una fauna diferente. Es el país de las tramas enrevesadas de El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946) o Chinatown (Roman Polanski, 1974), de los mundos de múltiples vanidades y apariencias de American Gigolo (Paul Schrader, 1980),  Barton Fink (Joel Coen, 1991),  Vidas cruzadas (Short Cuts, Robert Altman, 1993), Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997), Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999), The Canyons (Paul Schrader, 2013) o Tangerine (Sean Baker, 2015). De las distopias de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Dias extraños (Strange Days, Kathryn Bigelow, 1995) o 2013: Rescate en Los Angeles (Escape from LA, John Carpenter, 1996).  Pero, por encima de todo, es el universo inaprensible de El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel Coen, 1998), del David Lynch de Carretera perdida (Lost Highway, 1997), Mulholland Drive (Mulholland Dr., 2001) o Inland Empire (2006). De Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), de Vicio propio (Inherent Vice, Paul Thomas Anderson, 2014) y, ahora, de Lo que esconde Silver Lake (Under the Silver Lake, 2018). En todos estos casos Los Angeles es una dimensión desconocida llena de ilusiones y decepciones, de ambiciones y fracasos, de promesas y engaños, de paranoias y delirios. Un mundo controlado desde las alturas y habitado por seres que viven a imagen y semejanza del cine. Aspirantes a actriz, colgados y pervertidos, buscavidas de diferentes calañas… y monstruos que surgen cuando la razón duerme.

Lo que esconde Silver Lake es una ensoñación hecha de la misma materia que el cine y refleja en sus imágenes, sus travellings y su banda sonora obras de los 50 y 60, Hitchcock a la cabeza, aunque también Sirk, Minelli o Negulesco. Como sucede en El sueño eterno, Inherent Vice, Mulholland Drive o Inland Empire, espectador y personajes se pierden en una serie de argumentos entrelazados e imposibles, pero tan fascinantes como son los sueños. La película se inicia con un plano y un mensaje que, escrito sobre un cristal, parece flotar en el aire. Alerta con el asesino de perros. El plano se continua con un travelling casi circular hasta el rostro, plácido, de Andrew Garfield. Nada mejor que la mirada embobada de Andrew Garfield para contemplar un mundo al que no todos podemos acceder. En cuelgue permanente, como Lebowski o Doc Sportello, Sam es un espectador del mundo de lujo que le rodea, pero al que, difícilmente, podrá acceder. Sin trabajo ni demasiado interés por conseguirlo, sin objetivo claro, se limita a ejercer de voyeur de las vecinas del bloque de apartamentos, a tomar café, fumar porros y, ocasionalmente, a echar un polvo con una aspirante a actriz mientras comentan tonterías. La aparición de una seductora joven en el piso inferior, con la que trata en vano de tener sexo y su posterior, inesperada, desaparición ponen en marcha una suerte de imparable mecanismo interior que le lanza en su búsqueda.

A partir de este momento Mitchell “propulsa” a Sam a un itinerario laberíntico por infinitos escenarios de Los Ángeles, en pos de pistas que le permitan encontrar a su amiga. El circuito se inicia con una incursión al piso vacío para seguir con un rastreo en vehículo que remite, por los planos y por la banda sonora, a Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958).  En esta ocasión, Mitchell recurre a la pantalla en scope, a una serie de travellings y panorámicas (más breves o más prolongadas) y a una sugerente banda sonora buscando y provocando en el espectador una desazón semejante al que el maestro conseguía mientras Scottie recorría calles, museos y cementerios de San Francisco.  Esta fluidez de las imágenes, combinada con la música y la intermitencia argumental dan pie a la sensación de ensoñación y de estar habitando una pesadilla. Sam deambulará por parques, plazas, cementerios, lujosas fincas, bares o áticos dónde siempre se celebran fiestas (a las que nadie le invita) o cines al aire libre. A pleno sol o en noche cerrada, la sensación permanente de que Sam está en peligro no deja de acompañarnos. Y, en todo momento, la ausencia de referentes geográficos o culturales remarcables —a diferencia de Nueva York o San Francisco, que han definido icónicamente sus lugares y edificios en incontables películas y las han hecho familiares incluso para aquellos que nunca han estado en ellas o han mirado un mapa de las mismas, Los Angeles es elusiva y no permite identificar muy pocos espacios, mucho menos establecer una relación geográfica entre sí. En ese sentido se analiza la imagen de la ciudad en Los Angeles Plays Itself (Thom Andersen, 2003)— provoca la sensación de que Sam se desplaza (y nosotros con él) en círculos. Sensación que se acentúa a partir del momento en que su auto es embargado, dando pie, prácticamente, a un errático vagabundeo.

A pesar de la bonhomía de Sam, la supuesta leyenda del asesino de perros y la muerte de un multimillonario filántropo, quemado en su limosina junto a unas prostitutas, hace plantearse una terrible conspiración que ha acabado con la vida de Sara, la amiga a la que Sam busca. En tal contexto parece inevitable, como sucede, que aparezca en escena un personaje que posee información sobre todas las leyendas y rumores de la ciudad. Sam, abonado a las conspiranoias, no duda en adaptar y elaborar teorías que incluyen la existencia de una clase oculta que controla toda la vida de la ciudad y la presencia de mensajes ocultos en letras de canciones. A partir de ahí, su particular descenso a los infiernos se alejará de las secuencias cinematográficas de cierta placidez y se aproximará a las noches oscuras de Doble cuerpo (Body Double, Brian de Palma, 1984) o Mulholland Drive, con pesadillas, peleas y drogas incluidas. En la secuencia más surrealista, Sam llegará a enfrentarse al Compositor, supuesto cerebro criminal que manipula las masas con las letras de las canciones pop que ha escrito… en los últimos 100 años. Mitchell traza un millón de pistas para que el espectador salte, con Sam, de una a otra, definiendo una red tan virtual, tan fantasmagórica, como las propias teorías de Sam y los personajes que va encontrando. Y ahí está el gran mérito de Lo que esconde Silver Lake, construir una estructura laberíntica en el más puro vacío. De hecho, en diversas ocasiones, Sam oye en sus pesquisas medias conversaciones que interpreta como vagas referencias para construir pistas. En Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008) el personaje protagonista creaba un mundo en base a sus sueños y sus deseos, como dramaturgo y como persona, que prolongaba su estructura mental en una ciudad con visos de realidad y, a la par, de pesadilla.  Si L.A. es (¿en realidad?) un “no lugar” hecho de deseos y sueños, de fanzines y de imágenes persistentes de la historia del cine, nada mejor que este conjunto deslavazado de historias a medio contar, a medio construir, relatadas con imágenes en perpetuo movimiento.

Decepcionante tal vez para aquellos quienes esperaban una obra de terror semejante a la precedente It Follows (2014), la nueva película de Mitchell sigue una senda tan tenebrosa como apasionante, aprovechando el poso de las imágenes y los recuerdos de Hollywood, del Los Ángeles cinematográfico, para construir una obra cuya textura y contenidos están hechos de la materia del cine (y, tal vez, poder hacerse un lugar como cinta de culto). Al igual que las historias que Sam escucha, puede que el final de Lo que esconde Silver Lake no sea el auténtico final del camino y que nunca lo lleguemos a ver. Para algunos, habrá una insatisfacción como la que pueda sufrir Sam en el sorprendente anticlímax… Pero, posiblemente, tanto da. Para Sam, eterno voyeur, su felicidad puede simplemente ser la contemplación de la vida desde una ventana indiscreta. Quizás también sea así para el espectador que sienta ver la vida como una película infinita.