Silvio (y los otros), de Paolo Sorrentino

Infantilismo

Cardenal: ¿Quién eres, Lenny?
Papa: Soy un huérfano, como tú.
Cardenal: ¿Cuándo vas a madurar?
Papa: Nunca. Un sacerdote no madura
porque no puede ser padre. Siempre será un hijo.

The Young Pope

¿Madurar? Nunca. Nunca madurar porque… ¿responsabilizarse?: nunca. No importa que seamos un primer ministro o un puto Papa. UN puto Papa, que no EL puto Papa. Porque ni siquiera el Papa es único e insustituible. Solo un padre lo es. …¿Lo es? Nimiedad. La insoportable nimiedad del ser. O algo así.

Personajes metáfora

Convertido en cronista distante e irónico de los más altos estratos sociales de la Italia contemporánea, Paolo Sorrentino se acerca en Silvio (y los otros) a la figura de otro capo poderoso y falto de escrúpulos, después de haber propuesto su particular visión del papado romano en la serie The Young Pope. En aquella, un imaginario Papa Pío XIII (Jude Law) le servía para arremeter con un placaje frontal contra las altas esferas de la iglesia católica, mediante un personaje tan interesante como odioso, tan risible como insustancial, si cometiésemos la imprudencia de tomarlo realmente en serio. Sorrentino, a quien podríamos reducir fácilmente a cronista-de-brocha-gorda si caemos en ese error de leerle desde la literalidad, se adhiere a una de las prácticas habituales del cine social a la hora de retratar a sus personajes, aquella en la que el individuo funciona como metáfora (de una clase, de una región, de un concepto) antes que como persona (con sus particularidades complejas, y no reducidas a un trauma que gobierna —en el caso de The Young Pope— su comportamiento ad eternum). Es ahí, desde la distancia psicológica, la ironía cargada de (in)genio y la sorna, desde donde Sorrentino afronta el cinismo del Poder (eclesiástico y sociopolítico), más como reacción a su yugo que como propuesta original. O, resumiendo este párrafo en castellano simple: Sorrentino viene a ca(r)garse en la puta que los parió a todos…; a todos aquellos que estando en el Poder para gobernar por todos, solo hacen que gobernar por sí mismos.

Como un caricaturista que exagera los defectos de su retratado, Sorrentino recurre a la hipérbole para mofarse, ridiculizar e incluso menospreciar a aquellos sobre quienes coloca el foco. En el caso de Silvio (y los otros) esa actitud adquiere un añadido de efectividad al tener Berlusconi una estética propia ya de por sí hiperbolizada por su faceta de magnate televisivo. La exagerada importancia que el protagonista concede al materialismo y la superficialidad (tanto en la vertiente comercial como en la personal) es correspondida en la película con imágenes que proponen una batalla entre significado y significante. Así, una orgía acaba por convertirse en un acto frío, calculado y clínico, totalmente exento de morbo y sin prácticamente sexo, al plantearse como un medio oportunista y no como una experiencia en sí misma. Ese es el retrato que ofrece Sorrentino de este guiñolesco Berlusconi, desde la hiperestilización de los cuerpos, los ángulos imposibles y las cámaras lentas que lejos de convertir en épicas las escenas, funcionan como evidencia de su patetismo y vacuidad.

En esta época de narcisismo extremo en la que hemos forjado palabras como selfie y poser, Silvio reina como ejemplo a seguir, como consecuencia de una sociedad. ¿O quizás como causa de ella? En cualquier caso, Sorrentino presenta a Silvio como un empresario que concibe la política como medio, nunca como objetivo, y por eso vacía de sentido, de significado, muchas de las acciones que nos muestran sus imágenes. Fondo y forma se abrazan, para una película que no niega sus filias y no se esconde de su carácter tendencioso. Pedirle algo distinto sería, muy probablemente, como pedirle a un humorista que trate de no ofender… ¡Ay! ¡Pero qué cosas se me ocurren…!

Destrucción. Reconstrucción. Debacle

En la primera escena de La Dolce Vita, un helicóptero sobrevuela Roma cargando una estatua de Jesús. La cámara de Fellini sigue su trayecto, durante el cual podemos observar una ciudad destruida por la guerra. Edificios derruidos conviven con otros de nueva generación, y un grupo de obreros levanta nuevas edificaciones mientras unas mujeres ociosas toman el sol en lo alto de una de las construcciones. La vida resurgiendo tras la catástrofe, con las cicatrices aún presentes, con las diferencias de clase (¿más?) marcadas. La escena final de Silvio y los otros parece plantear un juego de espejos con aquella introducción de Fellini. Sorrentino, cuya La gran belleza ya fue comparada sobradamente con La Dolce Vita, filma a un grupo de bomberos destrozados tras el esfuerzo de sufragar la catástrofe del terremoto de L’Aquila sucedido en 2009. Sorrentino, como su maestro Fellini (¡cuánto le debe el de Nápoles a Fellini!), se sirve del simbolismo para lanzar las auténticas tesis de su película. Después de dos horas del folle-tín constante que rodea a Silvio, llegamos a su consecuencia: Italia sufre.

Sorrentino nos regala así un cierre desgarrador: como en La Dolce Vita, una estatua es transportada por los aires mientras el pueblo de L’Aquila arde en llamas al fondo. En los rostros devastados de los bomberos tenemos la otra cara de la moneda, la de esa Italia que recibe las consecuencias de la dejadez de sus líderes. Dos escenas separadas por casi seis décadas, y con mensajes simétricos: mientras en Fellini veíamos una Italia que resurgía de sus cenizas, en Sorrentino la debacle se apodera del país. Un final desesperanzador que cobra más sentido aún como contraste a la superficialidad mostrada hasta ese momento en la película. Sorrentino señala de manera directa a ese Primer Ministro, egocéntrico e infantil, con complejo de Peter Pan, como responsable de una crisis social y política que ha dejado a Italia (¿solo a Italia?) en, literalmente, pañales.

Entonces…, ¿madurar? Jamás. Jamás madurar para jamás tomar responsabilidades. Madurar jamás porque madurar conlleva nimiedad, conciencia de la insignificancia, de la (insoportable) levedad del ser (ahora sí: ¡ay, Kundera!). Madurar jamás porque con ello llegan las responsabilidades hacia fuera, hacia ese prójimo del que es fácil renegar y al que ya hemos logrado ignorar aunque, por nuestro cargo (ministro, Papa) dependa de nosotros. Madurar jamás y dejar madurar al otro aún menos. Infantilizarse para infantilizar. A toda una sociedad entera. Y poder así abusar de ella. Socavando sus derechos, sus principios, sus valores. Para acabar con ella y empezar conmigo. Acabar con ella. Con nosotros. En favor del yo. El yo. (Silv)Yo.